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El último vivac

Iñaki Ochoa de Olza

En la página web de mi proyecto de terminar los catorce ochomiles antes de que ellos lo hagan conmigo (www.navarra8000.com), existe una sección llamada “chat”, en la que cualquiera que se lo proponga puede preguntarme lo que sea, por las buenas o a traición, a bocajarro o dulcemente. Y así yo, desde el Campo Base de cualquier-sitio-bien-alto respondo a lo que sea, a ser posible con la mayor presteza. Sólo rehusé en una ocasión responder una pregunta, de alguien que firmaba con nombre de chica y me preguntaba por qué “cambias tan a menudo de novia”. Así me gusta, mujer, diplomática y sutil. No te voy a responder tampoco hoy, pero al menos te voy a contar una historia. Para matar el nervio, no por lavar trapos sucios, no.

Ella tenía pasaporte suizo, los cabellos rubios, y los ojos de un azul tan profundo y tan intenso que casi parecía triste, de una melancolía y una belleza a duras penas matizada por esa luz que no cesa de partirte el alma a navajazos una vez que alcanzas la parte superior del Baltoro, en Pakistán. Allí nos conocimos y allí nos enamoramos, se lo juro señor juez. Y no sé ya cuanto hacía, por lo menos... Me dijo que yo era el hombre de su vida y yo no me lo creí del todo, porque ya soy demasiado perro como para eso. Pero me regaló un bonito anillo que yo lucía con el orgullo de quién no tiene nada que perder. Pronto me fui a vivir a su casa, y no tardaron las cosas en torcerse. En cuanto mencionaba mis anhelos de Himalaya, pronto estábamos envueltos en otra discusión. Con el tiempo, no mucho, descubrí que nuestra belleza como pareja parecía acabarse en cuanto sacabas el piolet y rascabas un poco. Éramos superficiales, acomplejados, manipuladores y, como decimos en el norte, “sin sustancia”. Quizás es bien cierto que uno acaba siendo igual a aquello a lo que se opone, igual que aquél con quién uno se pelea.

Pronto comenzó el juego del tira y afloja. Ese juego en el que nadie afloja y todos tiran, y no importa cuantos kilos aguante la cuerda, al final ésta salta hecha añicos.

“Cuando te retires de los ochomiles, podríamos tener una casita en las montañas”. “Al final, siempre podrás hacer un trekking o una pequeña expedición al año”. Me lo decía con dulzura y la mejor intención. En mi infinita estupidez, me até bien fuerte las zapatillas y salí corriendo. El último vivac lo piqué en el aeropuerto de Zurich la noche de reyes, tumbadito en un sofá. Sólo estábamos un tipo con turbante, otro con pinta de exiliado albano-kosovar y yo. Los suizos serán lo que ustedes quieran, desde luego, pero lo que no son es gilipollas. A las doce de la noche desenchufan la calefacción, que gasta, y una rasca difícil de describir con meras palabras comienza a recorrer las instalaciones. En la norte del Kanchenjunga he pasado bastante menos frío. El albano-kosovar resultó ser rumano. El del turbante sólo miraba, con ojos de hambre.

Así que, amiga del “chat”, hagámosle un monumento al cinismo nihilista y digamos que no soy yo el que cambia a menudo de novia. Son ellas las que me cambian a mí. Mi chica suiza debiera quizás haber estudiado sánscrito, y haber aprendido el viejo proverbio que reza “ni cien edades de los dioses serían suficientes para describir las bellezas de los Himalayas”. Pero, aún y todo, la echo de menos cada noche, a mi lado. Y que le den por culo al sánscrito.

Columna publicada en el número 27 de Campobase (Mayo 2006).

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