Un día en Gerona

Óscar Lorenzo.

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El Ter, uno de los cuatro ríos de Gerona, no discurría, no bajaba, más bien se dormía en los charcos. En el Puente de Sant Feliu, los paseantes se apoyaban en la valla a mirar el río Onyar, un brazo que se desgaja del anterior para ladear el Barrio Antiguo. Las carpas de a kilo y negras como el color de la lava cuando se enfría, nadaban en un palmo de agua. Entre las hierbas crecidas algunos patos pasaban de largo; lo hacían sin mirar a los lados, como la protagonista de la secuencia final de la película El tercer hombre o más bien, como burguesas venidas a menos que paseando con la cabeza erguida disimulaban su ruina. La prolongada sequía en toda Cataluña tiene seco el lecho de los ríos. La Bruja de la Catedral de Santa María, castigada al frío en el lado norte, volverá a tirar piedras al templo si no llueve pronto. Y el Ángel de la Fe, que al otro lado destaca en lo más alto de la torre solitaria, no va a tener más remedio que ponerse, de nuevo, la venda en los ojos ante el exceso de sol y la escasez de nubes; quizá bastarían unas simples gafas oscuras. Es cuestión de tener fe y de aguardar no a Dios, sino a los vientos provenzales. Esperar del norte la salvación en forma de nieve y aguaceros.

Los primeros pobladores de esta hermosa tierra fueron íberos que se asentaron en los límites del llano, cerca del río. Más tarde, en el 77 a. C., Pompeyo construyó un campamento en un promontorio para vigilar la Vía Augusta, la autopista de entonces que unía el puerto de Ampurias con el de Cádiz. El 79 a. C., se da como año de su fundación. Pasados los siglos, como otros territorios, acabó perteneciendo a la dominante Corona de Aragón. Los árabes vinieron del sur en el 717 y de una pequeña iglesia hicieron una mezquita. En el 785, después de una rebelión ciudadana que consiguió el objetivo de acabar con la guarnición musulmana, se entregó la ciudad a Carlomagno; bajo su protección se convirtió en Condado de Gerona. Colaboró en la conquista de Barcelona y se unió a su condado. El cruce del milenio y los siguientes cuatro siglos fue una época de esplendor para la ciudad y también para la comunidad judía. De ahí viene que esta ciudad posea la judería más grande y mejor conservada de Europa. A pesar de su cercanía a la frontera o tal vez, por ello mismo, siguió creciendo del siglo XV al XVII y así, se reforzaron las murallas para defenderse de los ataques de los franceses. Pero fue la invasión de las tropas de Napoleón en 1808 la que más devastación supuso. En la actualidad, Gerona posee 102.666 habitantes que suelen pasar un invierno frío, un verano caluroso y un tiempo variable en primavera y en otoño según dice la Wikipedia. Por su situación, por su belleza y la gran riqueza artística que atesora, es una ciudad con afluencia turística. La catedral en sí misma y las joyas que contiene como El Tapiz de la Creación, el Beato de Gerona o la adosada y románica Torre de Carlomagno, la judería, las murallas, los baños árabes o el paseo arqueológico, son suficientes para más de una visita. El escritor Julio Llamazares en “Las rosas de piedra” (2008, Debolsillo), después de subir los cien escalones hasta la fachada de la catedral, se gira y mirando desde lo alto nos describe su visión:

“¡Que vista tan espectacular! Abajo, frente a sus pies, la escalinata desciende vertiginosa hasta la plaza que se abre justo al fondo, aprisionada entre los edificios como si fuera un pozo cuadrado. Más allá, la ciudad sigue, extendida, primero en torno al río y, luego, entre las colinas que pespuntean su orografía como si de una nueva Roma se tratara”.

Mi amiga Ana y yo, desde Badalona, cogimos guagua primero y metro después hasta la estación de Sants y allí tomamos el AVE a Gerona. 25 minutos de trayecto por el interior, sin ver el mar; campos labrados y colinas con arboleda, un paisaje agradable y que ofrecía la emoción de lo no visto anteriormente. Habíamos quedado con Cristina Masanés, escritora nacida en Manresa y radicada en l'Empordà, amiga de Ana desde los tiempos en que estudiaron Filosofía en la Universidad de Barcelona. A orillas del río Ter esperamos en una terraza, café y agua con gas. La propuesta de Cristina era: tapiz y ciudad. Había reservado mesa para tres en el Cafè le Bistrot, en la medieval y sugerente Cuesta de Santo Domingo. El día por delante se ofrecía como un cofre de tesoros. Nos fuimos internando hacia el casco viejo. Cruzamos la judería por sus calles estrechas y a través de sus arcos, ascendimos escalinatas pasando por rincones donde la piedra florece. Me vino a la mente la novela El Golem, del austriaco Gustav Meyrink, de su personaje Athanasius Pernath que no recordaba su pasado en el gueto judío de Praga. Nuestra amiga nos guió primero, hasta la Universidad del Barrio Viejo. En la Facultad de Letras recorrimos el claustro, gótico, elegante y luminoso, cerca se halla la Cátedra Ferrater Mora. Qué lujo estudiar aquí, -pensé-, rodeado de tanta belleza. Regresamos a la judería y por la Pujada de la Catedral y dejando atrás la Plaza de los Apóstoles, accedimos a la fachada del gran templo que domina la ciudad, sin subir los cien escalones, sino que lo hicimos por el lateral de la torre. A esa hora de la mañana numerosos turistas levantaban la vista hacia el rosetón, hacia el Ángel de la Fe o la dejaban ir y planear sobre los tejados y campanarios que dibujaban el curso del río o que se ceñían a la suavidad de las colinas. Abajo, la plaza que suelda la judería a la catedral a través de la gran escalinata, lo que parece que fue el foro de Gerunda, la antigua ciudad romana.  

El obispo Pedro Roger, hermano de Ermesenda de Carcasona, condesa de Barcelona y de Gerona, impulsó la construcción de la catedral a partir de 1015. Románica al principio, gótica a partir del siglo XIII, con una sola nave central sin columnas de apoyo, pero de una colosal dimensión que es única en el mundo. Puro asombro. El presbiterio al fondo, las capillas alrededor. La fachada que da a las famosas escaleras donde dice la leyenda que tendrá lugar el Juicio Final, no tuvo más remedio que ser barroca al construirse entre 1680 y 1730. Hasta 1960 no se dio por concluida la obra con la colocación de las esculturas en las hornacinas exteriores. Si contemplar la grandeza del interior de la catedral, un espacio despejado, apoyado solo en las paredes y en los nervios góticos, sin nada que le haga sombra, con vidrieras de catorce metros y rosetones de Saladriga, nos transforma en ángeles sobrecogidos, cruzar el portal de San Miguel y a la derecha, por una pequeña entrada, pasar al claustro del siglo XII adosado al lado norte, nos devuelve a la tierra como humanos agradecidos. Las arquerías del bellísimo claustro románico, de planta trapezoidal con cuatro galerías desiguales, sostenidas sobre columnas dobles, se hallan rematadas por unos capiteles delicadamente ilustrados. Los capiteles con escenas del Génesis o de Abraham y Jacob, muestran una abundancia narrativa y ornamental extraordinaria; los que no son de tema bíblico también; se despliegan sobre hojas de acanto, abundan aves con grandes picos, con cola de reptil, con cuerpo de grifo y otros seres fabulosos como basiliscos, incluso, sirenas. Se encuentran figuras humanas en combate contra leones y otras escenas de cacería o lucha. En la galería oeste, en la imposta de los canteros, se observan a los propios obreros trabajando ante un bloque de piedra o transportando agua o vino. En la galería este, se ve a Sansón dormido en las piernas de Dalila. Un fresco de la vida de hace 900 años, de cómo entendían aquellos maestros del tallado en piedra que había que representar el mundo, la lucha del bien contra el mal, los sueños y los miedos, lo que estaba permitido y lo que escapaba al control del poder. Un fresco como interpretación de una realidad que a nosotros nos queda lejos en los siglos, pero cercana en cuanto a su capacidad de reconocimiento, de algo que al margen del paso del tiempo sigue latente en nosotros. No sabemos si el bien existe, pero el mal es evidente que sí, nos recordaba Manuel Vázquez Montalbán. Establecemos una consonancia a través de una lectura cultural y por ello, adaptativa a una propuesta sugerente y con mucha carga simbólica. Desvelado el aparente caos del mundo, necesita el cuerpo desnudo un traje a medida para poder acudir a la fiesta. Consciente e inconsciente quedan complacidos porque se activan mutuamente ante un ofrecimiento que, además, es pura belleza. Belleza por encima del paso de los años y acentuada por ese mismo desgaste. Mires donde mires, hacia el suelo de grandes piedras pulidas y labradas, hacia las paredes interiores y los frisos, hacia los techos abovedados, hacia las columnas y sus capiteles, siempre hay algo que llama la atención. Con la mente serena, la vista descansa y se enriquece a la vez.

Mientras tanto, el rumor de una fuente en el patio central, la mágica luz que atraviesa los arcos y se desliza besando la cantería. Un gran fresco de la vida y de la muerte labrado en piedra, un idilio eterno entre la claridad y las sombras. Posee el arte románico una capacidad para suscitar la ternura y la comprensión serena, porque conmueve de un modo profundo y por ello mismo, al ser una belleza desnuda, es creíble; una belleza que abraza y proporciona milagrosamente algún tipo de alivio, un sosiego espiritual y artístico que tiene que ver con una plenitud humana que es inencontrable en estos tiempos de incertidumbre y de espectáculo vano.

La misma sensación de asombro agradecido nos produjo la contemplación del Tapiz de la Creación que se encuentra en una nave exclusiva del museo al lado del claustro. Esta tela bordada de 3,58 x 4,50 metros, románica del siglo XI, es una de las más antiguas conservadas en Europa. Con una iluminación adecuada para no dañar la lana y la fibra de lino, podemos observar esta obra de delicada belleza. Representa los primeros pasos del mundo. En el centro, Cristo Pantocrátor compartiendo la palabra divina; en la parte superior, el Espíritu Santo planeando sobre las aguas y flanqueado por la separación de la luz y las tinieblas del primer día, con sus ángeles lumínicos desplegados. En los círculos exteriores, las siguientes fases de la creación, el firmamento, los astros, la tierra, el mar, los animales y Adán y Eva. Cerrando la composición hacia el borde y en casillas diferentes, las estaciones, los meses y días de la semana y los cuatro ríos, que al igual que Gerona, regaban el Paraíso. Un tapiz de influencia bizantina, en tonos grises, ocres, verdes y rojos lavados. Un despliegue visual de gran capacidad gráfica y simbólica. Sobre esta perla apunta Julio Llamazares:

“¡Y qué bello todo a la vez! ¡Qué pureza en esos rostros que miran todo con estupor, comenzando por el propio Creador! ¡Qué dinamismo en esas figuras que estrenan lo que éste ha hecho y cuyos nombres y condición desconocen todavía claramente! ¡Qué confusión en los animales al descubrirse a sí mismos y entre ellos! ¿Puede haber algo más puro, más terrible y más bello al mismo tiempo?”. 

Alivio también fue el que sentimos mi amiga Ana y yo, cuando volando de Las Palmas a Barcelona, dejamos atrás la persistente ola de calor. El anticiclón de Las Azores había abandonado el Atlántico yéndose a una clínica de reposo en los Alpes, a la Montaña mágica de Thomas Mann; y se lo tomó con calma. Como estos circulan igual que las agujas del reloj, barría todo el aire caliente del desierto africano hasta nosotros. Ausencia de alisios salvadores y tiempo sahariano día y noche que, en toda Canarias, nos tenía acartonados desde hacía dos semanas. Cuando bajé de la guagua del aeropuerto de Gando en Bahía Feliz, al sur de Pozo Izquierdo y cerca del mediodía, estar al sol era un infierno y estar a la sombra era un horno. Daba igual, a sudar de lo lindo en la sauna del sur; cerveza y abanico por el día, vino blanco helado y buena conversación con mis amigos por la noche. Así que la idea de viajar al norte al día siguiente, en este caso a Cataluña, nos daría un bono gratis de cuatro o cinco grados menos de temperatura. Un respiro fue lo que sentimos al llegar a Badalona. Desde el balcón de la casa de Pedro, el hermano de Ana, muy cerca de la playa, a la derecha, se divisaba a lo lejos el antiguo embarcadero donde hace años, desde 1870, se exportaba el anís El Mono al resto del mundo. Mirando a la izquierda, hacia el norte se extendía el litoral del Maresme, la franja donde se interna el tren de cercanías que sigue la antigua línea de Barcelona a Mataró. Las luces se perdían en la noche y las estrellas se bañaban en la quietud del Mediterráneo.

El día que fuimos a Gerona, después de almorzar en el lugar de ensueño que antes les decía, un escenario para Otelo de Shakespeare, con el buen aroma del vino ‘Clamor’ de Raimat y la buena conversación tras las ricas viandas, bajamos la Pujada de Sant Domènec, cruzamos el río Onyar por el Pont de Sant Agustí y fuimos a tomar café a la Plaza de la Independencia. Un monumento recuerda a los defensores de Gerona cuando las tropas de Napoleón la asediaban. Ahora lucía una senyera en la mano izquierda del defensor que avanza decidido. Estando sentados en una de las terrazas, mientras hablábamos de escritura e intercambiamos libros, pasó por casualidad un amigo de Cristina que era historiador, rondaba los cuarenta y era marxista, según nos dijo. En quince minutos y sin llegar a sentarse, nos dio una clase magistral de historia. Nos contó cómo el grupo escultórico del centro de la plaza había sido utilizado según el momento histórico, por unos y por otros, cómo sin destruir la forma (dos hombres que avanzan sobre el cuerpo de un caído), se ha ido cambiando y adaptando el significado según interesara. Acompañamos a Cristina a una librería cuyo nombre no recuerdo, tenía que recoger unos relatos al ser jurado de un premio. Si en Sant Andreu, un distrito de Barcelona de 170.000 habitantes, se oye hablar español por sus calles y no hay turistas, en Gerona con una población de 100.000 habitantes se oye hablar catalán y pasan por sus calles manadas de norteamericanos en bicicleta, que, al parecer, según nos comenta Cristina, le han cogido el gusto al asunto y están ahora de moda. Cuando pregunté en la librería si tenían ‘Marca de agua' de Joseph Brodsky, un libro que desde hace tiempo estaba intentando conseguir, y el dependiente me dijo que sí, que Siruela lo había editado, me llevé una gran alegría. Tuve la conciencia clara de que ese libro del poeta ruso donde describe su amor por Venecia, un libro deseado, tenía que venir a encontrarlo en la librería más lejana a la isla donde vivo. De La Palma a Gerona. Una marca de agua. Recorrimos la ribera del Onyar, cruzamos hacia la muralla, pasamos por los Baños Árabes hacia el Parque Arqueológico; la tarde de octubre avanzaba sin nubes hacia el ocaso, nosotros hacia la Historia. Después, Cristina nos alcanzó en coche a la estación y nos despedimos hasta la siguiente ocasión, que no me importaría volver a repetir en cada uno de sus pasos. Acomodados en el AVE, Ana y yo, tras comentar brevemente la intensidad del día, regresamos a Barcelona; ella leyendo a John Berger y yo a Josehp Brodsky:

“Asumiendo que la belleza consiste en la distribución de la luz en la forma que más agrada a la retina, una lágrima es el reconocimiento, tanto de la retina como de la lágrima, de su incapacidad de retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación con la del sonido. Es el deterioro que separa la velocidad mayor de la menor lo que humedece el ojo. Debido a que es finito, irse de este lugar siempre parece definitivo; dejarlo atrás es dejarlo para siempre. Porque partir es un destierro del ojo hacia las provincias de los demás sentidos; en el mejor de los casos, hacia las grietas y hendiduras del cerebro. Porque el ojo se identifica no con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y para el ojo, por razones meramente ópticas, la partida no es el abandono de la ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad”. 

‘Marca de agua’  (Siruela, 2022), Josehp Brodsky (1940-1996)

 

ÓSCAR LORENZO

San Andrés y Sauces

11/11/2023

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