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De la difamación, el linchamiento y otros recursos

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¿Alguien se acuerda de Demetrio Madrid, presidente socialista de Castilla y León entre 1983 y 1986? José María Aznar seguro que sí, el comportamiento del que luego llegaría a ser presidente del Gobierno español fue deleznable y anunciaba, de alguna manera, sus valores, a lo que era capaz de llegar.

¿Tienen en su memoria el más reciente linchamiento a Mónica Oltra, que le hizo abandonar la política en medio de acusaciones terribles programadas y amplificadas por medios y periodistas ultra? 

¿Recuerdan, aquí en Canarias, el intento de eliminar de la actividad política a Victoria Rosell, que dejó su escaño en el Congreso por una denuncia que le interpuso el exministro Soria, posteriormente archivada?

Y más atrás en el tiempo, ¿se acuerdan de los imputados en el caso ICFEM condenados mediáticamente durante casi quince años de portadas periodísticas?

¿Y del padecimiento sufrido por el urbanista Carmelo Padrón en un proceso que duró más de diez años?

Todos tienen en común que fueron finalmente declarados inocentes o sus casos archivados, tras joderles suficientemente la vida.

Hay unos cuantos casos más en las Islas en las que tras centenares de portadas y páginas interiores acusatorias, de horas en radio y televisión señalados como algo más que presuntos culpables, tras quedar completamente exonerados merecieron, qué suerte, un rincón en la página 30, por debajo y a una columna, y 15 segundos en medio de los informativos; o ni eso. Y, también, linchamientos mediáticos sin proceso judicial alguno.

Evocándolo me parece todo completamente inadmisible. No vale enfangar, difamar y linchar para obtener un objetivo político, para alcanzar una ventaja electoral. Lo haga quien lo haga, derechas o izquierdas. 

Ideas

La actividad política debe ser otra cosa. Defensa apasionada y respetuosa de ideas y proyectos. Y contraste de estas con los otros y las otras que plantean propuestas diferentes. Y que las urnas sean las que decidan. Lo otro, el estercolero, la bronca constante, solo alimenta la anti política y, en consecuencia, abre puertas al autoritarismo y a los líderes mesiánicos. 

Lo que hoy existe, esa agresividad y crispación permanente, ese imperio del insulto y de la cloaca, esa incapacidad para defenderse de quienes saben que no han cometido irregularidad alguna… hace que muchas personas rechacen incorporarse a los partidos o a las instituciones, sabedores del enorme coste personal y familiar que puede representarles. 

Vistos, además, los numerosos precedentes de los últimos años: operación Cataluña, informe PISA contra Podemos -igual que el caso Neurona o el muy imaginativo y chiripitifláutico caso niñera-, reiteración permanente de que este es un Gobierno ilegítimo, deshumanización del adversario político… es para sentirse profundamente preocupados.

Más tarde, años después, todo puede quedar en la definitiva absolución de los imputados, pero el trabajo de demolición y escarnio está hecho: el inmenso daño personal causado. Y, también, la paralela desarticulación de gobiernos progresistas, como sucedió en el caso del Botànic en la Comunidad de Valencia. O en Portugal, con el Gobierno socialista de Antonio Costa.

No cuesta mucho darse cuenta de que hay una alianza entre la extrema derecha y cercanías con una infantería mediática sin escrúpulos y algunos jueces dispuestos a todo. 

Trumpismo

Nos encontramos inmersos en un marco, como destacaba Bernardo Bayona, en el que cada vez “resulta más difícil distinguir entre la información y las fake news o noticias falsas y falsificaciones, que son difundidas principalmente en las redes sociales con el fin deliberado de desinformar, desenfocar la atención, excitar las emociones y polarizar la sociedad”.

La derecha trumpista en sus variadas versiones no tiene límites ni freno, como vimos con Jair Bolsonaro o el propio Donald Trump en sus respectivas resistencias a aceptar el resultado de las elecciones, bordeando el golpe de estado. Creen que el poder les pertenece en exclusiva y consideran usurpadores (así consideran muchos a Pedro Sánchez) a sus adversarios cuando llegan al Gobierno. 

Como bien dice Santiago Alba Rico, se trata de tomar conciencia “del lugar irrespirable en el que vivimos desde hace tiempo: un lugar en el que derrocar a un presidente legítimo mediante bulos venenosos, acosos mediáticos, insultos bellacos y amaños judiciales es el plan de algunos partidos y el deseo, por desgracia, de muchos ciudadanos”. 

Más allá de lo correcto o no de la decisión de Sánchez, de su mayor o menor personalismo, de su tendencia a las jugadas arriesgadas, resulta imprescindible debatir y poner en primer plano estos asuntos. Y rechazar, con la mayor firmeza democrática, una forma de hacer política basada en el odio, la difamación y el linchamiento que nos lleva indefectiblemente al abismo.

Algo se mueve en una línea muy peligrosa. Y no, no vale mirar para otro lado.

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