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Beatos y beodos

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Si a un ateo o a un islamista se le hubiera ocurrido decir en público que “la curia es la peste del Vaticano” o que “la corte del papa es la lepra del pasado”, muchos católicos lo habrían tildado de loco, de necio o de malvado. Algunos incluso habrían montado una campaña para crucificarlo o ponerlo en la picota.

Sin embargo, como el que se ha atrevido a pronunciar esas frases es el propio papa Francisco, los católicos más acólitos se la han tenido que enfundar por obediencia debida. Es inaudito, claramente revolucionario, opinar de esta forma en el seno de una institución doblemente milenaria y tan conservadora, incluso reaccionaria, sobre todo cuando se hace desde su misma cúspide.

Es verdad que en sus orígenes no lo fue. De hecho a Jesucristo se le calificó de revolucionario en su época, casi igual que ocurre con el papa argentino. Resulta divertido ver ahora cómo los dirigentes más carcamales de la Iglesia española, empezando por Rouco Varela, se muestran obedientes y solícitos con el mensaje nuevo del papa, aunque lo hagan a regañadientes y se les note en el rostro la desaprobación que tratan de disimular hipócritamente con sus palabras.

Ahora tienen que tragarse el discurso que han proclamado en las últimas décadas porque su nuevo jefe les ha roto los esquemas. Francisco, que asegura que nunca ha sido de derechas ni boxeador, está noqueando a sus subordinados más seniles y anticuados a diestro y siniestro.

Porque una cosa es ser beato y otra estar beodo. No hay peor ciego que el que no quiere ver que los tiempos están cambiando.

Si a un ateo o a un islamista se le hubiera ocurrido decir en público que “la curia es la peste del Vaticano” o que “la corte del papa es la lepra del pasado”, muchos católicos lo habrían tildado de loco, de necio o de malvado. Algunos incluso habrían montado una campaña para crucificarlo o ponerlo en la picota.

Sin embargo, como el que se ha atrevido a pronunciar esas frases es el propio papa Francisco, los católicos más acólitos se la han tenido que enfundar por obediencia debida. Es inaudito, claramente revolucionario, opinar de esta forma en el seno de una institución doblemente milenaria y tan conservadora, incluso reaccionaria, sobre todo cuando se hace desde su misma cúspide.