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¿Cómo se logra tener una opinión? En realidad, ésta es una pregunta que me llevo haciendo los últimos dieciséis años, justo en el momento en el que empecé a escribir esta columna. Para mí, las principales herramientas han sido la experiencia, la observación, el contexto histórico y, sobre todo, evitar los estereotipos y los prejuicios que éstos acarrean. Unas veces lo he logrado con mayor acierto y otras, no, pero si algo he tratado de dejar claro a lo largo de estos años es que, cuando se da una opinión, debe estar sustentada por algo más que las ganas de unir una palabra con otra.

EXCELSIOR

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No obstante, lo que ahora es una forma de entender la vida, tanto personal como profesionalmente, empezó siendo una forma de invertir mi tiempo libre, leyendo, en vez de darle patadas a un balón o dedicarme a abusar de quienes no comulgaban con mis gustos. Imagino que, por esa misma circunstancia, encajé tanto y tan rápido con un enclenque, apocado, “cuatro-ojos” y empollón como lo es Peter Parker, dejando a un lado el hecho de que, además de todo, fuera una suerte de araña humana. Peter Parker representaba todo lo que yo era -menos el ser medio araña- cara a mis compañeros de clase y al mundo que nos rodeaba, profesores incluidos, mucho más escorados hacia la personalidad de un mamarracho como Flash Thompson -los cuales abundaban en el patio de mi colegio por docenas- que ante lo que les podía ofrecer una persona como aquel estudiante del instituto Midtown, situado en el Queens neoyorkino.

Spider-man, junto con el origen del coloso verde y su alter ego humano; es decir, el doctor Robert Bruce Banner, fueron los dos primeros cómics que leí publicados por la Casa de las Ideas y ambos estaban escritos por Stanley Martin Lieber, más conocido como Stan Lee. Con a él, “llegó el escándalo” hasta mi sosegada vida.

Y digo esto, porque, cuando empecé a buscar cualquier cabecera protagonizada por dichos personajes -lo cual me llevó a conocer al resto de integrantes del universo Marvel, una década después de que dicho universo reivindicara su lugar en el firmamento- me di cuenta de lo difícil que iba a ser todo aquello. Por aquel entonces, ni los canales de distribución, ni las editoriales que publicaban todos aquellos personajes se lo ponían fácil a los lectores y no fue hasta una década después, a finales de lo años ochenta y viviendo en la capital del reino, cuando pude empezar a leer con cierta lógica las historias escritas por Stan Lee en la década de los sesenta y los setenta del pasado siglo XX.

Aun así, y desde el principio, siempre me sorprendió la capacidad del escritor para contarnos historias imposibles, llenas de seres no menos quiméricos, los cuales, de una forma o de otra, terminaban por ser cercanos y, en cierto modo, realistas. En el universo creado por Stan Lee, una vez inaugurada la Edad de Plata por el no menos brillante Julius Schwartz 1, todo parecía seguir unas normas muy humanas, dado que, quien más y quien menos, tenía alguna relación con algún héroe empijamado y nadie parecía darle demasiada importancia.

Y es que, junto al canijo de Peter Parker, se encontraba el cuarteto fantástico, siempre dispuestos, éstos, a salvar el mundo de cualquier amenaza. Después, llegarían los “héroes más poderosos de la tierra”, con el pedante, pero genial, Tony Stark; el no menos capaz Henry “Hank” Pym; su pareja, Janet Van Dyne, “la Avispa”; y el dios del trueno, Thor, en aquellos momentos, el doctor Donald Blake. Sin embargo y tras el descubrimiento del Capitán América original, desaparecido en los momentos finales de la Segunda Guerra Mundial, la cosa se animó y para bien. Paralelamente, el concepto “mutante” dejó de ser una entelequia para convertirse en una palabra de uso y disfrute más que cotidiana, merced a los alumnos del profesor Chales Xavier y su escuela para jóvenes talentos. Más adelante debutó cierto abogado ciego de la Cocina del Infierno, el cual demostró que la ley y la justicia pueden ser la misma cosa, siempre que se sepan aplicar en las dosis justas.

Y todos ellos, incluyendo al estudiante del instituto Midtown, estaban rodeados por personajes de carne y hueso, con sus problemas reales, pero sin la posibilidad de recurrir a un martillo mágico, una armadura de otra dimensión tecnológica o a un sentido del radar que te permitía ver donde unos ojos humanos no pueden ni siquiera imaginar.

Stan Lee se atrevió, incluso, a incluir a féminas en el papel de heroínas, dotadas, éstas, de una personalidad que poco tenía que ver con los roles que la sociedad de su tiempo les asignaba a las mujeres. En el colmo del desacato, social y moral, el guionista empezó a llenar las series de personajes afroamericanos, llegando a presentar a un rey africano, T'Challa, líder de Wakanda, una nación tan adelantada tecnológicamente hablando que, durante siglos, había logrado ser prácticamente invisible para el resto de la humanidad.

La serie de Spider-man, sin ir más lejos, además de al histriónico J.J. Jameson, contó con el contrapeso de Joe “Robbie” Robertson, un curtido periodista afroamericano, responsable de la sección local del periódico Daily Bugle, rotativo en el que empezará su singladura profesional como fotógrafo un azorado y todavía apocado Peter Parker.

Tiempo después, me enteré de que el descaro de aquel guionista y editor puso en jaque al mismísimo Comic Code Authority (C.C.A.) y sus torticeras y retrógradas estratagemas, justo cuando nadie parecía hacerle sombra a tamaña aberración editorial. Todo sucedió antes de que yo aprendiera a leer, entre los meses de mayo y julio del año 1971, en los números Amazing Spider-man# 96-98, en una historia que ha pasado a la historia como “la trilogía de las drogas”.

En aquellas páginas, Stan Lee se atrevió a contravenir una de las normas escritas en el esperpéntico Code y plantear un problema, el del consumo de drogas entre la juventud estadounidense de aquellos años, que, al contrario de la mentalidad de quienes habían redactado el código de conducta para el noveno arte, era real, muy, muy real.

De haber seguido la lógica impuesta desde la instauración del autoimpuesto código de conducta editorial, Marvel Comics no hubiera sacado al mercado un ejemplar de una serie gráfica sin el sello del C.C.A. en su portada, pero Stan Lee no estaba dispuesto dejarse amilanar por aquellos censores de pacotilla y, con algún que otro reparo, eso sí, publicó aquellos tres ejemplares. Una vez en el mercado y tras las críticas iniciales de los que añoraban las tácticas del senador Joseph McCarthy y sus secuaces, los números demostraron su tremenda validez como medio de comunicación y, de paso, la insensatez de quienes pensaron que el Comic Code podía llegar a solucionar cualquier problema de la industria gráfica contemporánea.

Con el paso de los años, y todo el tiempo invertido en conocer más y mejor los entresijos, las series, los personajes y las adaptaciones televisivas y cinematográficas del universo Marvel, he tenido la oportunidad de leer la biografía de Stan Lee, leer sus columnas de opinión “Stan Soapbox”, ver documentales, especiales y extras protagonizadas por él o relacionados con su personalidad incluidos en las nuevas versiones del universo cinematográfico de Marvel Studios, además de leer mil y una opiniones sobre su labor como guionista, editor, empresario, amigo, padre, esposo y conferenciantes en mil y un encuentro comiquero. Y, con todo ese bagaje tengo claro que no ha habido nadie que haya hecho tanto por el noveno arte como Stan Lee y dudo que vuelva a haber alguien como él. Su capacidad para transmitir las bondades, beneficios y validez del lenguaje gráfico - junto con la didáctica desplegada por el gran Will Eisner- son las piedras angulares sobre las que se sustenta todo el noveno arte contemporáneo y quien sea incapaz de verlo, la verdad es que tiene un serio problema.

Su labor va más allá de las historias que escribió, con mayor o menos colaboración de otros puntales del noveno arte, tales como Jack “king” Kirby, Steve Ditko, John “Jazzy” Romita, John Buscema, Jim Steranko o Gene Colan, sólo por citar algunos de los dibujantes con los que trabajó. Sus historias han servido para construir el universo cinematográfico del que todo el mundo habla. La Casa de las Ideas fue, en cierta forma, la Casa de las Ideas de Stan Lee y sin él difícil sería entender el sello editorial, el “bullpen” y todo lo bueno que ha salido de sus oficinas.

Si alguna vez ha existido un auténtico Embajador plenipotenciario del noveno arte ése fue Stan Lee y su impronta, su tremendo desparpajo y sus inimitables cameos en el cine pasarán a la historia de la cultura popular contemporánea con la misma energía con la que siempre demostraron los personajes que él creo.

Dicen que la historia se repite y, en el caso de Stan Lee, esta frase es cierta, dado que, al igual que ocurre con el epitafio que figura sobre la tumba del inabordable, artísticamente hablando, Michelangelo Buonarroti 2 “los dioses del mundo gráfico lo crearon y luego rompieron el molde”

Hasta siempre, Stanley Martin Lieber, “Stan Lee” y muchas gracias por todo. ¡Excelsior!

© Eduardo Serradilla Sanchis, Helsinki, 2018.

Notas

1- En 1956 y siendo editor en jefe de la “distinguida competencia” Julius Schwartz publicó una versión renovada y actualidad del personaje de Flash (Showcase# 4) con guión de Robert Kanigher y dibujo de Carmine Infantino y Joe Kubert. Esa historia significó, a la postre, el pistoletazo de salida para una nueva era de superhéroes gráficos y el resurgir de una industria todavía aletargada y temerosa, tras la publicación de Comic Code Authority, una vez finalizadas las investigaciones del senado estadounidense relacionadas con el noveno arte

2- En la tumba del escultor, pintor, arquitecto y dibujante renacentista italiano figura el siguiente epitafio: “Dios lo creó y después rompió el molde”

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¿Cómo se logra tener una opinión? En realidad, ésta es una pregunta que me llevo haciendo los últimos dieciséis años, justo en el momento en el que empecé a escribir esta columna. Para mí, las principales herramientas han sido la experiencia, la observación, el contexto histórico y, sobre todo, evitar los estereotipos y los prejuicios que éstos acarrean. Unas veces lo he logrado con mayor acierto y otras, no, pero si algo he tratado de dejar claro a lo largo de estos años es que, cuando se da una opinión, debe estar sustentada por algo más que las ganas de unir una palabra con otra.

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