Me dice un amigo que trabaja en los servicios secretos de nuestro Cabildo (su absoluta discreción es emblemática y casi nadie conoce su existencia, aunque existen noticias de ellos desde el siglo XVIII en el Archivo de Indias de Sevilla), me dice, repito, que la humildad y el parcheo son una tradición palmera muy arraigada, por eso cuando se hizo la primera evaluación de daños públicos después del volcán, se hizo muy, muy a la baja, por humildad y porque eso, es decir, evaluar los daños en mucho menos de lo que fueron en realidad facilitaría el parcheo y las obras constantes e interminables en el futuro, dando así satisfacción a nuestro folklore. Cuanto más dure una obra más nos representa. Mi amigo, no sin cierto sarcasmo, añade que también se debe a la fe del palmero en la eternidad, en una visión metafísica de la vida en la que las obras interminables nos señalan el camino a la eternidad. Cruzamos el túnel del tiempo y estamos en la eternidad, los trabajos de Hércules, el viaje de Ulises a una Ítaca no por inalcanzable menos deseada, el martirio de Sísifo cargando la piedra que cuando está llegando arriba vuelta a empezar, como si de una eterna Transvulcania se tratase. Trabajar en el Valle se trabaja, y duro, doy fe, pues he pasado muchas veces por las coladas y el trabajo es incesante y todo parece que va bien y está controlado, pero no, cruzas la carretera del Sur y va bien encaminada, pero siempre hay tramos pendientes, cruzas la Avenida Marítima de Santa Cruz y la obra promete, va quedando francamente bien, la verdad, pero algo parece que se ralentiza y no llega a la orilla, como ese crucero que nunca llegó a atracar en el puerto de Tazacorte. La teoría del parcheo es coherente con que La Palma está geológicamente en construcción, la cantidad de lava y arena que largó el Tajogaite lo confirma, cada volcán hace crecer la isla. Y eso son hechos.