Como siempre, veo entusiasmos desmedidos por la parafernalia, por lo desmedido o exagerado, pues como decía el gran filósofo Euricles del Helicarnaso el único peligro del narcisismo es cuando pasa de ser individual a ser colectivo, así que cuando me preguntan por la fastuosa y marketiniana ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París digo que lo que más me gustó fue la lluvia, la hermosa lluvia, la siempre tan deseada, me atrevería a decir que la erótica lluvia, tal vez porque soy un gallego de Mazo renacido todos los días en La Palma. Lo siento, París, pero siempre nos quedará la lluvia, aunque la lluvia se haya vuelto tacaña y cicatera y mezquina, tal vez empobrecida porque cada vez miramos menos al cielo y no queremos que nuestros pies se manchen del barro del que nacimos. En medio del intenso figureo y la interminable pasarela del Sena se presentó, como una reina en el exilio, su majestad la lluvia, y no hace falta que llueva café, que no pedimos tanto, ni que caiga ‘agualluvia’ en Macondo, pues son malos tiempos para la lírica, para que nos conmueva como siempre el espectáculo más bello del mundo, la lluvia, la lluvia que nos recuerda que estamos hechos de materiales elementales y eternos, de agua, de barro, de viento. Y con todo, nunca ha sido más inútil mi paraguas. Además, los cuatro aguaceros fuertes que hubo este año me agarraron sendereando y sin paraguas. Bueno, también es verdad después de tanta lírica que nunca llueve a gusto de todos, pero más cornadas da la sequía, la pertinaz sequía que se decía en el antiguo régimen. En fin, la nostalgia me invade y creo que sólo mi paraguas me comprende.