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El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

Mario Vargas Llosa y el elogio a la falacia

Jorge Muñoz, alcalde de Lima, en la plaza de toros de Acho, reconvertida durante la pandemia de coronavirus en refugio para personas sin hogar

Laura Favières Català

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El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa publicó recientemente un artículo titulado Los toros y el Perú, en torno a la sentencia en la que el Tribunal Constitucional de Perú ratificaba, aunque dividido, la legalidad de las corridas de toros y las peleas de gallos, al considerarlas tradiciones culturales, y rechazando así una demanda que pedía que fueran declaradas prácticas de maltrato animal.

Tuve que hacer varias paradas técnicas en su lectura porque cada frase me iba aguijoneando más que la anterior. Intentaba pensar en aquello que decía Wilde: “Sé lo suficientemente sensato como para hacer tonterías de cuando en cuando”. Pero no, lo que dice Vargas Llosa no pueden considerarse tonterías, por distintas razones que paso a analizar.

El propio autor hizo en alguna ocasión, apelando al valor de las palabras, una crítica al filósofo Karl Popper: “Los escritores creemos que las palabras lo son todo, la esencia de aquello que queremos. Las palabras no son un mero instrumento, no podemos descuidarlas. La verdad y la mentira dependen de ello”. Debo reconocer que, aunque sea únicamente en esto, el escritor y yo estamos de acuerdo, pues estoy segura de que ese es, precisamente, el reto de las palabras: el de hacer justicia con la realidad y con las cosas. Por eso es imperdonable hablar por hablar, y creo que el Nobel estará también de acuerdo conmigo en que no se trata tanto de buscar una palabra justa como de encontrar justo una palabra. Porque si no es justa, la palabra no merece ese nombre. Si no es justa, la palabra no merece ser dicha.

Mario Vargas Llosa felicita, porque “los honra”, a los miembros del Tribunal Constitucional de Perú y califica de “enemigos de la fiesta”, “fanáticos” y “astutos” a los animalistas que identifican las corridas de toros con las peleas de gallos, calificando de “viveza criolla deshonesta” la actitud de quienes defienden que los actos objeto de controversia en la sentencia del Tribunal Constitucional son manifestaciones de crueldad hacia los animales. Desde la modestia de una ciudadana que lee estas palabras, solo queda plantearse si merecen reprobación las opiniones vertidas en ese texto. Y no me cabe duda, pues lejos de cuestionar a las personas, siempre merecedoras de respeto, las opiniones sí son cuestionables y sí, me parece que el discurso de Vargas Llosa es no solo reprobable sino impropio de un escritor que ha sido galardonado con la mayor distinción que se le puede otorgar a un hombre de letras. Por eso entiendo exigible el mayor de los cuidados a la hora de tocar a ese otro, que somos todos, con la palabra.

El adalid del liberalismo no puede caer en el trazo grueso de decir que “a mí, por ejemplo [qué casualidad], ese espectáculo [las galleras] nunca me interesó, hasta me desagradó por su violencia (...) pero de ahí a prohibirlas hay un paso demasiado largo para mi espíritu democrático y liberal”. Me pregunto, ¿qué es para Vargas Llosa ser demócrata y liberal? Quizá convendría que todos los autodenominados liberales leyeran la crítica feroz que Stuart Mill dedica a quienes, desde un pretendido liberalismo, aspiran a que a través del Estado no se puedan establecer los mecanismos de protección del bienestar animal, incluso contra las fiestas o tradiciones culturales en las que se maltrata a los animales no humanos [véase John Stuart Mills, Principios de Política Económica, Capítulo IX, apartado 7 (1848)]. Recuérdese que en España la tauromaquia no se la debemos a ningún liberal, sino al mismísimo Fernando VII, que nada más llegar al trono abolió las civilizadas pragmáticas de Carlos III y Carlos IV.

Así, el Nobel continúa relatando lo que, al parecer, distingue las galleras de las corridas de toros, que según él es el espectáculo que representa como ningún otro, “con más belleza y agonía, la condición humana”. Desde luego, sobre la condición humana se ha escrito mucho, pero quizá mejor que otros lo hizo una gran filósofa, Hannah Arendt, quien apeló a la conocida banalidad del mal y a los criterios de normalidad para rebatir conductas absolutamente injustificables desde un anhelado progreso moral.

Nos enfrentamos aquí, una vez más, al conflicto inacabable entre la esfera de lo objetivo y de lo subjetivo, entre la pasión y la razón. Pero el error no está en el dilema, sino en el planteamiento que subyace al mismo. ¿Por qué razón algo tan aparentemente notorio -como lo es someter a tortura a un animal, causarle dolor, ensañarse con picas hasta su agonía y muerte sangrienta- pueda quedar excepcionado de la protección general contra el maltrato animal?

La sentencia de la que se vanagloria el escritor se ampara en una fingida razonabilidad y proporcionalidad en la ponderación de un conjunto de criterios que le permitan alcanzar la excepción a la regla general de prohibición de maltrato animal y, así, excluir de la misma las galleras y las corridas de toros. Resulta así innegable que esa pretendida excepcionalidad va a quedar justificada per se, consolidando el claro oxímoron que de la lectura de la propia sentencia se colige: “Ciertamente, las corridas de toros incluyen actos de violencia contra los animales que participan en ellas, y estos sufren un severo daño antes de morir, pues se les clavan lanzas, banderillas y finalmente estoques. A los que sobrevivieron al estoque y se encuentran agonizantes, se les clavan más estoques o dagas hasta que finalmente mueren”.

Y es que la razón es tan simple que basta con dos palabras: “me gustan”. No hace falta más que dos palabras, porque el argumento es tan básico como falaz. En su Tractatus Logico-Philosophicus, Wittgenstein afirmó: “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” (“Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt”). Aquí, el escritor pone la gramática castellana al servicio del ego, ese ego que, mediante criterios estéticos y culturales, se permite disponer sobre derechos ajenos. Ah, pero, ¿acaso estamos hablando derechos?

Añadiría el recurso a la falacia, que, disfrazada bajo el manto de la cultura -autóctona- encubre ese temor a que el Estado intervenga en la sociedad. Pero, ¿qué sucedería si ésta mantuviera la esclavitud debido a criterios ponderables, como los recogidos en la sentencia del Tribunal Constitucional?, ¿qué problema habría? En su momento se negaban los derechos a los esclavos y a las mujeres. El liberalismo funciona por criterios ciegos, individualistas, los valores quedan dispensados en función de otros parámetros.

Sin embargo, no deja de resultar paradójico observar cómo los que defienden sin ambages el neoliberalismo son hoy los primeros en juzgar con dureza y reclamar a los Estados mayor capacidad de acción y adopción de medidas efectivas a la hora de intervenir ante una emergencia sanitaria como la provocada por la COVID-19.

Y es que, mientras el mundo entero se enfrenta a una amenaza global, existencial, sin precedentes, que nos coloca frente a una oportunidad única para mirarnos con humildad y aceptar nuestra radical fragilidad -que debería desembocar en un ensayo de compasión, en una llamada a la solidaridad-, los llamados taurófilos se han convertido en actores de un atmósfera fantasmagórica, que evoca aquellas escenas de White God en las que se muestra como los seres humanos han perdido, precisamente, su humanidad, un episodio que parece una fábula moral con moraleja incluida, pero que ha de verse en clave de estudio no ya político sino psicológico.

En este contexto, justamente, debemos destacar como loable la decisión del alcalde de la ciudad de Lima, que ha convertido la bicentenaria plaza de toros de Acho, una de las más antiguas del mundo, en un albergue de personas sin hogar para protegerlas del nuevo coronavirus, pese a la protesta del gremio taurino. Sobran las palabras para advertir que, ni aun en circunstancias excepcionales, hace aparición la humanidad en ese colectivo. Este lamentable acontecimiento me sirve para recodar aquí el concepto que desarrolló el filósofo camerunés Achille Mbembe, al que denominó 'necropolítica'.

Es la política basada en la idea de que, para algunos, unas vidas tienen valor y otras no. No es tanto matar a los que no sirven al poder, sino dejarlos morir, crear políticas en las que se van muriendo. Su teoría sobre la necropolítica, profundamente inspirada en la obra de Foucault, recuerda a aquello que decía Zygmunt Bauman, cuando aludía a la industria del desecho humano. Suerte que el alcalde de Lima, Jorge Muñoz, ha tenido el rigor y la bonhomía de hacer, ahora sí, una adecuada ponderación de los intereses en conflicto, con la valiente respuesta que ofreció a los medios de comunicación que le preguntaron sobre este extremo. Lo dijo muy claro: “Qué pena que haya gente así, que no priorice la protección de los seres humanos, que no priorice la vida. Esa denuncia contra Jorge Muñoz por proteger a la gente es una denuncia contra toda la sociedad”.

Me parece que hay que hacer en este punto una necesaria pausa. El camino de todo ser humano dotado de razón debe pasar, indefectiblemente, por la búsqueda de un enfoque neutral, a la vez que analítico, que le permita diseccionar los hechos concretos y desvincularlos así de pasiones colectivas, para alcanzar el núcleo esencial del problema que se plantea, ahí está nuestra responsabilidad como seres humanos individuales que somos.

No podemos, pues, acogernos a respuestas como esas y permanecer varados durante años en esa costumbre ancestral de someter a este tipo de calvario a un animal.

No voy a entrar en este artículo en otro tipo de cuestiones, relativas a los daños psicosociales que puede conllevar el exponerse a actos de crueldad que son vistos con esa reticente y reiterada normalidad. Ni tampoco entraré en aspectos relativos a la empatía o a la compasión hacia los animales no humanos, cualidades ambas que pertenecen al ámbito de lo privado, si queremos decirlo así, y, en consecuencia, de lo no exigible. Es más, tampoco entraré en la cuestión moral del respeto que todo ser vivo merece, esta vez sí, exigible desde un punto de vista de la ética pública.

No lo haré porque lo que pretendo es que cada lector asuma una actitud crítica, también Mario Vargas Llosa. Estoy segura de que si alguno de los defensores de estas tradiciones se plantea estas preguntas y se las hace desde un sincero intento de desgranar la verdadera naturaleza del fenómeno que analizamos, no podrá negar que el animal sufre un daño, un daño grave, un daño no necesario, un daño difícilmente discutible, como la propia sentencia reconoce.

El resto de adornos, llámese tradición, diversión o goce estético, escapan a la razón, por cuanto entiendo irrazonable que un acto de crueldad, del tipo que sea, pueda quedar justificado bajo la categoría de ocio, arte o tradición. El negar la solidez de los hechos objetivos encajaría más bien en actitudes propias de posturas negacionistas, más que de un librepensador que se vale de la lógica y la observación para deslindar el hecho objetivo de la idea enraizada o apasionada.

No podemos, por tanto, apelar a criterios de carácter estético o de arraigo popular, como hace el escritor, eso sería tanto como justificar, desde una ilusoria responsabilidad o culpabilidad colectiva, algo tan alejado de poder quedar diluido como lo es la responsabilidad individual.

Creo que las cosas más interesantes de la vida, también las más dolorosas o que exigen un esfuerzo mayor, suceden siempre en los límites, en las fronteras, en las orillas, en las crisis -hoy más que nunca lo estamos viviendo-, comenzando por nuestro propio límite físico, que en su mayor expresión sería la muerte, o por nuestro propio comienzo, el nacimiento, aunque se nos pueden ocurrir muchos más: los límites entre los avances científicos o médicos y la ética, la libertad de expresión y la censura, los límites geográficos, sin ir más lejos las fronteras, las despedidas que nos limitan, que nos separan, desde el lenguaje como límite del propio mundo, como dijimos, hasta el amor, como poder que derriba los muros del cuerpo.

¿Por qué digo todo esto? Porque para hablar de derechos de los animales no humanos se nos está, sobre todo, invitando a traspasar una barrera, la civilizatoria, con todo lo que esto conlleva. ¿Somos capaces de hacer el enorme esfuerzo que eso supone? Esa es la gran pregunta. Porque, ante la pregunta de si los animales no humanos tienen derechos, existe todavía una respuesta basada en una concepción arraigada en argumentos antropocéntricos.

El desafío más grande en nuestro modo de organizar el mundo es, precisamente, regresar al punto de partida, que es la vida, más allá de la especie, y reconocer el derecho en sí mismo, reconociendo la dignidad de todos los animales al igual que reconocemos la dignidad humana, reconociendo que son titulares de derechos. ¿Por qué razón? Porque el primer derecho es el derecho a la vida.

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