El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.
¿De verdad contribuye tanto la carne al cambio climático?
Sin olvidar la consideración ética de los otros animales, se analiza aquí el impacto medioambiental de la producción de comida a través de cifras publicadas por el portal de datos globales de la Universidad de Oxford 'Our World in Data'
Día tras día asistimos a un espectáculo paradójico: la ciudadanía está cada vez más inquieta por el torrente de noticias calamitosas sobre el calentamiento de la Tierra, y, sin embargo, los gobiernos apenas ofrecen datos claros y pautas de acción concretas para combatirlo. Los medios cifran la crisis ecológica en unas abstractas “emisiones”, que parecieran provenir de aisladas fábricas y países remotos, sin conexión con el ciudadano de a pie. A la pregunta, “¿y qué puedo hacer yo?”, le asalta una jauría de viejas multinacionales pintadas de verde.
Es imperdonable que los gobiernos no sean meridianamente claros en sus recomendaciones sobre hábitos y costumbres sostenibles. Aunque muy pocos se atreven ya a negar la existencia del cambio climático, cuando se trata de favorecer unas pautas de consumo sobre otras (o de reducir el consumo, en general) todo se vuelve debatible. El ejemplo más notorio en España: el pasado mes de julio, figuras de casi todo el espectro político desacreditaban las recomendaciones de Alberto Garzón, actual ministro de Consumo, quien sugirió a los españoles reducir su consumo de carne al menos a la mitad, por razones de salud y medio ambiente (la consideración ética de los animales quedó tácitamente excluida por todas las partes del debate.) Sorprendió ver cómo, en cuestión de horas, la discusión sobre carne y medio ambiente degeneraba en un rifirrafe entre Garzón y el propio presidente del Gobierno por ver quién tenía más larga la chuleta… La polémica con el ministro Garzón ha vuelto a estar servida en los últimos días.
Otras recomendaciones medioambientales y sanitarias sugieren una reducción de más de tres cuartos para el consumo actual de carne en España, pero eso no impide que numerosas voces continúen, meses después, descalificando la (tenue) propuesta de Garzón, la cual, según el diario La Razón, “fue extensamente criticada por exagerada, tendenciosa y plagada de afirmaciones falsas […] que contradecían a la FAO”. Y sobre todo, no hay que olvidarlo, contradecían las afirmaciones del sector cárnico, primera industria de alimentos en España.
Pero, ¿de verdad es tan contaminante la carne? ¿No habrá un grado de exageración? ¿Acaso intentan colarnos una ideología animalista con la excusa del cambio climático? Que tengamos que hacernos preguntas tan básicas demuestra que vivimos en una niebla artificial. En cuanto nos aproximamos a este campo minado, las fuentes se evaporan, las afirmaciones vuelan hacia lo fantástico, el insulto se disfraza de argumento. Es cierto que existen exageraciones a ambos lados del debate; por ello, en lo que sigue me limitaré a dar a conocer las cifras de una sola fuente: el portal de datos globales de la Universidad de Oxford Our World in Data, que fundamenta todas sus afirmaciones en estudios científicos recientes. Se han escrito ya artículos minuciosos sobre la cuestión de la carne: mi intención aquí es simplemente reproducir y comentar una serie de gráficos muy ilustrativos que proceden, en su mayoría, de la página 'Impactos medioambientales de la producción de comida', redactada por Hannah Ritchie y Max Roser en 2020, y actualizada en junio de 2021.
¿Cuánto contaminan realmente las cosas que comemos? Para empezar, es preciso comprender las dimensiones globales de la producción de alimentos. Uno de los primeros gráficos de la página nos muestra el uso actual de la superficie terrestre, que es habitable en un 71%. La mitad de esa tierra habitable se consagra a la agricultura, pero esta no es solamente para consumo humano: de hecho, solo el 23% de la tierra cultivada se emplea para consumo directo, mientras que el 77% va destinada a pastos o piensos para animales de granja. Parecería contraintuitivo que el ser humano reserve más tierras para alimentar a otros animales que para sí mismo, si no fuera porque los animales de granja requieren enormes cantidades de comida: Our World in Dataindica que, para obtener un kilo de pollo, hacen falta 3,3 kilos de alimentos; para un kilo de cerdo, 6,4, y para un kilo de vacuno, 25.
Esta perspectiva tiene, por supuesto, muchas lecturas, algunas incluso sociales. Donde una persona consume un chuletón de ternera de un kilo, podría haber cultivos para 25 personas (o más). En cualquier caso, ayuda a explicar por qué, si el 77% de las tierras de cultivo va destinado a animales de granja, resulta tan pequeño el porcentaje que aportan estos animales a la ingesta mundial de calorías y proteínas: el 82% de las calorías ingeridas por nuestra especie proceden de plantas (solo el 18% de animales) y el 63% de las proteínas también (frente a un 37% de proteína animal). La proteína vegetal no solo existe –en legumbres, frutos secos, granos...— sino que, para gran parte de la población mundial, es la principal fuente de proteína (a veces, la única).
Esta dilapidación de recursos es uno de los mayores problemas ecológicos de la ganadería actual. Aun así, el uso desproporcionado de tierras y cultivos no es siempre el factor más contaminante, pues hay que contabilizar también el sistema de granjas, con su ocupación adicional de terrenos y sus altas emisiones de metano y otros gases. Si sumamos los kilos de gases de efecto invernadero generados a lo largo de la producción de un kilo de comida, descubrimos que los alimentos que generan entre 0 y 5 kilos de gases invernadero por kilo son todos ovo-lacto-vegetarianos (solo el queso, el café y el chocolate negro se sitúan por encima). El animal de granja menos contaminante, el pollo, genera el doble: 9,7 kilos de gases invernadero por kilo de comida. De ahí para arriba: el cerdo produce 12,31 kilos de gases invernadero por kilo de comida; el pescado de piscifactoría, 13,63; las gambas de piscifactoría, 26,87; el cordero, 39,72; y de nuevo el ganado vacuno se sitúa en la cima: un kilo de ternera emite 99,48 kilos de gases de efecto invernadero.
En esta lista, el animal de granja menos contaminante contamina el doble que el producto ovo-lacto-vegetariano más insostenible, excepción hecha del queso, el café y el chocolate negro. Por supuesto, no se listan todos los alimentos posibles, pero sí suficientes como para hacernos una idea de dónde radica el problema. En efecto, existe una relación directa entre la elevada huella de carbono del europeo promedio y su elevado consumo de productos animales: el 83% de la huella de carbono de la dieta europea actual se debe exclusivamente a carne, huevos y lácteos. Aceites, bebidas, estimulantes, cereales, frutas, verduras, tubérculos, semillas, legumbres y frutos secos no llegan a sumar el 20% de nuestra huella de carbono. Una desproporción que no sería tan crítica si el actual sistema alimenticio no fuera responsable del 30% de las emisiones de la Unión Europea (y entre un cuarto y un tercio de las globales).
Estas son algunas de las razones por las que, en un contexto de emergencia climática como el nuestro, menos carne (y más plantas) significa literalmente más vida, sin necesidad de llegar al extremo de hacernos vegetarianos. Pese a todo, una mayoría rechaza todavía la idea de reducir el consumo de carne. Algunos incluso argumentan que no es preciso ser reducetarianos para mejorar nuestra huella de carbono. Existen alternativas que reducen el impacto medioambiental de la carne, como la ganadería sostenible y extensiva, que supone una mejoría indudable con respecto a las (mayoritarias) macrogranjas industriales.
Sin embargo, las cifras manejadas por Our World in Data indican que esa no es ni de lejos la mejor solución: “Si quieres una dieta más baja en carbono, comer menos carne es casi siempre mejor que comer la carne más sostenible”. Las fuentes de proteína vegetal de producción más contaminante tienden a contaminar menos (a menudo, mucho menos) que las carnes de producción menos contaminante. Por eso, “como consumidores, el mayor cambio que podemos realizar es comer más fuentes de proteínas basadas en plantas, como el tofu, los frutos secos, los guisantes y las habichuelas [en España añadiríamos lentejas y garbanzos]. Tal es el caso independientemente del lugar del mundo en el que te encuentres”. En términos generales, la dieta más sostenible es la basada en plantas o vegana, la siguiente es la (ovo-lacto-)vegetariana y la siguiente es la reducetariana, tanto más cuanto más reduzca. Solo comparando dos dietas con una ingesta de carne semejante se percibiría una diferencia significativa en aquella que opta por una ganadería sostenible.
Quizá la mención al tofu haya hecho rechinar algún diente. ¿No es un producto que requiere miles de kilómetros de transporte, y que además procede de agresivos monocultivos de soja? No olvidemos que la gran mayoría de la soja producida en el planeta (la mayoría de cultivos, en realidad) se destina a alimento para animales; la soja para consumo humano más allá del aceite supone menos del 7% de la producción global. Pese a todo, el argumento del transporte es pertinente y merece una consideración.
Pues, si una pauta de consumo hemos interiorizado en relación con el cambio climático, es la de favorecer el “producto local”: el producto que menos se ha desplazado para llegar a nosotros y que, por tanto, ha generado menos emisiones de transporte. Una recomendación útil, aunque uno se pregunta si la amplia difusión de esta consigna tiene relación con las evidentes ventajas que reporta a la economía nacional (en contraste con el oscurecimiento que rodea al asunto de la carne).
La distancia de transporte es un factor relevante, pero —como apreciamos en el siguiente gráfico— en absoluto determinante en la alimentación: en el cómputo total, importa mucho más la naturaleza de lo que comes que comprar “producto local”. En el caso de la ganadería, el transporte suma muy poco en comparación con otras emisiones relevantes (cambio de uso del suelo, granjas, piensos, procesamiento…). Solo en plantas que suelen viajar miles de kilómetros —como la caña de azúcar o el plátano— ocupa el transporte una porción significativa. Y aun así, las emisiones totales de estas plantas son muy inferiores a las de la carne más “local”.
Se pueden extraer muchas conclusiones de los datos precedentes, y un escenario en el que se generalizara el consumo de plantas en lugar de animales engendraría cambios sorprendentes en el planeta (a los que Our World in Data dedica una página entera). Pero lo que nos ha traído hasta aquí son las emisiones de CO2 y gases equivalentes, y por ello concluiremos con una cita extraída del gráfico anterior, que nos recuerda que la mejor forma de hacer nuestra dieta “más sostenible” es, con diferencia, reducir el consumo de productos animales, especialmente de carne:
“Las emisiones de CO2 de la mayoría de los productos de origen vegetal son de 10 a 50 veces menores que en la mayoría de productos de origen animal. Factores como la distancia de transporte, la venta, el empaquetado o las prácticas agrícolas específicas suelen ser pequeños en comparación con la importancia del tipo de comida”.
Día tras día asistimos a un espectáculo paradójico: la ciudadanía está cada vez más inquieta por el torrente de noticias calamitosas sobre el calentamiento de la Tierra, y, sin embargo, los gobiernos apenas ofrecen datos claros y pautas de acción concretas para combatirlo. Los medios cifran la crisis ecológica en unas abstractas “emisiones”, que parecieran provenir de aisladas fábricas y países remotos, sin conexión con el ciudadano de a pie. A la pregunta, “¿y qué puedo hacer yo?”, le asalta una jauría de viejas multinacionales pintadas de verde.
Es imperdonable que los gobiernos no sean meridianamente claros en sus recomendaciones sobre hábitos y costumbres sostenibles. Aunque muy pocos se atreven ya a negar la existencia del cambio climático, cuando se trata de favorecer unas pautas de consumo sobre otras (o de reducir el consumo, en general) todo se vuelve debatible. El ejemplo más notorio en España: el pasado mes de julio, figuras de casi todo el espectro político desacreditaban las recomendaciones de Alberto Garzón, actual ministro de Consumo, quien sugirió a los españoles reducir su consumo de carne al menos a la mitad, por razones de salud y medio ambiente (la consideración ética de los animales quedó tácitamente excluida por todas las partes del debate.) Sorprendió ver cómo, en cuestión de horas, la discusión sobre carne y medio ambiente degeneraba en un rifirrafe entre Garzón y el propio presidente del Gobierno por ver quién tenía más larga la chuleta… La polémica con el ministro Garzón ha vuelto a estar servida en los últimos días.