El apremio
En las gargantas que rodean el valle del Myagdi Khola, en el corazón del Himalaya nepalí, el tiempo parece haberse detenido hace ya unos cuantos siglos. Durante ocho días hemos caminado por cañones estrechos y sendas poco definidas, preguntando a los pocos lugareños presentes por nuestro rumbo, inseguros cual caminantes novatos. Poco a poco nos hemos despegado de nuestro sopor urbano, de nuestra civilizada torpeza, de nuestras dudas. Lo cierto es que esta marcha de aproximación que acabamos de finalizar es la misma de siempre. Desde un lugar llamado Beni comenzamos nuestro peculiar peregrinaje. En numerosas ocasiones el camino no permite errores, y un simple tropezón sería sin duda el último. En los dos pasajes más complicados han sido necesarias las cuerdas fijas, para mayor seguridad de nuestros cuarenta porteadores. Ahora comprendemos por qué este valle nunca estará masificado. Pero ya no miramos atrás. El Dhaulagiri se levanta 3.500 metros por encima de nuestro pequeño y modesto campo base, apenas una decena de tiendas de campaña colocadas precariamente sobre la morrena glaciar, entre piedras y a una altitud muy tolerable, 4.650 metros de altura. Los porteadores nos abandonaron sin misericordia todavía a una buena distancia del campo base, y los primeros días los hemos pasado haciendo viajes glaciar abajo, con la sana intención de recuperar al menos nuestro material personal. Ahora se han quedado trabajando seis amigos nepalíes, que tendrán que hacer turnos a destajo para traer todo lo que nos falta. Somos siete escaladores, aunque antes que nosotros han llegado una buena cuadrilla de italianos, un par de catalanes y alguno más. En total, de momento sólo estamos 18 escaladores. Nadie posee una sola botella de oxígeno artificial, ni emplea los servicios de porteadores de altura, los conocidos sherpas, lo cual hace que nuestra relación con la montaña esté despojada de trucos que sólo ocultan la propia incapacidad de medirse con la montaña en una cierta igualdad de condiciones. Mientras asciendo por primera vez al campamento 1, me concentro en el ruido que mis crampones hacen al pisar la nieve dura. Las condiciones parecen muy buenas. Jorge y yo recorremos en apenas dos horas y media el camino hasta el collado noroeste, y después aún ascendemos hasta los 5.900 metros, donde plantamos una pequeña tienda. Aunque me siento particularmente bien, he sufrido para aguantar el ritmo de este asturiano inhumanamente fuerte, que se ha convertido en poco tiempo en mi compañero de cordada ideal. Un rato después llega también el resto. Aquí nada me inquieta, nada me incomoda, nada me hace perder la fe o los nervios, bien al contrario que de vuelta en casa, en nuestro confortable y seguro mundo. Sonrío para mis adentros cuando me acuerdo del par de multas que me han sacudido este pasado invierno. Una por lo de la zona azul y el coche, y la otra por ir corriendo con mi perro por un parque, sin correa ni el can ni yo. Justo antes de partir, alguien del área de protección ciudadana (¿?) se puso en contacto conmigo por carta., indicándome que, si no pago, ellos se ocuparán del tema “por el procedimiento de apremio”. Miro al hermoso Dhaulagiri, y al otro lado del valle al Annapurna, y pienso que a alguien que se dispone a intentar escalar estas dos montañas no se le puede apremiar. Y después sigo sonriendo, claro.
Columna publicada en el número 39 de Campobase (Mayo 2007).