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María Antonieta, Nerón, el Arcediano de Écija y un ‘señor’ de Valencia

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-Majestad. El pueblo no tiene pan. -¡Pues que coman pasteles!

El bulo como arma de presión política no es algo nuevo, ni mucho menos. Tampoco se puede decir que el efecto amplificador de las redes sociales sea fundamental para que un alto porcentaje de la población se crea un mensaje por muy absurdo o inverosímil que sea. ¡Qué va! La cosa viene de muy atrás y es una herramienta de dirección de la conducta de la ‘masa’ desde que los más listos y sinvergüenzas de la tribu se pusieron al lío para crear este monstruo (necesario creo, por cierto) llamado Estado. La célebre frase de los pasteles, pronunciada casi tres décadas antes por una noble de mucho menos alcurnia que María Antonieta, corrió como un reguero de pólvora por las calles de un París asolado por la pobreza desde la llamada Guerra de la Harina (1775), una serie de revueltas populares que se extendieron por toda Francia después de que dos años de pésimas cosechas provocara un aumento del precio del pan. Mal clima, inflación, descontento… ¿Les suena? Volvamos a los pasteles. La reina niña ya había sido la protagonista de otro bulo exitoso que la incluía en un fraude de compra venta de joyas. Aquel primer escándalo la identificó, ante la opinión pública, como derrochadora, ladrona y avariciosa. El segundo sería una de las chispas detonantes de los sucesos del 14 de julio de 1789. Y lo que sigue es historia. María Antonieta con el pelo cortado al ras de los hombros y toda la movida esa de la Liberté, la Egalité y la Fraternité (fundamentalmente libre mercado no se vayan ustedes a creer el resto del cuento).

Bulos, desinformación, bajos instintos, asalto al poder, élites en apuros o nuevas élites que quieren ocupar el espacio de las anteriores. Nada es nuevo. En el año 64 (un 18 de julio manda huevos como diría aquel) un incendio descontrolado que se originó cerca del Circo Máximo (donde se amontonaban tiendas y almacenes de aceite) se convirtió en una catástrofe que destruyó media Roma. Aún con las vigas de las ‘domus’ humeando se corrió la voz de que el emperador Nerón había provocado el fuego. ¡Y es más! Que cantaba y tocaba la lira mientras Roma ardía. El bulo, difundido por algunos senadores nostálgicos de sus privilegios patricios, tardó apenas unas horas en alcanzar todos los rincones de Roma y semanas en viajar hasta el último rincón del imperio. Y no había Twitter. No importó que Nerón hubiera estado en la ciudad de Anzio aquella noche; tampoco que regresó a Roma nada más conocer la noticia; mucho menos que abrió los palacios para albergar a los damnificados o que, de su propio bolsillo, financiara la reconstrucción de la ciudad e implementara medidas urbanísticas que aún hoy se utilizan para evitar otros incendios. Para el común, Nerón no sólo había quemado Roma. También cantaba y tocaba la lira mientras todo se iba al guano. ¿Y qué hizo Nerón a parte de aprovechar el solar para hacerse un chaletazo nuevo? Contrarrestar a lo bestia aprovechando el crecimiento de una pequeña secta religiosa llegada desde PALESTINA. –Fueron los cristianos, dijo. Y ahí se formó otro lío con circos, leones, crucifixiones en masa y mártires para parar un tren… Bulo contra bulo. Con un par!!!!

Tampoco había redes sociales en 1391. El siglo XIV en Europa fue un desastre. La peste y la famosa Guerra de los Cien Años habían mandado a casi un tercio de la población del continente a la tumba y había un clima de pesimismo generalizado. Muchos aseguraban que se acercaba el fin del mundo y que Dios estaba castigando a su pueblo por sus pecados. Nada de las ambiciones de las grandes casas nobiliarias; nada de la miseria provocada por los de siempre; nada sobre las funestas consecuencias de ser más guarros que la Totos y tirar la mierda por la ventana. Aquella calamidad tenía que ser un castigo divino. ¡Eureka! Culpemos a los judíos. Ferrán Martínez, arcediano de Écija, era un furibundo antisemita que aprovechó un vacío de poder en la Archidiócesis de Sevilla para hacerse con los mandos e incendiar a la gente con sermones dirigidos contra los judíos y judías: que si envenenaban los pozos; que si orinaban en pan consagrado, que si secuestraban pequeños niños para crucificarlos… El resultado fue una cadena de motines populares en toda la Península dirigidos contra las comunidades judías. En apenas unos meses (entre abril y agosto) ‘ardieron’ las juderías de Sevilla, Córdoba, Jaén, Úbeda, Baeza, Toledo, Burgos, Valencia, Lérida, Barcelona… Ojo, no había Twitter. Dicen que murieron unas 4.000 personas.

Y podríamos seguir y seguir… Desde las mentiras del nazismo a las barbaridades que se vierten cada día para tapar el genocidio en PALESTINA. Grandes bulos para desestabilizar países enteros y controlar grandes trozos del pastel de la economía global. Bulos de andar por casa que mal sirven para intentar tapar que un señor con menos luces que una carretilla de mano pero aupado al cargo de presidente autonómico por toreros estaba de chupitos con los colegas mientras caía la del pulpo y la gente moría sorprendida por aludes de agua y fango. Bulos al fin y al cabo. Y ojo, todos hemos sido responsables alguna vez de difundirlos. Es lo que pasa cuando las cosas se polarizan hasta el extremo de la tripa y el debate se convierte en una lucha a dentelladas de ratas que pugnan por trozos de carne podrida en un vertedero. También hay que señalar que hay ratas y ratas; y que a veces las ratas más gordas, corruptas y miserables arrastran a los demás al fango para que, simplemente, la racionalidad y la claridad desaparezcan del debate público. Ratas que nos obligan a convertirnos en ratas. Con perdón de las ratas.

El bulo y el engaño es, desde siempre, una de las tácticas más socorridas en el arte de la comunicación política. Lo de hoy no es nuevo. Es más viejo que la injusticia. Eso sí, las redes sociales (con la dictadura ultraconservadora del algoritmo) y los pseudomedios regados con dinero público (alguien alguna vez tendrá que explicarme por qué a los liberales les gusta tanto la plata de ese Estado al que odian) han amplificado el bulo y lo han aupado al estatus de género informativo dominante. ¿Qué podemos esperar cuando se aúpa al estatus de analista político a un personaje que graba cuando tira de la cisterna para ver si capta alguna psicofonía de esas? Los ingredientes de esta desinformación siempre han estado ahí y son los mismos a lo largo de la historia: unas élites que se enganchan como garrapatas a sus privilegios; una crisis de sistema que amenaza esos privilegios; unos voceros a sueldo sin escrúpulos ni vergüenza y, sobre todo, una masa de imbéciles que se creen cualquier cosa. Chacho, chacho, chacho…

¡Lean Carajo! Como diría el gran Alexis Ravelo (te extraño querido). El papel de la opinión pública manipulada y la desinformación es una de las claves de ‘La rebelión de las masas’, la gran obra del filósofo Ortega y Gasset. El libro no es fácil de leer, pero merece mucho la pena ya que sirve para explicar el auge de los totalitarismos en el periodo de Entreguerras. Otro libro que aborda este tema pero desde una óptica más literaria, alegórica y humanista es ‘Ciudadela’, obra póstuma de Antoine de Saint-Exúpery, el autor de ‘El Principito’. Este libro es una parábola que aborda la deshumanización de la gente y el calado de los discursos totalitarios. Es una maravilla. Una novela que narra muy bien los hechos del progromo anti judío de 1391 en Barcelona es ‘La catedral del Mar’, de Ildefonso Falcones. En este libro también se habla en profundidad de los llamados malos usos (ius maletractandi), los derechos adquiridos por las élites feudales que permitían maltratar, robar y matar a los siervos de manera impune. Privilegios. La cosa va siempre de privilegios.  

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