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El silencioso arte que nunca se mueve

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“Parece que en la isla tu plegaria fue atendida. ¡El espacio estaba allí antes de que utilizaras la pintura! Estiraste el brazo, pincel en mano, y el espacio lo sostuvo mientras tocaba el lienzo”.

John Berger (1926-2017)

He elegido este título porque creo que eso que permanece quieto es lo opuesto a lo que no nos agrada del mundo de hoy. Un lugar que unido a la fugacidad habitual del tiempo, añade la desintegración de los espacios comunes, la decadencia del pensamiento y de la memoria y la otra cara de la moneda que es la revalorización del olvido. La cita y el título que encabezan este artículo, están tomados del segundo libro que leí de John Berger hace más de veinte años: “Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible”, (Árdora Ediciones, 1997). Esta joya es un pequeño manual con reflexiones esenciales sobre el arte de la pintura y su función a finales del siglo XX. El impacto que me produjo, aderezado por la reveladora lectura anterior de “El sentido de la vista” (Alianza Forma 1990), fue enorme. Dada la calidad y la belleza de los textos y el hecho empático de que parecían dirigidos a mí mismo, me llevó a realizar algo que nunca había hecho: escribir una carta a un autor que admiraba profundamente y que no conocía. Conseguí una dirección de él en la Alta Saboya y le envié una breve carta dándole las gracias acompañada del catálogo de mi reciente exposición en Tenerife. Cuando descubrí a John Berger, estaba inmerso en un periodo de máxima actividad creativa en cuanto a la pintura al óleo; los cuadros realizados después de la exposición “El origen del mundo”, en el Ateneo de La Laguna en 1998, lo atestiguan. Iba y venía de Tenerife a La Palma y pintaba en los dos lugares. Lo cierto es que trabajaba muchas horas al día, siempre centrado en la línea del horizonte, que era el hilo que sostenía todo el espacio que se mostraba en los lienzos. La lectura de John Berger dio fortaleza a mi capacidad de trabajo y a mi comprensión del misterioso mundo de la pintura. La pronta carta de respuesta del escritor, fue un abrazo de ánimo y supuso una alegría inmensa cuando la recibí en mi casa de Las Lomadas. Conservo la misiva como un tesoro y guardo lo que dice de mi pintura para un catálogo de una futura exposición que aún no tiene fecha. Con la segunda carta en un sobre certificado, me envió con firma y dedicatoria un ejemplar de “Páginas de la herida” (Visor, 1995).

Cuando Sara y yo fuimos a Amsterdam en 2006, llevamos de cabecera este libro de John Berger. Lo había escogido porque hablaba de un modo conmovedor de Van Gogh, de Rembrandt, de la capital holandesa, y, curiosamente, también de Caravaggio. Estaba claro que íbamos a ir a los museos, había mucho que ver: Frans Hals, Vermeer, Mondrian, etc. La casualidad quiso que el Rijks Museum, entre otras cosas, alojara por esos días un gran exposición que enfrentaba a Rembrandt con Caravaggio. Era una moda entonces hacer exposiciones con dos artistas. Fue una suerte, porque Rembrandt ya estaba en Amsterdam pero Caravaggio venía de Italia y estaba de paso. Poder ver a los dos juntos fue una experiencia inolvidable. Con la lectura del libro de John Berger recorrimos los museos sin necesidad de otras guías o catálogos.

John Berger falleció en 2017 dejándonos un legado impagable. El New York Times dijo de él que era el crítico de arte más influyente de la lengua inglesa. Además de escritor y ensayista, era pintor, poeta, dramaturgo y fue el guionista de las películas de Alain Tanner. Su obra comprometida y humanista, propone siempre una nueva mirada que relaciona el mundo del arte y la vida de las personas como yo no había visto antes, ya sean creadores en su taller o espectadores ante una pintura o una escultura en un museo. Sus análisis ayudan a entender nuestro lugar en el mundo y a comprender que aquello que nos rodea tiene otros matices y significados aún por descubrir. En realidad, John Berger nos enseña a mirar; es un buen antídoto contra la hipnosis contemporánea y por ello, constituye un faro en la oscuridad. Dispongo en mi biblioteca particular de casi todos sus libros y de una carpeta con recortes de prensa. Es mi escritor de cabecera y acudo a sus ensayos como si de un oráculo se tratara. A principios de octubre de 2023, mi amiga Ana y yo viajamos a Barcelona para ver una exposición de John Berger en el Palacio de la Virreina, en La Rambla. “Permanent red” era el título de la más completa muestra que se ha hecho del autor hasta ahora. Dibujos, fotos de Jean Mohr, programas televisivos como “Modos de ver”, documentales como la profunda conversación que mantiene con Susan Sontag, testimonios gráficos de los guiones de cine y primeras ediciones de sus libros, entre ellos “The White Bird”, llenaban las salas y mostraban el carácter político y disidente del autor frente al adoctrinamiento capitalista y al mercantilismo de una sociedad burguesa. A raíz de la serie de cuadros en que estoy trabajando, digamos: paisajes del territorio originario, he acudido a sus escritos. Sus palabras me acompañan en mi soledad de pintor, me mantienen unido al espacio del lienzo como dice la cita y me hacen reflexionar sobre los misterios del hecho creativo. Recuerdo a mi madre en su casa de Tegueste con la almohadilla y el dedal aparcados leyendo la trilogía “De sus fatigas”, sobre la desaparición de los campesinos en Francia y la emigración final a la ciudad; “Un hombre afortunado” que leyó muy rápido pues era la vida de un médico inglés en una comunidad rural; también la veo leyendo “King”, una historia de la calle narrada por un perro bastante lúcido. Desde que descubrí a John Berger, he recomendado sus libros a todo el mundo, y lo sigo haciendo. Recurro a él, lo cito cuando tengo que escribir y siempre lo encuentro y sus reflexiones logran hacer aflorar las mías.

Desde finales de noviembre hasta ahora he pintado los dos cuadros que reproduce el artículo; son paisajes figurativos realizados en óleo sobre lienzo. Dos vistas panorámicas de una parte del pueblo de Los Sauces que son una la inversa de la otra. Una hacia el oeste, hacia la cumbre y la otra hacia el este, hacia el puente, hacia el mar. En medio de los dos encuadres, el espacio donde vi la luz, donde pasé la infancia y la adolescencia y a donde ahora, tras el exilio urbano en Tenerife, he regresado. El hogar. Un territorio cargado de significado y el que más estantes ocupa en la biblioteca de la memoria. Sobre las medianías del este, sobre el monte de Las Lomadas, sobre los manantiales de Marcos y Cordero, sobre el barranco de Los Tilos, sobre el pueblo de Los Sauces y sobre la condición insular, he escrito y escribiré en numerosas ocasiones. La sustancia poética que desprende esta geografía siempre está presente, no solo en los poemas sino también en la prosa. En el territorio que contienen estos dos cuadros se halla, en cuanto a mi ejercicio artístico se refiere, gran parte de la materia que fundida genera una y otra vez, un posible metal creativo. En ese espejo nos reflejamos. Mirar y pintar, mirar y escribir. Lo que contienen estos dos cuadros es el espacio amado, tal vez, si eso fuera posible, un lugar sagrado, pero no es un espacio idealizado. No lo es porque no le hace falta. Se basta a sí mismo, nos muestra la esencia fija en los detalles y el devenir en sus cambios constantes. Quizá a raíz de ello, es un territorio que se ha despoblado y que ha perdido gran parte de la actividad que poseía antes de la desaparición de la agricultura y de la ganadería. La hierba y las zarzas van ocupando los espacios vacíos que ha dejado la emigración hacia las grandes avenidas. A otro nivel es un espacio insular con una geología visible y contundente; es un espacio biológico, originario, incluso, pasado el tiempo, como todos los lugares donde se asienta el ser humano, tiende a hacerse existencialista, evidencia nuestra identidad ontológica y la raíz de nuestra comunidad. Manantial, sendero, laurisilva, barranco, alisio, bruma, ladera, pinar. No, no son palabras de un diccionario; es el índice de un libro de poemas, esencia de un mundo que contiene más de lo que aparentemente dice, y ahora van a ser cuadros. Yo los veo y puede que esos lugares que tomaré de modelo ya estén en un mapa de los sueños. El paisaje es memoria si sabemos mirar. Aprender a recibir, estar atentos, escuchar la respiración del mundo. Asombrarnos ante este despliegue físico, ante el que uno puede sentirse muy identificado. Interior y exterior unidos de una forma inmediata. Poder revelar la belleza, la luz y la sombra que contiene esta generosa geografía, me llena de orgullo. Por eso, me propongo ahora, con los cuadros y con la idea de una futura exposición, mostrar una mirada que sea una forma de agradecer tanta belleza recibida. Cuando los desmanes históricos lo permiten, cuando el espacio no ha sido destruido y es posible establecer una relación entre el ser humano y el medio que le rodea, podemos identificarnos con la tierra donde nacimos. Ser de alguna manera esa tierra por fuera y por dentro. Lo que se ve y lo que no se ve. Cuando emigramos o a causa de una guerra, no podemos establecer una relación con el lugar originario, también somos esa tierra por dentro y por fuera, pero lo somos de un modo más doloroso. Lo que se ve y lo que no se puede ver.

¿Cómo pintar algo así? Vayamos a John Berger:

“La pintura es, en primer lugar, una afirmación de lo visible que nos rodea y que está continuamente apareciendo y desapareciendo. Posiblemente, sin la desaparición no existiría el impulso de pintar, pues entonces lo visible poseería la seguridad (la permanencia) que la pintura lucha por encontrar. La pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad”.

Las pinturas son estáticas por condición y, además, les toca serlo en un mundo que no para de moverse e incluso, que no sabe estarse quieto, que no es lo mismo. Al parecer, cinco segundos es la media de tiempo que dedicamos a ver un cuadro en un museo. La pintura es un lugar receptivo y nos invita a pasar, a entrar en un espacio que sin embargo se halla a mucha distancia. “La función de la pintura es llenar la ausencia con el simulacro de la presencia”. De alguna manera, aparentemente frena el desorden de la entropía porque se opone a las leyes que gobiernan lo visible. Interiorizar el mundo es una necesidad humana. La forma en que lo hace la pintura, “es una manera de salvaguardar las experiencias de la memoria y de la revelación, que son las únicas defensas con que cuenta el hombre contra el espacio ilimitado, que, por lo demás, no cesa de amenazarlo con separarlo y marginalizarlo. Lo que se pinta sobrevive bajo el cobijo de la pintura, al abrigo de lo-que-ha-sido-visto. El hogar de la pintura es este cobijo”.

Me pregunto qué era pintar un paisaje en la época de Giotto en Florencia, cuando eran escasos; en la época de Brueghel el Viejo, cuando el campo estaba vivo y después, en el siglo XVII en Flandes, donde floreció como género; me pregunto qué era pintar un paisaje teniendo que abrirse paso por territorios salvajes, como los pintores de la escuela del Río Hudson; me pregunto qué era pintar un paisaje natural antes y después de Humboldt, ese hombre sabio que cambió para siempre nuestra percepción de la geografía y con ello, nuestro concepto del mundo; me pregunto qué era pintar un paisaje antes y después de la Revolución Industrial en Inglaterra; qué era antes y después de Monet, antes y después de Paul Cezanne; qué era antes y después de la Revolución Rusa o antes y después de la II Guerra Mundial en Alemania. Me pregunto y esto es muy importante, si alguno de ustedes (palmeros y palmeras, más simpatizantes) fue a ver en “Espacio de Arte 20-21” de Tijarafe, (sí, sí, aquí en La Palma) los impresionantes, absorbentes e incomparables paisajes del gran artista alemán Anselm Kiefer (tenemos suerte en la isla, la suerte de poder seguir viendo a este artista gracias a un museo que nos ha caído del cielo). Me pregunto tantas cosas, pero para ir al grano, me pregunto qué es pintar un paisaje al óleo en un lienzo, hoy en día, en un mundo digital, en la era del cambio climático y de la inteligencia artificial. Me refiero, no a los paisajes urbanos, sino a paisajes donde se muestra un entorno natural. El artista inglés Constable, afirmaba en sus conferencias que la pintura de paisaje es siempre científica y poética. El concepto de naturaleza ha cambiado en los últimos 200 años. Después del colonialismo y de la Revolución Industrial, a pesar de la aparición del preservacionismo desde el último tercio del siglo XIX (John Muir, David Thoreau), y de las reivindicaciones ecologistas en los sesenta, el nivel de contaminación del medio ambiente no ha parado de aumentar debido a un desarrollo brutal de la sociedad de consumo. Hoy vive más gente en un entorno urbano que en el campo. La ciudad ha ganado la partida y todo se hace más complejo. Ahora olvidamos la naturaleza entre semana y la idealizamos el domingo cuando vamos de caminata o en las vacaciones, cuando buscamos un entorno agradable de pajaritos y riachuelo. La vemos de pasada, cuando vamos en coche, en avión, en tren o en barco; la vemos de pasada en internet a través de infinidad de fotos y vídeos o a través de la imagen cenital de los satélites. Disponemos del ojo de Dios y lo que vemos a través de esa herramienta, es el tamaño de la maldad humana. Hemos abandonado la naturaleza y ahora tenemos que protegerla de nosotros mismos. Hemos puesto al lobo a cuidar a las ovejas. Todo esto influye en la apreciación de la geografía y por lo tanto, también incide en cómo pintamos o contemplamos un cuadro de un paisaje natural. En cuanto a la Historia del Arte, a nivel contemporáneo el paisaje natural como temática, está prácticamente desterrado de la disciplina artística. Como está el óleo. Pintar un paisaje natural al óleo es ir a contracorriente, pero las cosas pueden cambiar. No es aquí el momento de hacer una balance de cómo ha evolucionado su representación a lo largo del tiempo. La cuestión es que con el conocimiento que disponemos de la deriva climática y de la decadencia política reciente (antes habían mecenas, ahora hay millonarios fascistas), han saltado todas las alarmas. Certidumbre climática, incertidumbre política. La naturaleza muestra señales de un peligro inminente y parece que el futuro no va a ser un lugar agradable. ¿Dónde queda la naturaleza y dónde quedamos nosotros? Quedará la naturaleza y nosotros ya no estaremos. Desde este punto de inflexión, es donde me pregunto: ¿Qué es pintar hoy en día un paisaje que pertenece a una Reserva de la Biosfera, a una isla en medio del océano Atlántico y también, por supuesto, al espacio interior de la memoria?

Lo que está claro es que el paisaje “llama”, produce una atracción; permanece su influencia en nosotros aunque cerremos los ojos, aunque nos alejemos viajando a otro lugar. Hay paisajes cuya contemplación produce un efecto balsámico. Volvamos a John Berger:

“Lo que vemos realmente (montañas, costas, cerros, nubes, vegetación) son consecuencias temporales de un evento indescriptible, inimaginable. Todavía vivimos ese evento, y la geografía, en el sentido en que la estoy utilizando, nos ofrece signos para que lo leamos, unos signos relativos a la naturaleza”. Afirma que “el carácter de un paisaje determina la imaginación de quienes han nacido en él. Nos habla de una ”llamada“ y que esta ”habla“ a la imaginación de los autóctonos, ”el trasfondo de significado que un paisaje sugiere a quienes lo conocen bien“. Lo que vemos en la aurora, lo que nos ciega a mediodía, el alivio que sentimos al caer el sol. Esto cambia según sea una jungla, un desierto o un bosque del periodo terciario. Aunque pueda haber otros condicionantes porque ”todas las vidas permanecen abiertas a sus propios accidentes y a su propia meta“, es la geografía la que puede ejercer una influencia cultural en la manera de entender la naturaleza. Y es una influencia visual. Según cuenta, ”en el mundo hay muchos más paisajes que no se prestan a ser pintados que paisajes pintables. El que tendamos a olvidarlo (con nuestros caballetes portátiles y nuestras diapositivas) se debe a una especie de eurocentrismo. Aquellos paisajes donde la naturaleza a gran escala se presta a ser pintada constituyen la excepción de la regla“. Más adelante define el asunto: ”Los paisajes pintables son aquellos en los que lo visible realza al hombre, en los que las apariencias naturales tienen sentido“.

Puede ser que estos sean los paisajes que quiero pintar, porque aquí en el norte de la isla, la orografía y lo que en ella se asienta se presta a ello. Según cuenta Andrea Wulf en “La invención de la Naturaleza (Taurus, 2017): siguiendo la estela de Humboldt, el naturalista escocés John Muir, salió a dar un paseo con una nueva edición de ”Personal Narrative“ en la mano, al regresar escribió: ”Solo fui a dar un paseo, y al final decidí quedarme fuera hasta el anochecer, porque descubrí que, al salir, en realidad estaba entrando“. Los cuadros que pretendo pintar, me gustaría que dieran esta misma sensación, que siendo imágenes del exterior, ofrecieran la idea de que podemos entrar en ellos. Si llama el paisaje, también debe llamar el cuadro. 

El cuadro del barranco de Los Tilos y el monte de Las Lomadas es una vista panorámica desde el puente. Decía en un texto anterior que este territorio queda más lejos de lo que aparentan las distancias. La vida antes era de la carretera hacia arriba; donde está ese monte verde que ven, antes se sembraba trigo y cebada, papas y coles. Se hacía carbón, en las rozas se extraían horquetas y varas, monte para el ganado y para hacer estiércol. Antes del alba subían los hombres callados a lomo de mulos y por la tarde, bajaban silbando o cantando con la carga del día. Después vinieron los Land Rover y los Volkswagen. Las guindas que antes traíamos en los mosqueros, ahora se las comen los pájaros. Son terrenos privados que hoy se hallan por un lado, abandonados y por otro, protegidos, como más les guste. Me decía, Aidín, uno de los hombres que en este lugar trabajó machete en mano: “Para que el monte esté saludable, para que esté frondoso, es conveniente hacer podas cada catorce o quince años como máximo”. Hoy el monte ha envejecido y avanza con sus laureles y viñátigos que si los dejo crecerían en el jardín de mi casa; avanza con sus brezos y fayas hacia el caserío de Las Lomadas, y nos empuja al mar, al callao donde todo termina. Y aquellos hombres y aquellas mujeres se fueron. Y se fueron sus hijos a la ciudad y ya ni saben dónde estaba el castañero del abuelo. Se perdieron los ciruelos y los perales, no se recogen las castañas. Se angostaron los senderos, se cerraron los caminos, se olvidaron los nombres sugerentes de tantos y tantos lugares que contiene esta pintura.

Esto que veis en el cuadro es, sobre todo, agua. El aire, las nubes, la vegetación, los riscos, los barrancos, los pájaros, el cernícalo sobre las tierras de labranza y la aguililla sobre el abismos de las laderas, no son más que agua. Ese espacio que ven es el lugar de Canarias que más precipitaciones registra anualmente. Un barranco increíble que se halla orientado a la entrada de los alisios. La lluvia horizontal. Si observan bien el cuadro, pueden ver una cuña de bruma entrando al final del barranco, en el espacio deslumbrante de los manantiales de Marcos y Cordero. Esa bruma es memoria, la busco cuando cruzo el puente y me lleva siempre a mi padre; el hombre que cuidaba el canal y los Nacientes, que tenía la llave de la Casa del Monte; el guardián de lo que para mí no pudo ser otra cosa que el paraíso en la tierra. Por esas casas blancas alineadas en el centro del cuadro, sube el camino hacia la cumbre. Como no recordaba todos los nombres de los lugares por los que pasa o a los que va el sendero donde hoy solo se ven turistas, llamé a mi hermano para que me ayudara con su memoria prodigiosa. A vosotros que me leéis, no os sonará a nada, pero a mí me conmueven. Aquí los enumero como homenaje a mi padre y a todos aquellos hombres y aquellas mujeres que lograron vivir, trabajar y soñar en un territorio que hoy es otro. Un espacio que es pura poética. Antes era un mundo y hoy es memoria:

Lomo Grande, El Topo, La Boca del Hoyo, Las Cancelas; a la derecha el Barranquito el Charco, Las Charquetas, el Valle Grande; subiendo Carra el Caballo, El Reventón, Carra la Burra; a la derecha Machín, el Arenero de Machín; a la izquierda Garcés, más arriba Los Cortes; subiendo Mulato; a la derecha la Casa de Mulato y las tanquillas del reparto del agua, el camino cubierto del Taboco, el Canal Chico; subiendo Montevedío, La Corujera, Las Roseras, la Casa del Monte; siguiendo el canal de los Nacientes, la Cañada el Chícharo, la Tanquilla de Aforo, la Cueva de los Murciélagos, el Túnel del Agua, el Caldero de Marcos, el Lomo Corto, el Lomo de Cordero, la Fuente Barbuzano, los Pasos de Cordero, el Pino Gacho; y hacia la cumbre, la Cueva de las Palomas, el Muelle: un sendero ceñido de nubes, la brisa en el pinar y el discurso perenne del agua que crea todos los colores del mundo, los colores que la mano ha puesto en el lienzo, los colores que nos invitan a entrar en la geografía de un paisaje de la isla de La Palma.

ÓSCAR LORENZO

San Andrés y Sauces

11-03-2025

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