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Héroes anónimos S. L.

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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No existe ningún criterio para establecer qué condiciones debe reunir un comportamiento para que, abandonando la normalidad, pase a ser incluido en el listado de hazañas, heroicidades o gestas humanas. Sin embargo, nadie duda de que la llegada del primer hombre a la Luna, la conquista del Polo Sur, el descubrimiento de América o la primera vuelta al mundo, por poner algunos ejemplos, merezcan semejante consideración.

Dentro del catálogo de héroes modernos, Heinrich Harrer (Hüttenberg, 1912 – Friesach, 2006) suele figurar en uno de los puestos de cabeza. Dejando a un lado su militancia en el Partido Nacionalsocialista alemán, sus biógrafos insisten en que formó parte de la cordada que ascendió por vez primera la Norwand, la cara norte del Eiger, y en que residió durante varios años en Lhasa tras escapar de un campo de internamiento británico y atravesar más de 2.000 kilómetros de meseta tibetana en compañía de su amigo Peter Aufschnaiter.

Las reflexiones anteriores vienen a cuento porque por aquellas mismas fechas existió un norteamericano llamado Frank Bessac (Lodi, 1922 – Missoula, 2010) cuyos logros, a pesar de ser equiparables a los del aventurero austriaco, apenas suscitaron la atención de los medios de comunicación y no fueron merecedores de ningún honor o reconocimiento público. Ésta es su historia.

Todo comenzó en 1941, inmediatamente después del bombardeo de Pearl Harbour, cuando el jovencísimo Frank decidió alistarse en las filas del ejército de su país. Tras un período de formación que incluyó una estancia de un año en la Universidad de Cornell con el fin de aprender chino, en 1945 fue movilizado y enviado a Pekín en calidad de miembro de la Oficina de Estudios Estratégicos, la agencia de inteligencia de la que más tarde surgió la C.I.A. Sin embargo, este cometido no se prolongó más allá de marzo de 1946, fecha en la que fue licenciado. Es entonces cuando decidió dirigirse al interior del país y participar en un programa de reparto de alimentos financiado por el Departamento de Estado. Después de numerosas vicisitudes y de obtener una beca Fulbright para profundizar en el conocimiento de la cultura mongola, en la primavera del 49, fijó su residencia en Tzehu, una ciudadela perteneciente a la región de Alashan (Mongolia Interior). La inminencia de un conflicto armado entre las tropas nacionalistas de Chiang Kai-shek y las comunistas de Mao Zedong puso fin a su brevísima estancia, forzó su huida hacia el oeste y el inicio de una odisea llena de vicisitudes que acabaría en Kalimpong un año después.

La primera etapa de este periplo de varios miles de kilómetros condujo a Bessac hasta Urumchi, capital de Xinjiang, que alcanzó en septiembre del año que acabamos de mencionar. Una vez aquí, entró en contacto con el único miembro de la delegación estadounidense que permanecía en su puesto, el vicecónsul Douglas S. Mackiernan, y ambos decidieron aguardar acontecimientos. La formación de un gobierno provisional presidido por comunistas hizo que no se lo pensaran dos veces y el día 27, decidieron escapar en dirección al Tíbet no sin antes destruir documentos comprometedores y recoger a un grupo formado por tres rusos blancos (Vasili Zvansov, Stepan Yanuishkin y Leonid Shutov).

Primero en jeep y luego a lomos de caballo, viajando de noche y descansando de día, su huida contó con la inestimable ayuda de varios kazakh que no contentos con guiarles a través del desierto de Taklamakan hasta Barkol, les buscaron acomodo en un campamento invernal situado en Timerlik Bulak, al pie de las montañas Kunlun. Allí residieron desde el 29 de noviembre del 49 hasta el 15 de marzo del 50. Cumplido ese plazo, retomaron la marcha con el propósito de llegar a Lhasa. Siguieron seis semanas de ordalía atravesando la meseta de Chang Tang a lomos de camellos bactrianos durante las cuales no vieron a un solo ser humano. En ese tiempo padecieron hambre, frío, hipoxia, escasez de combustible, síntomas de escorbuto y un viento huracanado que se levantaba al amanecer y no cesaba de aullar y perturbar a hombres y monturas hasta la puesta de sol.

Así llegamos al 29 de abril. Tras avistar, en las inmediaciones de Shegar Hunglung, al primer grupo de nómadas tibetanos, los expedicionarios pensaron que sus penalidades habían finalizado. Nada más lejos de la realidad. Al ser confundidos con bandidos, los guardias encargados de custodiar la frontera los recibieron con una salva de disparos que causaron la muerte de Mackiernan, Yanuishkin y Shutov. Los supervivientes, Bessac y Zvansov, fueron conducidos hasta Lhasa adonde llegaron el 11 de junio. Después de recibir las correspondientes disculpas y de ser testigos del castigo impuesto a los responsables del incidente, ambos continuaron viaje hasta la frontera India que alcanzaron el 21 de agosto de 1950. Curiosamente, Harrer y Bessac tuvieron ocasión de conocerse durante la estancia de este último en Lhasa. La prueba de este encuentro la hallamos en las ocho ocasiones en las que Harrer cita a su rival en Siete años en el Tíbet.

La aventura de Frank Bessac no mereció mucha más atención. La publicación de un reportaje en la revista Life (13 – XI – 50) fue seguida por medio siglo de silencio. Un silencio que sólo fue roto cuando en 2006 se animó a publicar una crónica en la que recoge las peripecias que vivió durante el viaje: Death on the Chang Tang: Tibet, 1950. Mientras unos tienen la fama, otros cardan la lana.

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