El consumismo del amor
Nos encontramos en un momento histórico y social en el que la palabra consumo o consumismo nos ha llegado a definir incluso más que nuestro propio nombre y apellidos. Un momento cultural que podríamos asociar a un enorme contenedor de productos, de piezas de repuesto en las que justificar nuestro bienestar. Un momento que, aparte de histórico, social o cultural es, sobre todo, económico y basado en lo material. Nuestra sociedad ha ido tomando forma de gran escaparate en el que no solo compramos sino que, encima, también nos vendemos. El capitalismo nos ha terminado devorando a nosotros mismos y, ahora no hablamos de individuos sino de productos, la demanda creciente de mercancía ha terminando recayendo en nuestros hombros. La vida de consumo nos ha consumido.
Hemos llegado a tal punto que hasta el amor lo consumimos. Pensamos, ingenuamente, que es un bien a adquirir, un producto que estará a nuestra disposición en el preciso instante en el que pretendamos conseguirlo. En nuestra mente no existe la escasez de mercancía, el depósito es constante y siempre está lleno. Podemos, sin ningún problema, consumir amor a despilfarro que siempre habrá alguno nuevo y menos usado esperándonos. Pero, de todo lo dicho hasta el momento, no todo es cierto y aun así, nos lo seguimos creyendo.
El amor, siendo uno de los conceptos más estudiados y menos comprendidos, sigue siendo el producto estrella en nuestro mercado vital. Todas las personas esperamos llegar a tenerlo, esperamos que si ese amor nos lo venden en películas, series televisivas, canciones, programas de televisión, libros…que si, en definitiva, ese amor nos lo venden también se pueda comprar. Eso sí, el amor que nos venden siempre es el mismo, es un amor en singular, un amor romántico, de pareja, dual, un amor que, alguien (no sabemos muy bien quién), ha decidido dotar de valor e importancia, un amor en mayúsculas. Un amor que, aparte de comprar también se le debe regalar, la rueda de consumo siempre vuelve al mismo sitio, a nuestro bolsillo.
Hoy, 14 de febrero, se celebra el Día de San Valentín o Día de los Enamorados, se celebra el consumismo del amor, pero de ese único amor, del amor en singular, el resto de amores no merecen ser celebrados ni consumidos. Nos hablaba el escritor Roy Galán en su libro, Los amores, del problema que genera en nuestra manera de amar el dotar de tanta importancia y valor a un único amor. Pensar que el amor romántico es el único que merece ser celebrado roza lo absurdo y se apoya en una cultura arcaica en la que necesitas de otra persona, de alguien que te ame, para estar completo. La metáfora de la media naranja siempre bien a mano. Un amor que nos vuelve marionetas rotas, un amor que tira de nuestras cuerdas y que nos insta a hacer lo que haga falta por la persona que se ama. Porque parece que ese amor lo es todo y sin ese amor no eres nada.
Deberíamos entender que el amor no nos completa, que el amor es una elección no una obligación, que el amor no tiene que llevarnos a la guerra, que nunca debería ser una batalla ni contra nosotros mismos ni contra nadie. Porque lo peligroso de esas batallas y de la subjetividad que envuelve el propio concepto de amor es que, a menudo, no sabemos ni contra quién se pelea. Deberíamos entender que existen muchos tipos de amor, que el amor se debería conjugar siempre en plural y recoger lo plural, que es igual de valioso el amor familiar o de amistad que el amor de pareja. Porque hacer que todo el peso de las expectativas recaiga en un único amor y en una única persona solo hará que esa persona y ese amor, se termine desmoronando bajo tanto peso. Deberíamos entender que, a veces, no necesitamos de un amor de pareja y está bien no hacerlo, que el amor de amistad merece ser nombrado, que el amor de familia también existe. Porque el amor toma distintos caminos y formas, no siempre es el mismo. Porque, sin lugar a dudas, todo el amor, bajo el nombre que se le dé, merece ser celebrado.
Pero, sobre todo, deberíamos entender y valorar ese amplio abanico de amores que existe, para que así nunca sintamos que nos falta el amor y, para que dejemos de justificar su presencia o supuesta ausencia en un consumismo que nada tiene que ver con amar.
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