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Recuerdos de la cañadulce

Viene esto a cuento de la nota del “Profesor Rodríguez Ruano”, un lector al que agradecemos que sea lector asiduo de CANARIASAHORA y deje caer sus agudos comentarios. Se agarró el profesor a una frase de mi columna de ayer (“Aclaro a quienes acaban de incorporarse?”) para expresar parecidas añoranzas del tiempo pasado. Según él, fue un modo y manera mío de decirle a la gente que no tenía idea del sentido de un par de expresiones isleñas que inserté para subrayar ciertas formas de desvergüenza en las que no insistiré hoy. La frase es el sobado recurso de los locutores de Radio y TV para poner en antecedentes de lo que hay a quienes no llegaron a sintonizar el programa desde el principio. En ellos pensaba yo, pero es lícito que el profesor tomara pie para lamentar la pérdida de las que llama “las esencias de nuestros ancestros” y hablara de la imposibilidad actual de hablar a la juventud en “roman canariño” sin una explicación previa; y ni así, oye. Lo que me trajo otro recuerdo infantil, de cuando experimenté por vez primera la represión sin saber todavía qué era eso. Porque cada año volvía al colegio tan contaminado de palabros y modismos usuales en Firgas que hasta las vacaciones de Navidad, en que tiraba la toalla de la inconsciente resistencia aborigen, no paraban los profesores de reprenderme y corregirme; para que hablara bien, decían los condenados.

Era, sabrán, una práctica “pedagógica” dirigida a destruir nuestros anclajes culturales y extendida a la proscripción del decir isleño en las emisoras de radio españolas; la que llevó a sesudos analistas del lenguaje de Galdós a ponerle la etiqueta “de origen desconocido” a términos del léxico canario utilizados por don Benito que tenía una libreta en la que los anotaba. Cosas de la centralización lingüística negada a admitir el habla isleña como variante del español común. Es natural que el habla evolucione, pero es tanta la carga negativa que el canario tiende a desaparecer y resulta milagrosa la existencia de gente empeñada en preservarlo; no como norma de obligado cumplimiento, que en el idioma manda el uso, sino como pieza clave del patrimonio cultural de generaciones. No es éste lugar para adentrarme en semejantes espesuras, pero, la verdad, no sé lo que daría por volver a triscar por esas lomas y tropezarme con alguno de aquellos palotes asilvestrados de cañadulce con el temor, eso sí, de no poder reprimir el reflejo sobrevenido de comprobar la fecha de caducidad; después de todo, les atribuyo descendencia literaria de los cañaverales (o “cañales”, que también se dijo) de hace cinco siglos y eso estropea mucho. Seguro que me hubieran echado del colegio si de niño establezco la estirpe de los sabrosos palotes.

Diré, para evitar mosqueos, que sé de fiestas actuales de la cañadulce y de plantaciones palmeras; que la Consejería de Agricultura ignora, por cierto. Pero, qué quieren, la memoria es la memoria.

Viene esto a cuento de la nota del “Profesor Rodríguez Ruano”, un lector al que agradecemos que sea lector asiduo de CANARIASAHORA y deje caer sus agudos comentarios. Se agarró el profesor a una frase de mi columna de ayer (“Aclaro a quienes acaban de incorporarse?”) para expresar parecidas añoranzas del tiempo pasado. Según él, fue un modo y manera mío de decirle a la gente que no tenía idea del sentido de un par de expresiones isleñas que inserté para subrayar ciertas formas de desvergüenza en las que no insistiré hoy. La frase es el sobado recurso de los locutores de Radio y TV para poner en antecedentes de lo que hay a quienes no llegaron a sintonizar el programa desde el principio. En ellos pensaba yo, pero es lícito que el profesor tomara pie para lamentar la pérdida de las que llama “las esencias de nuestros ancestros” y hablara de la imposibilidad actual de hablar a la juventud en “roman canariño” sin una explicación previa; y ni así, oye. Lo que me trajo otro recuerdo infantil, de cuando experimenté por vez primera la represión sin saber todavía qué era eso. Porque cada año volvía al colegio tan contaminado de palabros y modismos usuales en Firgas que hasta las vacaciones de Navidad, en que tiraba la toalla de la inconsciente resistencia aborigen, no paraban los profesores de reprenderme y corregirme; para que hablara bien, decían los condenados.

Era, sabrán, una práctica “pedagógica” dirigida a destruir nuestros anclajes culturales y extendida a la proscripción del decir isleño en las emisoras de radio españolas; la que llevó a sesudos analistas del lenguaje de Galdós a ponerle la etiqueta “de origen desconocido” a términos del léxico canario utilizados por don Benito que tenía una libreta en la que los anotaba. Cosas de la centralización lingüística negada a admitir el habla isleña como variante del español común. Es natural que el habla evolucione, pero es tanta la carga negativa que el canario tiende a desaparecer y resulta milagrosa la existencia de gente empeñada en preservarlo; no como norma de obligado cumplimiento, que en el idioma manda el uso, sino como pieza clave del patrimonio cultural de generaciones. No es éste lugar para adentrarme en semejantes espesuras, pero, la verdad, no sé lo que daría por volver a triscar por esas lomas y tropezarme con alguno de aquellos palotes asilvestrados de cañadulce con el temor, eso sí, de no poder reprimir el reflejo sobrevenido de comprobar la fecha de caducidad; después de todo, les atribuyo descendencia literaria de los cañaverales (o “cañales”, que también se dijo) de hace cinco siglos y eso estropea mucho. Seguro que me hubieran echado del colegio si de niño establezco la estirpe de los sabrosos palotes.