Dos de ellas son claramente distópicas, sobre todo What Happened to Monday, aunque Daylight´s End nos sitúa en mundo devastado por una pandemia, un tema que ahora ha cobrado mucha más preponderancia, dado el “enemigo invisible” que está atacando los mismos cimientos de nuestra civilización.
En las otras dos, Coll Hell (Die Hölle) y Wind River las amenazas y los monstruos a los que se enfrentan los protagonistas son tan humanos que cuesta crear que nuestra civilización haya llegado tan lejos con tanto desalmado suelto entre sus filas. Además, en ambos casos, en especial en la segunda, la cual supuso el debut del actor y guionista Taylor Sheridan como director, queda claro que los problemas del ser humano -sobre todo los que tienen que ver con los abusos de un sexo para con el otro- persisten, porque nadie parece querer buscarles una solución válida y duradera.
Sé que cuatro películas no es un gran bagaje hasta el próximo noviembre, fecha en la que se debería celebrar la edición Maximum Halloween 3020, pero estos títulos son una inmejorable tarjeta de presentación para un festival que, sin el discurso mediático y crítico de otros encuentros finlandeses, sí que ha logrado una fidelidad entre un público que lo ha terminado por convertir en un referente a tener en cuenta cuando se habla del séptimo arte contemporáneo, aunque éste sea de género.
Una de las razones por las que me gusta el cine de género radica en un hecho que, por mucho que los seres humanos nos empeñemos en esconder, sobresale sobre cualquier otro dentro de una sociedad como la nuestra; es decir, los mayores monstruos somos nosotros mismos. No hace falta crear criaturas que se alimenten de nuestra sangre, nuestras vísceras o nuestra esencia vital. Si quieren saber cómo luce un monstruo, tal cual, mírense al espejo y verán el aspecto de la peor plaga que lleva azotando desde tiempos inmemoriales a este planeta y a quienes viven en él. Poco importa que luego vaya vestido de uniforme, cargado de símbolos religiosos y/o ideológicos, o luciendo un exclusivo y caro traje a medida, dado que todo esto es solo un mero envoltorio que sirve para que, de primeras dadas, no veamos a la malévola criatura que lo porta en realidad.
Esta máxima, además del empeño de las sociedades humanas por dividir en grupos a sus integrantes, sustenta la primera película del actor y guionista Taylor Sheridan, Wind River. Sheridan, autor de los guiones de Sicario y Hell or high water, pone el foco de su historia y el objetivo de la cámara en plasmar la indefensión que sufren las mujeres dentro de las reservas indias que aún jalonan buena parte del territorio de los Estados Unidos de América.
Por extraño, casi marciano, que parezca no existe una estadística que recoja las desapariciones, ni las agresiones sexuales que se cometen dentro de dichas reservas, un hecho que permite una situación de absoluto desamparo para las integrantes del sexo femenino y la certeza, también casi absoluta, de que quienes cometen este tipo de abusos no llegan a ser juzgados y condenados por sus depravados actos.
El propio director contaba lo rocambolesco y dramático de esta situación, en una entrevista concedida a la Radio Pública Nacional Americana, durante el año 2017, realizada por el periodista Scott Simon.
Taylor Sheridan: Este problema, el asalto sexual a mujeres en reservas indias, esto ha existido desde siempre, desde que se creó el sistema de las reservas. Sin embargo, en los últimos 15 o 20 años la situación se ha desbordado. Y lo peor del caso es que nadie presta atención. Por eso quise contar esta historia.
Scott Simon: Al final de la película se comenta que no se tienen datos acerca de esta problemática.
Taylor Sheridan: Sí, quería concluir la película con datos, para que la gente pudiera digerirlos y entender, pues eso mismo, la magnitud del asunto. Así que le dije a dos investigadores que encontraran esos datos, poniéndose en contacto con cualquier organización o empresa posible, el Departamento de Justicia, el CDC, con quien fuera. Se pasaron tres meses intentando encontrar esta información y tras ese tiempo me dijeron, “Taylor, no se encuentran datos. Nadie está contabilizando nada relacionado con esto”. Yo les respondí, “ésos son nuestros datos”.
La película empieza con una secuencia en la que vemos a una mujer herida, corriendo casi desnuda sobre la nieve, en medio de la noche, mientras su sangre se funde con el hielo y con la desolación del lugar. Dichos instantes iniciales son el preámbulo de una grotesca y dramática pesadilla protagonizada por un curtido e implacable explorador del servicio estatal de naturaleza, caza y pesca (United States Fish and Wildlife Service) Cory Lambert, interpretado por el actor Jeremy Renner y la agente del FBI Jane Banner (Elizabeth Olsen), una recién llegada al Buró Federal de Investigaciones, quien logrará ganarse, con su empeño y dedicación, el respeto de Lambert y del sheriff local de la reserva, Ben, interpretado por el actor canadiense Graham Greene.
Ya desde el principio, queda claro que el agente estatal medioambiental conoce el terreno y a los jugadores de esta partida -incluyendo a la fallecida que motiva toda la situación- y que está dispuesto a llegar hasta el final, siempre que cuente con la colaboración de la recién llegada, eso sí.
Ésta, a pesar de su inexperiencia y de encontrarse muy lejos de su hábitat natural, demostrará una determinación y valentía realmente encomiables, una actitud que será de capital importancia cuando se tropiecen con los responsables de aquel suceso.
En esos instantes, el guionista pondrá sobre la mesa de juego otro de esos temas que parece condenado a formar parte del imaginario colectivo estadounidenses, siempre en el peor de los sentidos. El tema en cuestión se refiere al uso y abuso de las armas de fuego dentro la sociedad civil norteamericana y el problema que ello supone, por mucho que los defensores de la Segunda Enmienda de la constitución de los Estados Unidos de América y los miembros de la todopoderosa e implacable Asociación Nacional del Rifle se empeñen en negarlo.
Wind River no solamente plasma el problema de los abusos físicos y sexuales para con las mujeres y, en este caso particular, contra algunos hombres y la lacra que todo esto supone para nuestra sociedad. Wind River también incide en el exceso de armas que hay en aquel país y en las características de muchas de ellas, válidas para un territorio bélico, pero excesivamente peligrosas en manos de quienes gustan de apretar el gatillo sin reparar en las consecuencias de sus actos. Otra cosa es que, luego, cada uno juegue con las cartas que le han tocado y ya se sabe que no importa la cantidad de balas que tengas, sino lo bien que sepas utilizarlas. Ambos agentes estatales saben cómo hacerlo, aunque sus estilos sean diametralmente opuestos.
En esto, como en otras tantas cosas, la película de Taylor Sheridan reinterpreta elementos propios del spaguetti western, sobre todo por el gusto de dicho género cinematográfico en condensar la mayoría de la acción en los momentos finales de la narración. En cuanto al personaje interpretado por Jeremy Renner, éste destila algunos elementos del western crepuscular acuñado por el gran Sam Peckinpah, aunque su destino final no sea el de buscar un final abrupto y espectacular para su existencia, sino solamente el de encontrar un poco de paz tras una pérdida sufrida en el seno de su propia familia.
Al final, el caso de Natalie Hanson (Kelsey Chow), la nativa americana asesinada, y el de su pareja Matt Rayburn (Jon Bernthal) quedará resuelto, pero tal circunstancia no ayudará lo más mínimo a quitarle al espectador el mal sabor de boca por todo lo anteriormente visto.
En los momentos finales de la entrevista entre el director y guionista Taylor Sheridan y el periodista Scott Simon, el primero, en respuesta a una pregunta del segundo, trata de explicar cuál fue su motivación a la hora de rodar esta película y lo que le gustaría que el espectador entendiera, estuviera dentro y/o fuera de una reserva india.
El cálculo probabilístico, tan ladino, él, hizo que el responsable de la distribución cinematográfica de la película, Harvey Weinstein, fuera acusado de reiterados abusos sexuales para con las integrantes del sexo femenino pocos meses después del estreno de la película en los Estados Unidos de América, un hecho que demuestra que lo que cuenta Sheridan en su película no es exclusivo de un territorio geográfico, un país o una raza en particular, sino un problema a nivel global y de una gravedad realmente preocupante, por mucho que todavía haya sectores de la sociedad que se niegan a querer aceptar la realidad tal cual es.
Sirvan las palabras del realizador como resumen y como punto y final a todo lo anteriormente dicho.
Scott Simon: ¿Qué conclusión espera que el público que no viva en reservas, la mayoría del público, saque acerca de Wind River y de la gente que vive en las reservas, una vez vista su película?
Taylor Sheridan: Espero que vean y admitan que hay una epidemia de violencia en las reservas que necesita una solución, y gente que se preocupe. Además, espero que se den cuenta de que hay gente que vive en las reservas que son iguales que otra gente que vive en una ciudad. Hay muchos estereotipos y malentendidos en cuanto a la cultura de los nativos americanos se refiere.
A Coll Hell (Die Hölle) se le puede considerar como el primer thriller cinematográfico rodado en Austria de la mano de Stefan Ruzowitzky -realizador galardonado con un Oscar de la Academia en la categoría de película de habla no inglesa por su película Die Fälscher (Los falsificadores) en el año 2008. El director, que acudió a la cita finlandesa celebrada durante el mes de abril de año 2017, expresó su satisfacción por ser el responsable de rodar una película como ésta en las mismas calles de Viena, la capital de su país, pero que también se detiene a contar algunos de los problemas de la sociedad austriaca, sobre todo por el choque de culturas que se produce al juntar a personas de diferentes países, con diferentes formas de entender la vida y en un mismo espacio.
Coll Hell (Die Hölle) se sustenta en los avatares del personaje interpretado por la actriz de origen eslavo Violetta Schurawlow, quien da la réplica a Özge Dogruol, una dura, áspera y resolutiva mujer de ascendencia turca quien, desafiando el “status quo” asignado a las hembras dentro de la sociedad musulmana, lleva una vida al margen de los dictados de sus padres y del resto de su familia, mientras recorre las calles de Viena conduciendo un taxi, mayoritariamente, durante el turno de noche.
Su vida, dividida entre su trabajo y sus sesiones de entrenamiento en el gimnasio, se ve truncada cuando es testigo de un asesinato que se comete enfrente del piso en el que vive, en clara referencia a la película de Sir Alfred Joseph Hitchcock, Rear Window (1954). Hasta allí acudirá la policía, estamento representado por el detective Christian Steiner (Tobias Moretti), un curtido agente que, con el paso del relato cinematográfico, no solamente abandonará su actitud racista y machista para con la mujer, sino que llegará a entenderla, respetarla y admirarla por su forma de hacer las cosas, aunque, eso sí, su actitud le acarree más de un dolor de cabeza, por no decir, directamente, una migraña monumental.
La virtud del guión de Martin Ambrosch reside en mezclar todos los elementos que rodean a la vida de la protagonista principal, añadir los que definen al personaje del policía, y para colmar el vaso, los asesinatos de un demente que se deleita haciendo sufrir a toda mujer musulmana que caiga en sus redes, sobre todo aquéllas que no se comportan como deberían, según su fanatismo ideológico, claro está. Al hacerlo, y sin caer en los maniqueísmos de rigor, queda claro que el problema del ser humano reside en su tendencia a radicalizar las cosas, sin reparar en las consecuencias que tal comportamiento pueda acarrear a quienes tratan de sobrevivir en una sociedad, cualquiera que ésta sea. Una vez que los dos personajes principales aúnan fuerzas contra un enemigo común y dejan atrás sus miedos y neurosis es, entonces, cuando la balanza se desequilibra a su favor y no antes, cuando cada uno es incapaz de sentir empatía por su semejante.
Coll Hell es una película ambiciosa no sólo por el mismo coste de producción, sino por querer plasmar los problemas de una comunidad, la turca, muy asentada tanto en Austria como en la vecina Alemania, poseedora de una cultura y de unas tradiciones que pueden llegar a lastrar tanto la vida de quienes se han criado dentro de ella, como la de quienes la ven desde fuera. Al final, los monstruos pueden ser tanto los que asesinan, como los que abusan de sus hijos, o aquéllos que se aprovechan de su situación de privilegio para medrar y/o condicionar la vida ajena, sin reparar en el daño que ocasionan.
En el caso de Daylight´s End, ésta nos retrotrae a las producciones de finales de los años ochenta y principios de los noventa del pasado siglo XX, instantes en los que uno iba al cine a pasarlo bien y no, a buscarle defectos al diseño de producción de la película en cuestión.
Dirigida por William Kaufman, escrita por Chad Law e interpretada por Johnny Strong, Louis Mandylor -en la segunda colaboración de ambos con el director- y el siempre resolutivo Lance Henriksen, actor mítico cuando se habla del cine de género, Daylight´s End parte de una serie de premisas por todos conocidas, aunque no por ello menos válidas.
La primera y principal es que el mundo se ha visto devastado por una epidemia, útil recurso para acabar con la sociedad tal cual la conocemos, y los pocos supervivientes deben hacer frente a una horda de criaturas sedientas de sangre, una suerte de zombis, que, a imagen y semejanza de los chupasangres, no toleran la luz del sol. En medio de todo este escenario está el personaje al que da vida Johnny Strong, Rourke, versión actualizada de Max Rockatansky, aunque sin perder el carácter pétreo e inmutable del personaje inmortalizado por Mel Gibson en la gran pantalla. De él solamente sabemos que perdió a su familia -al igual que le sucede al oficial de policía en la primera entrega de la saga cinematográfica Mad Max- y que, a partir de entonces, recorre el mundo tratando de hacer ¿lo correcto?, aunque esto último suene “marciano” en medio de un escenario en donde las reglas, todas, quedaron olvidadas y/o enterradas, tiempo atrás.
Rourke se topará con Sam (Chelsea Edmundson), integrante de un grupo de supervivientes liderados por un antiguo capitán de policía, Frank (Lance Henriksen), los cuales sobreviven en las dependencias de la comisaria que un día dirigiera el último. Tras una de las muchas escaramuzas que llenan los intensos 105 minutos del metraje -magníficamente desarrollados por el director-, la pareja formada por ambos junto con una superviviente totalmente traumatizada por todo aquel dantesco escenario, logran llegar hasta el santuario erigido por Frank y, a partir de ese momento, las tensiones, las decisiones y algún que otro recuerdo se intercalan para irnos preparando para el enfrentamiento final.
La mayor virtud de la película reside en que no quiere, ni pretende contar otra cosa que no sean las peripecias vitales de un grupo de personas atrapadas en el peor escenario posible. Los infectados son gregarios y se mueven por sus instintos más básicos, sin detenerse en ninguna otra consideración, mientras que los humanos, a pesar de la situación en la que están, continúan pecando de los mismos defectos que cuando en el mundo había una suerte de sociedad civilizada.
Rourke, por su parte, es un superviviente, ni más ni menos. Hace tiempo que se olvidó de todas las taras y de todos aquellos prejuicios que todavía persiguen a buena parte de los humanos con los que deberá compartir una nueva y decisiva batalla, tal y como le sucede a Max, al final de la segunda entrega cinematográfica. En el caso del segundo, su situación tampoco le permite buscar otra salida. Sin embargo Rourke, aún teniendo otras opciones, se aferra a su código ético y permanece junto a Sam, Frank y al resto de los supervivientes, una circunstancia, otra más, que lo emparenta con el personaje creado por George Miller y Byron Kennedy, cuatro décadas atrás, para la ya comentada saga Mad Max. Al final, y siguiendo la estela del guerrero de la carretera, Rourke toma la única decisión posible, más si se tiene en cuenta sus antecedentes y la coherencia existencial que demuestra a lo largo de toda la película.
Daylight´s End no es de las películas que logran llenar las salas cinematográficas, no hoy en día, pero que sí que te dejan un muy buen sabor de boca y la sensación de no haber perdido el tiempo. ¿Suena simplista? ¡Sí, lo es! En medio de tanta película que cuenta en tres horas lo que se podría tratar en noventa minutos -y sin necesidad de recurrir a elipsis, requiebros mentales y movimientos de cámara innecesarios- la película de William Kaufman supuso todo un remanso de paz, concepto que también se puede encontrar en un festival como Night Visions.
What Happened to Monday -o Seven Sister, tal y como se la conoce en el mercado franco-canadiense, italiano y eslovaco- obra del guionista y realizador noruego de ascendencia finlandesa Tommy Wirkola, y protagonizada por una camaleónica Noomi Rapace, William Dafoe y Glenn Close en sus papeles principales, vendría a ser la parte más distópica de entre los cuatro títulos seleccionados.
La película, escrita por el tándem Max Botkin y Kerry Williamson, no puede negar que bebe, y de manera muy directa, de dos de los grandes clásicos de la cinematográfica distópica clásica; es decir, Soylent Green (Metro-Goldwyn-Mayer. 1973) y Logan's Run (Metro-Goldwyn-Mayer. 1976). En la primera,-según la novela de Harry Harrison, Make Room! Make Room! (Double Day 1966)- Richard Fleischer dirigió a unos magníficos Charlton Heston y Edward G. Robinson en Cuando el destino nos alcance, en nuestro país, la que fuera su última aparición en la gran pantalla. La fuga de Logan fue dirigida por Michael Anderson e igualmente está basada en una novela, en este caso, de los escritores William F. Nolan y George Clayton Johnson (Dial Press 1967)
En ambas se trata el tema de la sobrepoblación y los modos y maneras de controlarla por parte de los gobiernos de turno, cuyos métodos, en ambos casos, suelen esconder una gran mentira oficial. No obstante, la primera incide mucho más en la indefensión del ser humano y su prácticamente nula capacidad de acción y reacción cuando éste debe enfrentarse a los poderes fácticos, tan implacables como monstruosos. Para la posteridad queda la imagen de Solomon “Sol” Roth (Edward G. Robinson) caminando hacia un destino mucho más perturbador y descarnado de lo que el espectador pudiera siquiera pensar.
La película de Tommy Wirkola parte de la premisa del hijo único por familia -premisa que no es nueva, dado que el gobierno de la Republica Popular de China lo impuso en el país durante décadas- y lo traslada hasta un futuro no tan lejano, el año 2043. La variación estriba en que, entonces, si una madre tiene más de un niño, éstos últimos deberán ser criopreservados, siguiendo la técnica conocida como Criónica. En este escenario, la hija de Terrence Settman (William Dafoe), Karen, da a luz septillizas y, en contra de los dictados del Child Allocation Bureau, éste decide criarlas a todas como si se tratara de una sola niña, llamándolas como los días de la semana dentro de su casa -no en vano son siete- y como su fallecida madre, en el mundo exterior.
A partir de ese momento, lo que le ocurra a una sola de ellas, se verá reflejado en todas, por muy doloroso o extremo que esto pueda resultar. Sin embargo, cada una de las niñas tendrá una personalidad y una apariencia externa bien diferenciada, un hecho que le permitirá a la actriz sueca de padre español, Noomi Rapace, una vez llegada la edad adulta de las siete hermanas, el representar siete caras bien distintas de una misma moneda.
Otra cosa es que, cada mañana, y según el día de la semana, todas pasen por el ritual de ser una sola persona, Karen Settman, la eficiente y diligente empleada en una importante entidad bancaria, por lo menos en su apariencia externa, lo cual les permite seguir manteniendo la misma charada de puertas para afuera. Como es lógico pensar, el engaño termina por ser descubierto por unas autoridades que se tomarán el asunto de una forma demasiado extrema, y la implacable cacería a la que se ven sometidas será el detonante que les llevará, a todas ellas, a conocer quién es quién, lejos del perfecto escenario creado por su abuelo.
Quizás, en estos frenéticos momentos, la película se vea inmersa en un juego de “muñecas rusas” de carne y hueso, todas entrando y saliendo de escena sin que el espectador pueda llegar a sentir una conexión por ninguna de ellas, pero esta circunstancia es la forma que tiene el director para demostrarle al espectador la precaria inestabilidad emocional a la que están sometidas las siete hermanas, quienes solamente tienen un día a la semana para poder desarrollarse como seres humanos en el mundo real, mientras sufren la opresión de vivir en un espacio reducido los seis días restantes.
Al final, el escenario, insano y cruel que tan bien ha reflejado el cine distópico desde hace décadas, y al que parece que estamos abocados a sufrir en un futuro no muy lejano, queda relegado a un segundo plano ante la sucesión de peripecias a las que se ven abocadas las protagonistas con tal de sobrevivir.
Lo peor de todo es que lo que hace décadas sólo parecía una distorsionada y hostil visión del futuro, merced a la literatura y el cine de ciencia ficción distópico que surgió, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial, se está empezando a confirmar en el mundo actual de una forma realmente alarmante, sin que nadie parezca querer asumirlo, ni siquiera ahora que nuestra sociedad se está desmoronando, sin ninguna posibilidad de poder reconstruirla tal y como la conocíamos hasta entonces.
© Eduardo Serradilla Sanchis, Helsinki, 2017-2020
Traducción textos © Elena Santana Guevara, 2018