Días atrás, nos sorprendía la noticia, reproducida en diversos medios de comunicación, de que el Papa Francisco le había dicho a un niño que lloraba por su perro muerto: “Un día volveremos a ver a nuestros animales en la eternidad de Cristo”. Y algunos autores, como el biólogo Marc Bekoff, ya han comenzado a reflexionar sobre tales palabras.
La cuestión de si los perros van o no van al cielo puede parecer un asunto menor comparado con los profundos problemas que aborda la teología, y, sin embargo, creo que es ahí donde el cristianismo se juega buena parte de su sentido. Dado que el Papa está escribiendo una encíclica sobre medio ambiente, animalistas y ecologistas han puesto sus esperanzas en que esa frase signifique un cambio de rumbo en las ideas de la Iglesia. Si finalmente el Papa evoca en esa encíclica los valores de Francisco de Asís y muestra una mínima sensibilidad con la naturaleza, podemos predecir el aluvión de elogios que le dedicarán medios de comunicación, intelectuales, científicos, políticos y movimientos sociales. Sin embargo, si al final se da el caso, a mí no me parece que los elogios sean la respuesta más adecuada.
La Iglesia lleva dos mil años justificando ideológicamente la explotación de la naturaleza y los animales, sin haber mostrado más que de forma muy excepcional un poco de sensibilidad por los otros seres vivos, y ha destacado por su extrema lentitud en aceptar descubrimientos científicos como la evolución de las especies. Si después de este nefasto historial, ahora, cuando estamos con el agua al cuello, con una crisis ecológica terrible, con más de 20.000 especies en peligro de extinción y en medio de un cambio climático, si ahora de repente el Papa dice algo así como “hay que respetar la naturaleza”, lo que se merece no es precisamente un elogio. Felicitar al que se entera el último de algo tan fundamental no parece muy educativo. Dado que la Iglesia tenía la pretensión de guiar a la humanidad, que se haya quedado dormida durante siglos en el vagón de cola no resulta admirable.
Durante mi infancia y adolescencia, me eduqué en un colegio religioso. En él viví muy buenas experiencias y otras no tan buenas, pero recuerdo sobre todo un momento que fue absolutamente revelador. Yo asistía a clase de religión con curiosidad, porque parecía el espacio adecuado donde reflexionar sobre esas preguntas últimas que todos nos hacemos, y que en la adolescencia se nos plantean con fuerza: qué hacemos aquí, cuál es el sentido de la vida. Pero un buen día, con doce o trece años, mientras el profesor de religión nos hablaba de la vida eterna, de repente se me ocurrió una cuestión, así que levanté la mano y pregunté: “¿Los animales también van al cielo?”. La respuesta del profesor de religión fue: “No, porque los animales no tienen alma”. Desde aquel día, para mí, la posibilidad de ir al cielo perdió todo su interés.
El cristianismo nos pide que cumplamos una serie de normas resumidas en los diez mandamientos. Esas normas tienen que ver con la fe, con la conducta sexual y con la ética. Si las cumplimos, el premio es la vida eterna en el cielo. Ahora bien, en ese cielo, según se nos ha enseñado, no habrá animales, ni plantas, ni montañas, ni ríos, ni bosques, ni selvas, ni playas, ni puestas de sol, ni estrellas en el firmamento nocturno. Si ése es el premio, por mí ya se lo pueden quedar. La idea de pasarme la eternidad sin que haya gatos ronroneando a los que acariciar, ni perros con los que correr por el campo, ni mirlos cantando después de la lluvia, ni libélulas de colores, ni zumbidos de abejas, ni saltamontes, ni lobos recorriendo los bosques, ni linces al atardecer, ni salmones remontando los ríos para desovar, ni ballenas comunicándose entre sí a kilómetros de distancia, ni vacas amamantando a sus crías, ni ranas croando en el estanque, ni águilas aprendiendo a volar, ni bonobos educando a sus hijos, ni lagartijas al sol, ni jabalís jugando en la playa… me parece más el infierno que el paraíso.
¿Cómo ha podido el ser humano inventar la idea, y defenderla durante milenios, de que el paraíso es un lugar exclusivamente humano y angelical, sin ninguna otra forma de vida? ¿En eso consiste la salvación, en estar condenados a la más absoluta soledad durante toda la eternidad? ¿En no convivir con ninguna otra especie? Quizás entonces es ese deseo absurdo el que nos está conduciendo a la pérdida de biodiversidad: cuantas más especies eliminamos, más cerca estamos de hacer realidad ese club privado de uso exclusivo para humanos y ángeles, donde el resto de seres vivos no tienen cabida.
Pero si rechazo la idea de un cielo sin animales, no es solo porque los seres humanos nos veríamos privados de su compañía, sino sobre todo por los animales mismos. Si nosotros creemos merecer el premio de la eternidad, ¿por qué no habrían de merecerlo también los otros animales? ¿Es que no tienen emociones, alegrías y miedos, añoranzas y deseos, igual que nosotros? ¿Es que no hay un 'yo' en cada uno de ellos, por diminuto que sea, que aspira a una buena vida? ¿Es que no pasan también muchos animales por un período de duelo tras la muerte de sus seres queridos? ¿Es que no serían muchos de ellos profundamente felices si pudieran reencontrarse con familiares y amigos a los que han perdido? Decir que los animales no se merecerían ese supuesto cielo y el reencuentro con los suyos, cuando hay perros que han muerto de pena tras el fallecimiento de un ser humano al que querían, es decir que sus tristezas y sus alegrías no valen tanto como las nuestras. Que no merecen ser felices.
Cada vez que maltratamos animales, reforzamos la idea de nuestra superioridad. Al criar animales para comer nos estamos diciendo: “Yo no soy carne, yo no soy como ese cerdo o esa vaca, porque soy un ser racional, inteligente, espiritual. Yo no soy un animal. Yo no me defino por mi cuerpo, sino por mi alma, que me abre las puertas de un mundo superior.” Al encerrar animales en un zoológico nos estamos diciendo: “Nosotros no somos así, hay un abismo entre ellos y nosotros”. Pero el único abismo que existe son esos barrotes del zoo que nosotros mismos hemos instalado. En una maniobra metafísica extrema, hemos tomado esos barrotes del zoológico con los que forzamos la separación, y hemos llegado a inventarnos otro mundo que sería solo para nosotros. Como ese adolescente que, ante la llegada de un nuevo hermano con el que tendrá que compartir su habitación, se inventa un mundo de fantasía donde nadie podrá robarle el protagonismo. Que el ser humano haya invertido tantas energías en construir otro mundo en su imaginación, en vez de aprender a convivir mejor en éste, demuestra que muy a menudo no hemos estado a la altura de esa racionalidad que la evolución nos regaló.
La obsesión del ser humano por definirse como un alma inmortal atrapada en un cuerpo mortal, que desde Platón ha estructurado buena parte de la historia de la filosofía; la pretensión de separar con bisturí nuestro lado corporal corrupto y ese alma que contiene lo mejor de nosotros, como tanto se esforzó en hacer Descartes; el sueño de que la muerte es el momento en que el alma se desprende del cuerpo como si fuera una cáscara para elevarse a los cielos… son la otra cara de nuestro no querer aceptar que somos animales. Como nuestras semejanzas con los otros animales saltan a la vista, la única forma de defender la radical diferencia entre ellos y nosotros era precisamente afirmando que aquello que nos hace diferentes, el alma, no puede ser percibida.
Afortunadamente, en la tradición religiosa de la que procede el cristianismo hay otras metáforas más interesantes. El Jardín del Edén o el Arca de Noé, a pesar de ser relatos breves y de interpretación difícil, nos hablan de un ser humano que convive con las otras especies y de un Dios que quiere salvarlas.
Nietzsche fue uno de los filósofos que nos abrió los ojos. En el mismo siglo en que Darwin nos reveló nuestros orígenes, y nos mostró que nuestra única familia son los otros animales, Nietzsche nos ayudó a emanciparnos de esa supuesta alma inmortal y ese supuesto cielo eterno que, fingiendo salvarnos, en realidad nos alejan de lo que somos. Nos enseñó a aceptarnos como cuerpos, como seres vivos, como animales. Nos enseñó que nuestro único hogar es la naturaleza.
Nietzsche llevaba un paso más allá las enseñanzas de su maestro Schopenhauer, quien ya había comenzado a romper con la metafísica tradicional, había defendido una mejor relación con los animales, y más aún: nos había mostrado que nuestra concepción del ser humano y la consideración moral de los animales son dos caras de una misma cuestión. Nietzsche, abriendo de par en par las puertas que Schopenhauer había comenzado a entreabrir, nos hizo ver que las preguntas filosóficas y espirituales que nos planteamos no tienen su respuesta en otro mundo, sino en este mundo que es el único que tenemos.
Pero Nietzsche es también interesante por otra razón. Visto el grado de crueldad que millones de animales sufren a causa de los seres humanos, se podría pensar que, para ellos, lo más parecido al paraíso sería que los seres humanos nos marcháramos definitivamente al otro mundo y les dejáramos vivir tranquilos en éste. ¿Podría ser que nuestra única posibilidad de hacer real algo similar al paraíso fuera con nuestra retirada, para que los animales pudieran gozar de él? ¿Somos los seres humanos tan egoístas y crueles que nuestra única forma de contribuir a crear el paraíso fuese con nuestra ausencia?
Como bien saben los lectores de este blog, una vez Nietzsche se abrazó a un caballo que estaba siendo apaleado en las calles de Turín. Fue probablemente un gesto desesperanzado y, por lo que sabemos, no logró salvar al animal. Años después, Walter Benjamin, que tanto admiró a Nietzsche, insistiría en que la esperanza nace, precisamente, en esos gestos desesperanzados e inútiles. En aquel abrazo de nuestro filósofo al caballo que no pudo salvar, encontramos la semilla del único paraíso que merece la pena construir.