Espacio de opinión de La Palma Ahora
La naturaleza y el arte
Ante la noticia aparecida en algunos medios de comunicación sobre mi postura respecto de la obra de Ibarrola en Garafía, debo aclarar algunos puntos. No estoy en contra de la intervención en sí misma y el señor Ibarrola merece todos mis respetos. Mi opinión en aquella reunión del Cabildo en la que se debatían los presupuestos para el año 2015 fue decir que no me parecía correcta la cantidad que se le concedía al proyecto para una instalación en la comarca de Garafía teniendo en cuenta las condiciones económicas en que se encontraba la zona: carreteras en mal o muy mal estado, caminos reales intransitables, falta de iluminación en muchos tramos habitados, escuelas cerradas, deficiencias sanitarias y reducida atención social. No me parecía de recibo un gasto tan grande en esos momentos. Esas fueron mis palabras. Nunca puse en duda el valor artístico del proyecto. Dudé del lugar y del dinero empleado para llevarlo a cabo. Y debo aclarar que mi postura respecto de ese tema y de otros cuando de intervenir en la naturaleza se trate, sigue siendo la misma de siempre. Los barrancos de Garafía merecen una respuesta por nuestra parte y la mía, partiendo de la duda y siempre poniendo en la balanza las dos opciones (intervenir o no intervenir en la naturaleza; que la mano del hombre se extienda sobre los elementos para transformarlos o que no lo haga), está sujeta a varias reflexiones sobre las intervenciones de los artistas en bosques, ciudades, parques y jardines.
Para unos, estas obras que se colocan tanto en carreteras, rotondas y caminos, como en calles, esquinas y placitas locales, son el producto de la soberbia del artista y de cómo se aprovechan de la tolerancia de los demás para imponer la presencia de sus productos; es el abuso de quienes viven con avaricia de la creación, sea del tipo que sea, y que, en su mayoría, se paga con el dinero del erario público lo que provoca la rabia de quienes creen observar esa prepotencia y se ven obligados a participar de sus resultados. Para otros, esas muestras son únicamente la manifestación del artista en toda su pureza; la expresión de una idea transformada en materia para que pueda ser contemplada.
La discusión queda servida. ¿Debe el hombre transformar el mundo a su imagen y semejanza? ¿Debe crearse solo por necesidad o utilidad o puede hacerse por una necesidad del hombre como artista o artesano? ¿Debemos estimar como bueno solo aquello que la naturaleza nos ofrece renunciando a las intervenciones del hombre en ella como si fueran sacrilegios? ¿Debemos renunciar al Partenón, a la torre Eiffel o al puente de Brooklyn y a todas aquellas obras que se hicieron, no por utilidad, sino por puro amor al arte? No todos estaremos de acuerdo. Habrá defensores y detractores, como siempre. Solo el tiempo dará o quitará la razón a unos y a otros. Lo único claro en estas disquisiciones es que siempre habrá quien haga del arte su razón de vida y quien haga de la destrucción de la naturaleza una manera de vivir y de entender las cosas.
Son muchos los escritores y artistas que han llegado a La Palma para enamorarse de ella. Antes y ahora, desde hace siglos, han escrito sobre ella o sobre ella han pintado o esculpido su obra. Nadie escapa a sus encantos y algún día habrá que sentarse a recopilar todas esas manifestaciones derramadas sobre esta isla bienaventurada. Ahora aparece un nuevo artista, Ibarrola que, como Antonio Gamoneda en su retiro espiritual de la isla escribe sobre flores, o, ya antes, Antonio Gala, Juan Manuel de Prada o José Hierro hablaron de lugares y personas que hay en ella. Agustín Ibarrola quiere hacer una escultura en homenaje a los barrancos de la isla, a la extraordinaria belleza de sus piedras y a la exuberancia de las plantas y flores que los inundan. El artista ha querido representar esas imágenes en una bellísima paleta de colores expuesta en su día en el Palacio Salazar de Santa Cruz de La Palma. Y, al ver sus intenciones, al escuchar y ver su proyecto, a un sector de la población les ha entrado de nuevo el miedo a la pérdida del patrimonio natural, a la tomadura de pelo, comprensible por otra parte al haber sido testigos de las aberraciones que algunos artistas han hecho en la isla.
¿De qué tenemos miedo? ¿Habrá en nuestros cerebros un rastro de temores primitivos ante la presencia de quienes vuelven para llevarse nuestros ganados, mujeres, hijos y cosechas? ¿Habrá tanto dolor acumulado ahí dentro de nuestras almas presintiendo siempre el horror de nuevas conquistas? Ibarrola, en varios viajes a la isla de La Palma, conoce Garafía y recorre barrancos y zonas de la comarca que muy pocos tienen el privilegio de conocer. Para Ibarrola es una experiencia que le deja impactado y vuelve a la isla repetidas veces para volver a encontrarse de nuevo con los parajes que tanto le han emocionado estéticamente. Imagino que en su alma de artista se plasman ideas y visiones de posibles proyecciones al exterior de lo que esos paisajes le inspiran al recorrerlos una y otra vez. Y decide o plantea la posibilidad de hacer unas intervenciones en uno de esos barrancos; una obra que exprese sus emociones, lo que el artista “ve” al contemplar tanta belleza. El mismo Ibarrola declara en repetidas ocasiones que su idea nos es destruir un espacio, al contrario, es construir, mostrar su esencia, enseñar la belleza que ese espacio contiene.
A partir de ese momento y una vez que el Cabildo de la isla reserva una parte de su presupuesto para hacer posible el proyecto y lo hace público, la guerra entre naturaleza y arte parece estar servida. Hay quienes piensan que una intervención en un espacio tan lleno de belleza es una injerencia destructiva; un atentado contra la naturaleza que expresa por si sola toda la belleza del mundo y no necesita adherencias de ningún tipo. Frente a esta posición, están los que opinan que el artista puede cambiar el orden natural y, por lo tanto, puede intervenir en el mundo que le rodea haciendo en él cambios y transformaciones que indiquen su concepto de lo bello. Ante estas dos opciones cabría hacer una sola reflexión: si el hombre interviene en la naturaleza para modificarla de una manera racional y en armonía con el medio en que sucede la intervención, no creo que haya nada que objetar. Si la mano del hombre construye para destruir lo que es hermoso por si mismo rompiendo el equilibrio que ese entorno posee, habrá que cortar su mano y no permitirle que intervenga en el entorno.
La crítica negativa debe hacerse sobre la obra de quienes en nombre del arte arrasan con lo que no necesita cambios o injerencias humanas. Levantar monumentos y estatuas donde no son necesarias o donde atentan contra la belleza y armonía del lugar, no es de recibo. Una escultura innecesaria es como un libro malo. Sobra. Pero si un artista ofrece un proyecto que en nada altera el equilibrio del lugar donde van a realizarlo, lo enaltece y lo dedica a dar relieve y conmemorar ese espacio, bendito sea ese proyecto. He visto los bocetos de Ibarrola que más bien son conceptos, ideas, para llevar a cabo en un lugar que no se ve si no quieres verlo; en un lugar donde nada se destruye sino más bien se alzaría como un homenaje a ese mismo lugar. Como una réplica a manos del hombre de lo que esa misma naturaleza ofrece. No es un elemento distorsionador del paisaje, sino más bien un comentario, un discurso visual sobre el paisaje que le rodea. No solo va a pintar unas piedras. Va a construir con piedras un monumento a la naturaleza que le rodea y que lo ha cautivado. Hay que oírlo hablar, expresar lo que siente ante tanta belleza, para entender su concepto de obra de arte. Esta instalación es solo una reflexión sobre lo que le ha impactado y ha conmovido su alma. Una vez entendida la obra de esta manera solo cabe preguntarse si ese espacio necesita esa intervención y si la naturaleza allí existente necesita de la mano del hombre para mostrarse en todo su esplendor. Esa es la clave de toda esta disquisición. No cabe otra: intervenir para embellecer o intervenir para destruir la belleza que ya existe.
Garafía es un territorio en estado puro. Abrir una carretera en esa comarca fue una intervención humana que ayudó a sus moradores a salir del hambre y del aislamiento social. Sirvió para mejorar sus vidas. Probablemente aquello pudiera parecer hoy a muchos defensores de la naturaleza un atentado al medio ambiente. Se talaron árboles, se desbrozaron y desorribaron montes para abrir esas vías de comunicación que hoy entendemos como una solución menos mala para ayudar a una comarca a salir de su miseria. Levantar una casa, instalar los postes de la luz encima de los barrancos o colocar cañerías de agua barranco abajo intentando destrozar lo mínimo y siguiendo las leyes del orden y la armonía con el entorno, no es un atentado, es una manera de mejorar la vida de los habitantes de la zona. Levantar viviendas, trazar caminos nuevos o construir cementerios no es algo malo en si; hacerlo bien es lo importante. No hacerlo, un error. No debemos encerrarnos en una cueva, celosos y huraños con ese tesoro entre los brazos, pensando que pueden venir con la intención de arrebatárnoslo. Nadie puede robarnos tanta belleza. Podemos compartirla, derramarla a manos llenas. Generosamente. Debemos custodiarla, no esconderla. Debemos enseñarla, no ocultarla. Debemos guardar celosamente lo nuestro para que nadie venga a herirnos o a destruirnos gratuitamente, pero debemos permanecer abiertos a lo que nos venga por amor, no por imposiciones políticas o de aquellos que viven a costa de la inocencia ajena y nos imponen sus obras o sus criterios como si fuera lo único posible.
Debemos luchar contra aquellos que construyen, diseñan puentes o carreteras innecesarias atentando contra el medio y la cultura propia de una zona solo para su lucro personal, no para el beneficio de los ciudadanos. De la misma manera que debemos luchar contra quienes en nombre del arte intentan colocarnos sus obras allí donde no son necesarias y donde representan un atentado contra la belleza del lugar. Construir un mirador en Garafía para ver tanta maravilla no es malo; lo malo es levantar un templo donde no hay fieles ni dioses que adorar. En resumen: si un artista con amor y deslumbramiento por un lugar imagina una obra que nos hace pensar y valorar lo que poseemos, bienvenido sea. Si lo que propone es destrozarnos el entorno o robarnos nuestros tesoros naturales, debe irse por donde vino.
Elsa López
29 de Febrero de 2016
Ante la noticia aparecida en algunos medios de comunicación sobre mi postura respecto de la obra de Ibarrola en Garafía, debo aclarar algunos puntos. No estoy en contra de la intervención en sí misma y el señor Ibarrola merece todos mis respetos. Mi opinión en aquella reunión del Cabildo en la que se debatían los presupuestos para el año 2015 fue decir que no me parecía correcta la cantidad que se le concedía al proyecto para una instalación en la comarca de Garafía teniendo en cuenta las condiciones económicas en que se encontraba la zona: carreteras en mal o muy mal estado, caminos reales intransitables, falta de iluminación en muchos tramos habitados, escuelas cerradas, deficiencias sanitarias y reducida atención social. No me parecía de recibo un gasto tan grande en esos momentos. Esas fueron mis palabras. Nunca puse en duda el valor artístico del proyecto. Dudé del lugar y del dinero empleado para llevarlo a cabo. Y debo aclarar que mi postura respecto de ese tema y de otros cuando de intervenir en la naturaleza se trate, sigue siendo la misma de siempre. Los barrancos de Garafía merecen una respuesta por nuestra parte y la mía, partiendo de la duda y siempre poniendo en la balanza las dos opciones (intervenir o no intervenir en la naturaleza; que la mano del hombre se extienda sobre los elementos para transformarlos o que no lo haga), está sujeta a varias reflexiones sobre las intervenciones de los artistas en bosques, ciudades, parques y jardines.
Para unos, estas obras que se colocan tanto en carreteras, rotondas y caminos, como en calles, esquinas y placitas locales, son el producto de la soberbia del artista y de cómo se aprovechan de la tolerancia de los demás para imponer la presencia de sus productos; es el abuso de quienes viven con avaricia de la creación, sea del tipo que sea, y que, en su mayoría, se paga con el dinero del erario público lo que provoca la rabia de quienes creen observar esa prepotencia y se ven obligados a participar de sus resultados. Para otros, esas muestras son únicamente la manifestación del artista en toda su pureza; la expresión de una idea transformada en materia para que pueda ser contemplada.