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Pinochet nunca pagó por sus crímenes

Alentado y financiado por el gobierno de Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, Augusto Pinochet cumplió el mismo papel histórico de Francisco Franco entre 1936 y 1939. Dirigir en septiembre de 1973 al ejército contra la población en general y contra los trabajadores en particular para abortar un proceso democrático profundo de reformas y revolución social. Esta función siniestra no sólo requiere dar un golpe de Estado sino, posteriormente, la destrucción de todo elemento democrático dentro de la sociedad y la eliminación de la generación que encarnó los sueños legítimos de los ciudadanos. Este trabajo tiene un sentido, el de evitar que la población se recupere pronto del golpe recibido. Además, hay que restablecer la confianza y la tranquilidad de los capitalistas, así como mejores condiciones para la explotación de los trabajadores sin posibilidad de defensa alguna. Recuperado el orden para muchos años, es posible regresar a las formas democráticas de control social.No en balde a Pinochet le complacía que lo compararan con Franco. Estaban convencidos de la necesidad de su papel y los dos cumplieron. El fallecido dictador chileno pudo implementar por primera vez bajo la tutela de los chicagos boys de Friedman (y su maestro Hayek) el modelo neoliberal, consiguiendo “una economía exitosa”, sobre la base de destruir previamente los sindicatos, liquidar a sus líderes y reducir al silencio al conjunto de la población. El modelo sólo era aplicable porque los trabajadores tenían las manos atadas a la espalda. Un ejemplo imperecedero del cariño que los neoliberales profesan por las libertades democráticas.Su policía política, la tenebrosa DINA, bautizada después como Centro Nacional de Informaciones, llevó su actividad muy lejos de Santiago, más allá de la muerte de Allende y lo que representaba. Organizó la Operación Cóndor, una especie de internacional del terror, destinada a perseguir a los opositores políticos de las dictaduras del cono sur así como a los exiliados de cualquier país. La Operación Cóndor puso sus garras sobre miles de activistas en Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia. Los asesinaba, los hacía desaparecer en lugares clandestinos de torturas inimaginables. Algunos desaparecieron en Europa o murieron en atentados de terrorismo de Estado en otros países lejos del subcontinente.El principio del fin de la gestión pinochetista fue el referéndum que él mismo convocó en 1988 con la idea de legitimar su régimen y perpetuarse en el poder. Pero los chilenos rechazaron tales pretensiones con el 54% de los votos. Un año después, el democristiano Patricio Aylwin ganaba las elecciones con el apoyo del conjunto de la oposición, aunque Pinochet siguió ejerciendo la tutela militar, un corsé en el cuerpo de la sociedad chilena que aún perdura. También se aseguró la impunidad, asignándose a sí mismo el puesto de senador vitalicio de la República. Ni Garzón ni las 300 querellas en su contra lograron que los tribunales lo condenaran. La amargura colectiva que provoca este esperpento de justicia ya no tiene remedio. El mismísimo Henry Kissinger respirará tranquilo. Otros asesinos, también. Pinochet prestó servicios extraordinarios a los amos nacionales y extranjeros de Chile. Una cosa es prescindir del dictador ya irrelevante y otra sentar el precedente de condenarlo. Una ingratitud de ese calibre hubiera asustado a quienes (por si acaso) preparan en otros países operaciones semejantes a la del 11 de septiembre de 1973. Roma sólo permite el castigo a sus ex servidores cuando no queda más remedio. Estaría bueno. Rafael Morales

Alentado y financiado por el gobierno de Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, Augusto Pinochet cumplió el mismo papel histórico de Francisco Franco entre 1936 y 1939. Dirigir en septiembre de 1973 al ejército contra la población en general y contra los trabajadores en particular para abortar un proceso democrático profundo de reformas y revolución social. Esta función siniestra no sólo requiere dar un golpe de Estado sino, posteriormente, la destrucción de todo elemento democrático dentro de la sociedad y la eliminación de la generación que encarnó los sueños legítimos de los ciudadanos. Este trabajo tiene un sentido, el de evitar que la población se recupere pronto del golpe recibido. Además, hay que restablecer la confianza y la tranquilidad de los capitalistas, así como mejores condiciones para la explotación de los trabajadores sin posibilidad de defensa alguna. Recuperado el orden para muchos años, es posible regresar a las formas democráticas de control social.No en balde a Pinochet le complacía que lo compararan con Franco. Estaban convencidos de la necesidad de su papel y los dos cumplieron. El fallecido dictador chileno pudo implementar por primera vez bajo la tutela de los chicagos boys de Friedman (y su maestro Hayek) el modelo neoliberal, consiguiendo “una economía exitosa”, sobre la base de destruir previamente los sindicatos, liquidar a sus líderes y reducir al silencio al conjunto de la población. El modelo sólo era aplicable porque los trabajadores tenían las manos atadas a la espalda. Un ejemplo imperecedero del cariño que los neoliberales profesan por las libertades democráticas.Su policía política, la tenebrosa DINA, bautizada después como Centro Nacional de Informaciones, llevó su actividad muy lejos de Santiago, más allá de la muerte de Allende y lo que representaba. Organizó la Operación Cóndor, una especie de internacional del terror, destinada a perseguir a los opositores políticos de las dictaduras del cono sur así como a los exiliados de cualquier país. La Operación Cóndor puso sus garras sobre miles de activistas en Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia. Los asesinaba, los hacía desaparecer en lugares clandestinos de torturas inimaginables. Algunos desaparecieron en Europa o murieron en atentados de terrorismo de Estado en otros países lejos del subcontinente.El principio del fin de la gestión pinochetista fue el referéndum que él mismo convocó en 1988 con la idea de legitimar su régimen y perpetuarse en el poder. Pero los chilenos rechazaron tales pretensiones con el 54% de los votos. Un año después, el democristiano Patricio Aylwin ganaba las elecciones con el apoyo del conjunto de la oposición, aunque Pinochet siguió ejerciendo la tutela militar, un corsé en el cuerpo de la sociedad chilena que aún perdura. También se aseguró la impunidad, asignándose a sí mismo el puesto de senador vitalicio de la República. Ni Garzón ni las 300 querellas en su contra lograron que los tribunales lo condenaran. La amargura colectiva que provoca este esperpento de justicia ya no tiene remedio. El mismísimo Henry Kissinger respirará tranquilo. Otros asesinos, también. Pinochet prestó servicios extraordinarios a los amos nacionales y extranjeros de Chile. Una cosa es prescindir del dictador ya irrelevante y otra sentar el precedente de condenarlo. Una ingratitud de ese calibre hubiera asustado a quienes (por si acaso) preparan en otros países operaciones semejantes a la del 11 de septiembre de 1973. Roma sólo permite el castigo a sus ex servidores cuando no queda más remedio. Estaría bueno. Rafael Morales