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Las dos caras del Pirineo

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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El pasado 11 de enero, el Heraldo de Aragón publicó en sus páginas de opinión un artículo titulado “La Canal Roya” en el que su autor, el catedrático emérito Eduardo Martínez de Pisón, criticaba la inminente aprobación de un proyecto destinado a conectar las estaciones de esquí de Astún y Formigal a través de ese valle pirenaico. El texto contenía un largo párrafo en el que el geógrafo realizaba las siguientes afirmaciones: “De modo que hay dos modelos de actuación contrapuestos en la actuación en buena parte del espacio pirenaico. Uno, el vigente (…) es el de explotación como mero recurso especulativo, sin contemplaciones. Otro, el deseable pero no visible en casos como el de la Canal Roya, es el de atención, respeto y conservación, por sus altos e indispensables valores naturales y por su muy elevada capacidad educativa”.

Si ampliamos el marco de referencia y nos olvidamos por un momento de la amenaza que se cierne sobre ese rincón virgen del Pirineo aragonés, resulta que ese fragmento describe a la perfección los dos enfoques, actitudes o lógicas que, a lo largo de los 250 últimos años, se han producido a uno y otro lado de esta cadena montañosa. Los modelos de actuación a los que se refiere Martínez de Pisón reproducen o ilustran con bastante exactitud las dos estrategias de desarrollo económico, político, social y cultural que los estados español y francés han implantado en los territorios pirenaicos dependientes de su administración.

Antes de comenzar a desarrollar esta idea, nos gustaría tener la precaución de señalar que las incursiones realizadas en el Pirineo francés no han sido ni tan numerosas, ni tan prolongadas como las efectuadas en el español y que tal vez corramos es riesgo de idealizar en exceso todo lo que sucede al otro lado de la frontera. Sin embargo, y a pesar de ello, no podemos evitar tener la sensación de que las actuaciones que se realizan o la percepción que se tiene de los Pirineos a este lado de la frontera no se parece en nada a la que poseen nuestros vecinos.

Los franceses descubren esta cordillera durante la segunda mitad del siglo XVIII, inmediatamente después de hacer lo propio con los Alpes. A partir de ese momento y durante dos siglos, la vertiente norte es visitada por sucesivas oleadas de intelectuales, artistas plásticos, investigadores, hombres de letras y montañeros. La primera de estas incursiones no la protagonizan los deportistas sino un naturalista bearnés nacido en Oloron llamado Pierre Palassou (1745 – 1830). Su ejemplo es seguido por J. F. Boudon de Saint-Amans (1748 – 1831) y otro experto en geología y botánica que, previamente, había visitado los Alpes, Louis Ramond de Carbonnières (1755 – 1827). Entrado el siglo XIX, sus publicaciones alimentan el interés por estas montañas y atraen la atención de más de una decena de emuladores deseosos de recoger in situ datos e informaciones adicionales. Entre todos ellos destacan J. Charpentier, E. Cordier, G. Sand, V. Hugo, A. B. Franqueville o Élisée Reclus. Los montañeros como Schrader, Saint Saud, Wallon, Rusell o Briet hacen su aparición más tarde y sus ascensiones marcan el fin de esta etapa de investigación y descubrimientos. En este proceso, los Pirineos logran, por decirlo de algún modo, trascender su naturaleza física para convertirse en un icono, en una construcción cultural en la que Romanticismo e Ilustración se dan la mano. La sociedad francesa admira, protege y respeta su mitad porque las obras creadas por los intelectuales de hace 100 o más años se han ido sedimentando en el inconsciente colectivo hasta formar un estrato denso, profundo y sólido, un imaginario o una narrativa presidida por el conocimiento, la admiración y la mesura a las que Martínez de Pisón aludía en su artículo. ¿Qué tenemos en nuestra propia mitad?

Los españoles descubrimos los Pirineos tarde y mal, de la mano de alguno de los franceses que acabamos de citar (Rusell, Briet o Schrader), de un alemán apellidado Krüger y de un grupo de catalanes presidido por Ramon Violant i Simorra. El interés demostrado durante los siglos XVIII y XIX por la mayor parte de nuestros hombres de letras fue nulo. Para que nos hagamos una idea de cuál era nuestra actitud al respecto, basta citar la frase que Richard Ford dedica al Pirineo aragonés en Viajes por España: “A ningún español se le ocurre jamás venir a estos lugares en busca de placer, de donde que estas localidades hayan sido abandonadas al contrabandismo y la cabra montés”. Y claro, de aquellos polvos estos lodos… Nosotros también hemos elaborado una narrativa propia en torno a la parte que nos toca de estas montañas, pero esa construcción, además de ser reduccionista, no ha estado determinada por valores culturales sino por valores de índole mercantil o economicista. Nuestra prioridad, o la de las administraciones responsables, nunca ha sido la de proteger, preservar y defender sino la de explotar, facturar y especular. Esta estrategia productivista ha convertido el territorio pirenaico en un parque temático para urbanitas, un reservorio de recursos hídricos y forestales, un paraíso inmobiliario y un desierto humano en el que decenas y decenas de aldeas deshabitadas coexisten con megaestaciones de esquí, centros vacacionales, complejos y resorts turísticos, embalses, campos de golf e instalaciones eólicas. Lamentablemente, no se percibe ningún cambio de rumbo. Los gobiernos autonómicos siguen aplicando las mismas recetas o, incluso, redoblando su apuesta a través de nuevos proyectos como la candidatura para las olimpiadas de invierno 2030 o la ampliación de algunas estaciones de esquí. Pan para hoy y hambre para el día en el que el cambio climático vacíe de nieve las cumbres y de gente las urbanizaciones.

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