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Los patriotas

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No son ni de izquierdas ni de derechas. Son personas bien, como como-Dios-manda, como hay que ser. Y no porque hayan sido bendecidos y bendecidas de nacimiento con una buena posición o incluso apellidos de larga tradición y abolengo rancio dejan de tener hábitos sencillos y humildad en el trato. De hecho, tutean a sus chóferes, porteros y asistentas, les preguntan por la familia, nunca olvidan el consabido aguinaldo y hasta, de vez en cuando, les hacen pequeños regalos, porque tirar ropa es un pecado. Pero ese interés por el prójimo no se queda en los contactos más inmediatos: siempre hay una mesa tras la que postular, niños en Somalia o la India, mujeres en Bangladesh, misiones en Bolivia o aquí mismo, chiquillos de esos con enfermedades raras, a quienes pueden regalarle su compasión, su caridad cristiana. Ahora se dice solidaridad, igual que a los inválidos se les llama personas con discapacidad y a los pobres, personas sin recursos. Pero en realidad el mundo no ha cambiado tanto, y todas esas cosas son lo que son: causas sin rostro a las que uno puede abrazarse para calmar su conciencia, porque no es necesario tenerlas cerca ni olerlas para darles aquello que necesitan.

En realidad, los patriotas no se meten con nadie y no tienen la culpa de ser personas con ciertos privilegios. Lo que tienen, se lo han ganado trabajando. O manejando bien sus contactos (hay que tener amigos hasta en el infierno; sobre todo en el infierno). O lo ganaron sus padres o sus abuelos, que es lo mismo. Podrían tener más, incluso, si quisieran y si alguien pusiera-las-cosas-en-su-sitio. Y, sin embargo, no son tan ambiciosos: se conforman con vivir en paz.

Los patriotas no tienen la culpa de tener dinero. Y, por supuesto, no tienen la culpa de la mala cabeza de los demás, que vivieron por encima de sus posibilidades y quisieron vivir como ricos cuando no lo eran.

Los patriotas saben en realidad lo que hay que hacer: una buena tabula rasa, un gobierno firme que arregle todo lo que estropearon los anteriores, que eche del país a todos esos sudacas y moros y negros que, sí, vinieron bien cuando hacía falta mano de obra, pero que ahora sobran y no pueden pretender vivir como si fueran españoles. Y cambiar los contratos, porque las cosas han cambiado mucho y eso de los contratos indefinidos y los salarios mínimos interprofesionales y los convenios colectivos son cosas que nos colaron los sindicatos en la época de las vacas gordas. Y ahora las vacas son flacas, flaquísimas. A los que están viviendo del paro, ponerlos a cavar, todo el día, para que se demuestre que, efectivamente, están en paro y no haciendo otra actividad. Porque no puede ser que estén cobrando del Estado y luego haciendo chapucillas por ahí. ¡Ese!, ese es uno de los grandes problemas de este país: la economía sumergida. Eso y los funcionarios, que no dan un palo al agua y viven como marajás de los impuestos de los demás.

Los patriotas, si pudieran, hablarían claro: no todo el que llega a este país tiene derecho a médico gratis, no todo el mundo puede vivir de la sopa boba. Y no todo el mundo puede tener una carrera y un doctorado y un master, qué caray.

Pero no pueden hablar claro. Así que se limitan a esperar, a ver qué pasa. Y lo que pase lo verán como quien ve una película, porque no les afectará, al menos directamente. Y es que los patriotas son muy patriotas, pero no son tontos y hace ya mucho que pusieron a buen recaudo sus ahorros en Suiza, en Isla de Man o en Luxemburgo. El único inconveniente es que a veces, cuando se necesita cash con urgencia, no se dispone del dinero inmediatamente. Aunque tampoco eso es un gran problema: siempre hay algún contacto que te proporciona liquidez, a cambio de una pequeña comisión.

No son ni de izquierdas ni de derechas. Son personas bien, como como-Dios-manda, como hay que ser. Y no porque hayan sido bendecidos y bendecidas de nacimiento con una buena posición o incluso apellidos de larga tradición y abolengo rancio dejan de tener hábitos sencillos y humildad en el trato. De hecho, tutean a sus chóferes, porteros y asistentas, les preguntan por la familia, nunca olvidan el consabido aguinaldo y hasta, de vez en cuando, les hacen pequeños regalos, porque tirar ropa es un pecado. Pero ese interés por el prójimo no se queda en los contactos más inmediatos: siempre hay una mesa tras la que postular, niños en Somalia o la India, mujeres en Bangladesh, misiones en Bolivia o aquí mismo, chiquillos de esos con enfermedades raras, a quienes pueden regalarle su compasión, su caridad cristiana. Ahora se dice solidaridad, igual que a los inválidos se les llama personas con discapacidad y a los pobres, personas sin recursos. Pero en realidad el mundo no ha cambiado tanto, y todas esas cosas son lo que son: causas sin rostro a las que uno puede abrazarse para calmar su conciencia, porque no es necesario tenerlas cerca ni olerlas para darles aquello que necesitan.

En realidad, los patriotas no se meten con nadie y no tienen la culpa de ser personas con ciertos privilegios. Lo que tienen, se lo han ganado trabajando. O manejando bien sus contactos (hay que tener amigos hasta en el infierno; sobre todo en el infierno). O lo ganaron sus padres o sus abuelos, que es lo mismo. Podrían tener más, incluso, si quisieran y si alguien pusiera-las-cosas-en-su-sitio. Y, sin embargo, no son tan ambiciosos: se conforman con vivir en paz.