“Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi” aconseja a Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, su sobrino Tancredi Falconeri en la novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa El Gatopardo. O sea: “'Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie'”. La cita es bastante adecuada para comprender el trasfondo de la abdicación de Juan Carlos I en Felipe VI.
La novela de los años 50 del pasado siglo de la que luego se haría una conocida película protagonizada por Burt Lancaster, Claudia Cardinale y Alain Delon (Luchino Visconti, 1963) está ambientada en el siglo XIX en pleno Risorgimiento italiano, cuando en 1860 las tropas garibaldinas van culminando la unificación de Italia y una buena mañana al alba y con viento de Levante desembarcan en el viejo reino borbónico de Napoles y Sicilia. Sí, han leído bien, ¡¡borbónico!! Porque aunque en nuestros días solo subsista una rama reinante de esta familia en España, que ha llegado hasta nuestros días, y la más mundialmente famosa, quizá por su cruenta relación con la guillotina, haya sido la francesa, también hubo otra rama que reinó en Napoles desde el siglo XVIII.
De hecho quien ha pasado a la posteridad con el halagador y elogioso apelativo de El mejor alcalde de Madrid, el rey Carlos III, arribó a mediados de dicho siglo al trono de España, tras haber reinado brevemente en Napoles, para cubrir la vacante laboral que había dejado al morir su hermano Fernando VI. Cosas de las monarquías, que se encuentran entre las primeras multinacionales de las que la Historia tiene noticia, aunque su funcionamiento siempre haya sido el de una empresa familiar y su ámbito de actuación y decisiones no sea el estrictamente privado, sino eso que nos afecta a todos y que se conoce como Res Pública.
Y, en fin, lo que se narra en El Gatopardo, aunque no se refiera estrictamente a ninguna monarquía, son los avatares a que en aquel cambio de era -en el que, por cierto, nace también en Sicilia La Mafia- debe hacer frente la gran familia aristocrática de los Salina. Y cómo, ante el ascenso de la burguesía, apoyada por las bayonetas garibaldinas, sus miembros no tienen más remedio que terminar uniéndose, para conservar lo más que puedan de sus privilegios, a esa nueva clase social emergente. Y en medio: junto a románticos y desiguales amoríos, un sinfín de batallas y revueltas que, según Lampedusa, en realidad “se libran para que todo siga como está”. “¿Y ahora qué sucederá?”, se pregunta desde la distancia uno de los personajes, “¡Bah! Tratativas pespunteadas de tiroteos inocuos, y, después, todo será igual pese a que todo habrá cambiado”.
Realizo esta introducción pretendidamente zumbona al tema que nos ocupa sabedor de que si son ustedes suscriptores Premium seguro que son gente inquieta y bien informada, por lo que va a ser bastante difícil que yo les cuente algo que a estas alturas no hayan leído u oído -ni tampoco pensado- sobre la abdicación de Juan Carlos I, sobre sus posibles motivos o sobre sus consecuencias. No obstante, y por tratar de seguir cultivando un poco el humor y la retranca antes de entrar en materia, les diré que ahora que casi todo el mundo está de acuerdo en que la renuncia de Juan Carlos empezó a ser contemplada como una posibilidad cuando hace algo más de dos años se pilló al monarca in fraganti con un elefante (además de con una bella princesa centroeuropea) en Botswana, quizá sea también bueno recordar que, tal como se señala en la edición que de El Gatopardo realizó Seix Barral en 1984, su traducción correcta al español sería la de El Leopardo Jaspeado o El Serval, pues con esos dos nombres se conoce en nuestro idioma a ese pequeño felino, denominado en Italia gatopardo africano, que puede llegar a alcanzar un metro de longitud y que está presente en casi todo el continente vecino, ya sea en el matorral o en la sabana, e incluso en algunas zonas del desierto del Sáhara como Túnez o Argelia. El lindo y elegante gatito, de carácter básicamente depredador y carnívoro, formaba parte del escudo de armas de la familia Salina. Y es por eso que Don Fabrizio en algún momento de la novela, en que se inflama de nostalgia por el esplendor perdido, exclama: “Nosotros somos leopardos y leones, quienes tomarán nuestro lugar serán hienas y chacales. Pero los leones, leopardos y ovejas (Salina identificaba a las pacíficas ovejas con el campesinado, y en su interesado juicio estimaba que dicha clase social también resultaría perjudicada por los cambios) seguiremos considerándonos como la sal de la tierra”. Vamos, que con ese quijotesco empeño en la convivencia entre herbívoros y grandes depredadores, ignorando a los carroñeros y hienas de toda laya que siempre han existido y existirán existiendo, y metiéndolo todo en el bello lema evangélico de la sal de la tierra, como si se tratara de una turmix, a este Príncipe venido a menos y de grandes ademanes hidalgos que se crece en la derrota le habría faltado poco en nuestro tiempo para convertirse en destacado socio Vip del palco del Atlético de Madrid.
En fin, bromas aparte y centrándonos un poco más seriamente en el asunto, lo cierto es que la abdicación del pasado 2 de junio de Juan Carlos de Borbón es un acontecimiento tan novedoso para la historia reciente de España que aún no estamos en condiciones de saber con exactitud qué consecuencias puede tener, aunque la intuición nos diga que pueda servir para abrir un tiempo nuevo, y que de cara a las elecciones municipales y autonómicas del año que viene probablemente nos encontremos desde ya mismo en un proceso preconstituyente. Más que nada porque la salud del actual sistema político nacido en 1978 -de la que la salud del Rey cansado y golfillo es una buena metáfora- ya no da más de sí ante el descrédito generalizado de casi todas las instituciones, a causa de la corrupción y la crisis económica generalizada, y ante un desafío territorial tan poderoso y peligroso para la convivencia como el que Catalunya ha planteado con el referéndum previsto para el próximo mes de noviembre.
Renovarse o morir
Y es por eso que desde la cúspide del propio sistema se ha optado por mover ficha y aplicar el gatopardiano lema de renovarse o morir, porque si no se afrontan cambios de cierta profundidad -y que no pueden limitarse a un cambio de titular- corremos todos -leones, ovejas y hienas- el riesgo de que se nos vaya acabando el invento o, dicho de otro modo, que la situación se vaya pudriendo tanto que, dentro de unos años nos encontremos en escenarios que aunque ahora nos parezcan impensables -como el ucraniano- no son del todo imposibles.
Y la verdad es que con su abdicación y los primeras palabras que ha pronunciado Felipe, Juan Carlos ya ha logrado parte de su objetivo, pues el nuevo escenario ha cogido a Más y ERC con el paso bastante cambiado y para corroborarlo no hay más que fijarse en la cara de cabreo que tenía el president cuando compareció para valorar una noticia de la que seguramente no había sido informado.“Quién me ha robado la cartera”, parecía querer decir con una expresión facial digna de los tiempos más gloriosos de Xavier Arzalluz. Y es que al abrirse un proceso preconstituyente el empeño que algunos en Catalunya siguen teniendo en celebrar un referéndum ilegal pierde ya todo sentido si es que en alguna ocasión lo tuvo. Ahora les tocará mover ficha a ellos, pero el hecho de que en las concentraciones que se convocaron en Catalunya para reclamar la República hayan marchado juntas la estelada independentista y la tricolor española es todo un síntoma de que el escenario ha cambiado.
Después, también hay que decir que al margen de cómo se resuelva el asunto de Catalunya, en el otro debate que parece haberse planteado entre Monarquía y República, es tremendamente improbable que, pese a la inicial algarabía de algunos, y por mucho proceso constituyente que se abra a partir de las elecciones generales del año que viene, vaya a producirse un cambio en el modo de elección de la Jefatura del Estado. Y es que, con independencia de que se abra un proceso en que puedan incorporarse al sistema político español algún tipo de valores republicanos, si Juan Carlos I y el establishment han llevado a cabo esta operación gatopardiana ha sido precisamente, y entre otras razones, para asegurar la continuidad de la institución y de la dinastía antes de que las cosas fueran a peor.
En este sentido, ni que decir tiene que la situación del PSOE constituía una de las claves y, tras saberse que Rubalcaba había tenido conocimiento de la abdicación,se entiende mucho mejor su decisión del lunes posterior a las europeas de anunciar que se marchaba, aunque sin irse del todo y sin dejar paso a una gestora que pilotase el tránsito al cónclave extraordinario. Y aunque haya habido algún dirigente díscolo que en el partido reclame que, con independencia del respaldo a la abdicación de la semana que viene, se incorpore al programa del partido un Referendum sobre la forma de Estado, son totalmente minoritarios y no hay entre ellos pesos pesados de importancia.
Eso sí: sería de esperar que, si los socialistas consiguen alguna vez resolver sus problemas internos y más específicos, aprovechen los inicios del reinado de Felipe VI para incorporar al funcionamiento de la política en este país muchos valores republicanos que se quedaron por el camino por el peculiar y gatopardiano modo en que se llevó a cabo la Transición a la democracia tras la muerte en la cama de Francisco Franco. Y es que, tras el jaque al bipartidismo que supusieron las elecciones europeas, con la irrupción de Podemos y el crecimiento de IU a su izquierda, y la consolidación de UPyD a su derecha, si bien el PP también ha sufrido un fuerte castigo, el PSOE no puede seguir ignorando el descrédito creciente de que es objeto por parte no ya del conjunto de los ciudadanos, sino de sectores cada vez más amplios de su electorado tradicional.
Y no es solo una cuestión relativa a los problemas que con carácter general afectan a la socialdemocracia en toda Europa, y que se evidenciaron en los últimos tiempos de Zapatero, por las contradicciones de su política económica. Tampoco se trata solamente, aunque también y mucho, de las contradicciones de su modelo territorial (los dimes y diretes en torno al derecho a decidir del PSC, y sus posiciones a veces incomprensibles, han repercutido gravemente en la consideración que en toda España hay del PSOE). Ni siquiera me estoy refiriendo a que se necesiten caras nuevas porque la generación de la Transición está ya más que amortizada y la de Zapatero se quemó muy pronto. Es que la ciudadanía percibe cada vez más a la clase política en su conjunto -y, por ende, también a los socialistas- como miembros de una casta que se instala en el poder con el régimen del 78 y que, con independencia de las siglas, es cómplice de la corrupción. No se trata de una percepción nueva y que naciera con la crisis, pero cuando ésta se instaló en muchos hogares de a pie para no irse, mientras los instalados, con independencia de sus siglas y de la diversa cuantía de sus escándalos de corrupción, han seguido con sus privilegios, la cosa tenía que estallar por algún lado. El “Y tú más” de los dos grandes partidos genera en la peña cada vez más rechazo y el 15-M y la irrupción en el panorama político que desde entonces tiene lugar de otras formaciones -que van de UPyD a Podemos- es ahí donde debe inscribirse.
Clamor ciudadano
Y demandas que antaño podían parecer demasiado sofisticadas, como la de la reforma del sistema electoral, la despolitización de la Justicia y de los órganos reguladores, la supresión de las “puertas giratorias” que permiten tanto a socialistas como a peperos sentarse en los consejos de administración de grandes empresas, la austeridad en la percepción de remuneraciones cuando al mismo tiempo a los demás se nos recorta, y una mayor transparencia en las administraciones públicas constituye ya todo un clamor ciudadano para quienes saben que junto a casos como Gürtel o la contabilidad B del Partido Popular los socialistas no están precisamente impolutos.
No obstante, siendo grave la corrupción en los partidos, no se puede ignorar que ha sido la implicación de miembros de la Casa Real en el caso Noos lo que ha terminado por producir un enorme descrédito de todo el sistema y si bien en la abdicación han influido un conjunto de circunstancias, seguramente también ha sido una de las causas. Y es inevitable relacionar todo ello con las zonas de sombra que en la Constitución siempre han existido respecto a las competencias del Rey en asuntos como la política exterior o la Defensa, y las privilegiadas relaciones de amistad de Juan Carlos con las monarquías del Golfo (Pérsico) o con su primo el Rey de Marruecos, sin que en muchas ocasiones se haya podido distinguir el límite entre sus actuaciones públicas y privadas.
Es por ello bastante falso el relato que muchos nos han querido vender del reinado de Juan Carlos, según el cual a una primera etapa esplendorosa en sus inicios (piloto de la Transición, garante de la Democracia el 23-F, gran embajador de España en el exterior) habría seguido otra más oscura caracterizada por la permisividad con los negocios corruptos de miembros de su familia y la proliferación de aventuras extramatrimoniales y amantes diversas en su vida privada.
Hoy sabemos bastante bien, gracias a las revelaciones de distintos periodistas e investigadores lo que era un secreto a voces: que las amantes existieron desde antes de que accediera al Trono y que la relación personal entre él y la Reina hace ya muchos años que es, por decirlo generosamente, tremendamente fría. La verdad es que la vida privada de Juan Carlos no debería importarnos más que la de cualquier otro españolito o españolita, si no fuera por las implicaciones que para el Estado esas relaciones y aventuras puedan haber supuesto. Y no por otra cosa es por lo que dichos episodios han pasado de la prensa del corazón a las páginas de política, si bien con ello también se ha evidenciado el carácter patético y ridículo en cualquier democracia de toda monarquía: y es que en dicha forma de Gobierno se imbrican y mezclan, como si fueran el agua y el aceite, el Derecho Constitucional y el modo como una sociedad decide organizarse, regirse, y disponer de un Jefe del Estado que nos represente a todos (la política, la Res Pública) con el Derecho de Familia y la moral personal de las personas (que es algo que tiene carácter privado y en lo que el Estado que todos conformamos no debe interferir a no ser que tenga lugar un delito).
Cuestión en principio más grave es la de las amistades peligrosas, que también existieron siempre y mucho antes de la Princesa Corinna -Colón de Carvajal, Javier de la Rosa, Mario Conde- y que, como en el caso de la Princesa centroeuropea aparecen en más de algún caso relacionadas con su difusa actividad exterior y sus negocios privados. Y todo el mundo que estaba en la pomada lo sabía, pero como en el caso de las amantes, aquello era un tabú para la prensa. Porque como la Transición se hizo con él como piloto y motor, aquello se le perdonaba por los servicios prestados.
Artífice pero menos
Y es que no cabe duda y no deben a nadie doler prendas en admitir el papel de quien deja de ser Rey como artífice fundamental de la Transición desde el régimen de Franco a la democracia parlamentaria. No obstante, y aunque Juan Carlos recibió de Francisco Franco casi todo el poder que aquél tenía y podía haberse empecinado en retenerlo sin propiciar dicho proceso, también debe decirse que en el caso de que no hubiera procedido así no habría sobrevivido políticamente. Y guiado por el establishment y por su entorno más cercano, con el respaldo de la Unión Europea y Estados Unidos, y el impulso de una sociedad que tras años de mordaza y represión deseaba ansiosamente libertad sin ira, Juan Carlos de Borbón hizo lo que tenía hacer. Nada menos, pero tampoco nada más. Aunque justo es reconocer que ello le valdría el reproche de los sectores más ultramontanos del régimen anterior, que no deseaban dicho tránsito.
Debe decirse además que todo ese relato de la Transición que durante años trató de vendérsenos, está ahora seriamente tocado. En ese sentido, la conclusión a que se llega, tras las revelaciones del libro publicado por Pilar Urbano tras la muerte hace meses de Adolfo Suárez, sobre la quiebra de las relaciones del Rey y el primer presidente de la democracia antes, en torno e inmediatamente después del Golpe de Estado del 23-F de 1981, son muy significativas. Y es que con la distancia que aportan el poso y paso de los años hoy ya ha quedado bastante esclarecido que si Suárez decidió abandonar la Presidencia del Gobierno en enero de aquel año fue porque tenía totalmente en contra a eso que hoy llamamos sistema o establishment y entonces se denominaban los poderes fácticos: poder económico y financiero, actores internacionales como USA, nueva prensa democrática, pero también, y sobre todo, al antiguo ejército de Franco, que muy castigado por el terrorismo y descontento con el rumbo del Estado de las Autonomías amenazaba un día sí y otro también con el llamado ruido de sables.
Y es que junto a los rumores de un Golpe de Estado duro como el que luego intentó Tejero, los periódicos hablaban de vez en cuando de la creación de un Gobierno de Gestión presidido por el antiguo preceptor del Rey y buen amigo suyo, el General Alfonso Armada, un tipo que aunque fuese muy conservador era relativamente abierto y culto. Una especie de De Gaulle, que sería investido legalmente por el Parlamento tras la presentación de una moción de censura que podría ir firmada por representantes de todos los partidos, incluido el PCE. Y es que Suárez no solo tenía enemigos en el PSOE o en AP; también los tenía en su partido, la UCD. La situación era crítica y el Rey, que -según Urbano y sus fuentes- veía con buenos ojos la solución de Armada, le pidió varias veces la dimisión a Suárez y sostuvieron varias reuniones muy tensas. Al final, Suárez accedió a irse, pero sin aceptar que un militar, aunque fuera investido por el Parlamento, le sucediera, porque aquello era volver a poner el país en manos de los militares y él no había dedicado su vida política a eso, sino precisamente a lo contrario. Y por eso presentó la opción de un político de la UCD: Leopoldo Calvo-Sotelo.
La clave era que el Rey era -y sigue siguiendo- según la propia Constitución el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas. Debe reconocerse que gracias a esa condición pudo parar el Golpe y evitar que los tanques salieran a la calle más que en Valencia. Pero también parece claro que otra de las razones del fracaso fue que ambos golpes, que eran conocidos por el CESID (hoy CNI), confluyesen y Tejero (que quería una Junta presidida por el ultra Milans del Bosch y no un Gobierno “con comunistas” como Tamames o Jordi Solé Tura) y Armada no se entiendesen. ¿Cuál hubiera sido la actitud del Rey si, como pretendía, Armada hubiera podido entrar en el hemiciclo y dirigirse a los diputados? ¿Siguió dando algún tipo de alas a Armada tras la dimisión de Suárez? Según Urbano, el recientemente fallecido expresidente entendió que sí y lo primero que le dijo al monarca cuando volvieron a verse fue: “Nos la has metido doblada”. No sería el único presidente del Gobierno con quien Juan Carlos tendría roces y profundos desacuerdos. También los tuvo con Aznar a cuenta de la política exterior en asuntos como las relaciones con Marruecos o la participación de España en la Guerra de Irak.
Tasar competencias
Con todo, el problema que subsiste es el de cuáles deben ser las funciones y competencias del nuevo Rey y que éstas sean debidamente tasadas, bien en una nueva Constitución o bien en una Ley específica que regule sus funciones. Y que éstas se cumplan. En las muchas tertulias que hemos oído estos días, un periodista que normalmente está bien informado como Graciano Palomo, aseguró que el director del CNI, el general Félix Sanz Roldán, despacha unas dos veces en semana con el monarca. Solo con que lo hiciera una vez al mes el hecho ya sería llamativo, puesto que imaginábamos que quien dirigía los servicios secretos era el Gobierno de España a través de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría. Pero la revelación efectuada por Palomo tal vez no nos extrañe tanto si tenemos en cuenta que aunque la Constitución establece con claridad que es el presidente del Gobierno quien elige libremente todos los ministros de su gabinete y que al Rey solo le corresponde poner la firma, se ha establecido la costumbre de que el de Defensa lo pone el Rey, aunque en la lista que inicialmente elabora el presidente del Gobierno figure otro. Así es sabido que en el primer Gobierno de Aznar Juan Carlos impuso a Eduardo Serra, que había sido secretario de Estado con el PSOE. Dentro del actual Gobierno de Rajoy, la propuesta inicial para el ministerio de Defensa era José Manuel García Margallo -el ministerio de Exteriores al que fue desplazado éste iba a ser en principio el destino de Arias Cañete- pero Juan Carlos impuso a Pedro Morenés, un independiente muy bien relacionado con la industria bélica.
En el otro ámbito, el de la política exterior, esas funciones del Rey como “el mejor embajador de España” también han suscitado más de un chirrido, no solo porque puedan ser impropias o de difícil deslinde con sus actividades privadas, sino por la necesidad de refrendo de sus actos, lo que implicaría que estuviera siempre acompañado de un miembro del Gobierno. Y eso es algo que en alguna de sus visitas a Marruecos a la que en principio se dio carácter privado, pero que finalmente tuvo dimensión política, no siempre ha sucedido. Y es que aunque nos encontremos ante un Rey que formalmente reine pero no gobierne, de lo que no cabe duda es de que ha sido un Rey que influye y al que le gusta también influir. ¿Dejaremos que siga teniendo el mismo papel Felipe VI?
[Este es un contenido Premium de CANARIAS AHORA SEMANAL. Hazte Lector Premium para leerlos todos y apoyar a sus periodistas]