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La caza mata (también a las personas)

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Una de las falacias más repetidas por el lobby procaza en España es que su afición es una actividad fundamental para el medio ambiente y que su papel es tremendamente importante para “regular” la biodiversidad. Sin embargo, hay dos cuestiones de las que siempre se olvidan. Una es el terrible impacto ambiental que provocan, con toneladas de plomo arrojadas en los montes cada año gracias a sus disparos. La otra es que también causan dolor y sufrimiento en la ciudadanía, entre ellos sin ir más lejos.

El Gobierno de España dio dos datos que asustan. En menos de nueve meses se reportaron 605 personas lesionadas por disparos de cazadores y nada menos que 51 fallecimientos. Hablamos de una actividad minoritaria, que no se realiza en zonas pobladas y que usa armas de fuego como si fueran palos de golf. Los números, que son seres humanos, se desprenden de una respuesta del Ejecutivo central al senador Carles Mulet, de Compromís, y se refieren al periodo desde el 1 de enero al 6 de septiembre de 2020.

En la misma respuesta parlamentaria aparecía desagregado el dato de menores de edad afectados: 16 heridos y una muerte. ¿Y si esto sucediera en otro contexto, no estaría ya prohibido?

Que una persona, por el simple hecho de pasear por el campo, de recoger un par de setas o de salir con su perro, pueda ser tiroteada mortalmente dejaría una profunda reflexión entre la clase política y sobre todo la gobernante. Pero esto no abre telediarios y estas cavilaciones son silenciadas para evitar abrir este melón legislativo.

Sin embargo, el contexto es muy preocupante, ya que la inmensa mayoría de las leyes autonómicas que “desregulan” la caza permiten la participación, presencia y acompañamiento de menores de edad con práctica libertad, lo que acaba exponiendo a niñas y niños de seis o nueve años a imágenes dantescas: animales agonizando, familiares heridos por un disparo o el cadáver de su padre por culpa de una afición tan absurda como inútil.

Si tenemos una actividad de inherente peligrosidad, que causa decenas de muertos y heridos, lo mínimo sería impedir que la niñez o la adolescencia tomara parte en ella, pero es justamente al revés. Hay administraciones públicas, como la Xunta de Galicia, que durante los últimos años llegaron a promocionar acciones para acercar la caza a los y las más jóvenes, pagando con dinero público convenios que incluían “quedadas” para recibir el preceptivo adoctrinamiento.

Pensarás que estas situaciones de riesgo no son habituales. Te equivocas. El 8 de febrero de este mismo año un vecino de Arnoia (Ourense) grababa cómo un cazador disparaba en medio de varias casas, corriendo detrás de un jabalí que se había refugiado en la zona de viñedos. El tirador pudo haber lesionado a cualquier habitante del pueblo o haber matado a alguien que salía por la ventana. A la fecha de redacción de este artículo no había noticias sobre posibles sanciones… ¿Extraño? No creas.

Es evidente que todas y todos desearíamos la abolición de la caza pero, mientras esto no va a suceder a corto ni medio plazo, es básico dotarnos de un sistema normativo que, como mínimo, proteja a los menores y adopte medidas sancionadoras para otros tantos desmanes de los escopeteros.

Una de las falacias más repetidas por el lobby procaza en España es que su afición es una actividad fundamental para el medio ambiente y que su papel es tremendamente importante para “regular” la biodiversidad. Sin embargo, hay dos cuestiones de las que siempre se olvidan. Una es el terrible impacto ambiental que provocan, con toneladas de plomo arrojadas en los montes cada año gracias a sus disparos. La otra es que también causan dolor y sufrimiento en la ciudadanía, entre ellos sin ir más lejos.

El Gobierno de España dio dos datos que asustan. En menos de nueve meses se reportaron 605 personas lesionadas por disparos de cazadores y nada menos que 51 fallecimientos. Hablamos de una actividad minoritaria, que no se realiza en zonas pobladas y que usa armas de fuego como si fueran palos de golf. Los números, que son seres humanos, se desprenden de una respuesta del Ejecutivo central al senador Carles Mulet, de Compromís, y se refieren al periodo desde el 1 de enero al 6 de septiembre de 2020.