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Un relato ligero

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En la isla de San Borondón, un lugar envuelto en leyendas y nieblas permanentes, vivían personas con una constante preocupación, dado que la isla aparecía y desaparecía a voluntad, al igual que las soluciones políticas que se le aplicaban en el mundo de la economía. Por esa razón, los habitantes de la isla habían desarrollado una forma única de vivir, centrándose en el intercambio humano más que en la asignación de recursos. San Borondón era conocida por su misterioso entorno. Las olas del mar la rodeaban con susurros constantes, y la bruma del amanecer se alzaba como un velo sobre las colinas verdes que abrazaban sus asentamientos, formados por casas construidas en un círculo alrededor de la plaza central, recordando a los habitantes la importancia de la comunidad y el intercambio.

La economía en San Borondón no era tratada como un problema matemático de recursos escasos, como en los continentes. Para los isleños, la economía era el arte del intercambio humano porque pensaban que no debía centrarse exclusivamente en la asignación de la escasez, sino en la naturaleza humana del trueque y el intercambio basado en el esfuerzo, de forma que cuando se iba al mercado, la oferta colocaba sus puestos, ofreciendo todos sus bienes y servicios, mientras la demanda deambulaba entre los coloridos tenderetes. Hasta aquí, todo normal. No había dinero de por medio; en su lugar, se practicaba el trueque, un sistema que había mantenido a la comunidad unida durante generaciones.

Solo se salía de la monotonía controlada cuando alguna persona extranjera venía con un papel con números impresos que sacaba de una cartera e intentaba adquirir algún producto solo con eso. Ni que decir tiene que nada se llevaba, haciendo nacer la fascinación extranjera por cómo los isleños daban importancia al intercambio de bienes como una forma de fortalecer los lazos comunitarios, porque se basaban en la idea de que la economía es una ciencia humana, no un problema matemático. Para ellos, había que reflejar las interacciones entre las personas, su propensión a permutar, a intercambiar, a construir relaciones a través de esos intercambios.

En San Borondón, cada intercambio era una historia, un baile entre necesidades y deseos. Los isleños no solo intercambiaban productos, sino también experiencias, conocimientos y emociones. Allí, una parte ofrecía horas de trabajo de una forma y las recibía de otra, mientras que se compartía sabiduría a cambio de un objeto. En estos intercambios no solo había satisfacción de necesidades, sino también una forma de conexión humana esencial.

No obstante, hasta en los recipientes mejor construidos pueden aparecer grietas. Dichas grietas hacían que la desconfianza en la palabra creciera de forma geométrica porque, ¿cómo se podría asegurar que las horas destinadas a la fabricación de un enser sean las que se dicen que son? Por otro lado, el dinero, la moneda acuñada, ofrecía un acto de fe inquebrantable. Valía lo que valía y nadie lo podía discutir. De esa forma, el dinero corrompió la confianza y, con ella, a las personas. Es cierto que facilita el intercambio, pero notaron que se deshumanizaron, aparentando poder, preguntándose si alguna vez la humanidad vería más allá de las fórmulas para encontrar la verdadera riqueza en las relaciones sociales y no en la mera compraventa de bienes y servicios.

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