Salió temprano de la falda de la Isleta. La chalana, ajada por el sol y la sal, aún resistiría unas cuantas faenas más... al menos eso deseaba. Cuando la “Violeta” no diera para más mudaría sus cañas a las rocas de Los Nidillos, frente a la casa.
Desde que John Huston y Gregory Peck rodaran Moby Dick, justo ahí delante, Chano, que entonces era un niño, se encariñó con las ballenas. Pudo ver de cerca el trabajo que los carpinteros de ribera del puerto hicieron construyendo la gigantesca maqueta de la ballena blanca y la vió asomar, emergiendo de aquellas mismas aguas, mientras rodaban las escenas de la batalla final del Capitán Ahab contra el gigante albino.
Mientras el Sol comenzaba a asomar sobre la línea del horizonte miró embelesado a tierra y vió flotar de nuevo a la ballena. La isleta, ya sin isla, quedaba cada vez más lejos. La Violeta, a la deriva, permaneció varada en la infinita moqueta azul. Quieta. Aquella porción de tierra dormía acostada sobre el Atlántico y, en su delirio, lo saludaba en un salto acrobático que levantaba olas de seis metros cuya espuma llegaba, sonámbula, a la orilla de sus labios.
A Chano le ocurría lo mismo que a las ballenas, cuyo sueño descansa en la parte de su cerebro que queda despierta y que permanece alerta, en vigilia vigilante, mientras la otra se permite desconectar, soñando que aún conserva toda la dentadura.
Aquella tarde, mientras el sueño de Chano despertaba de su letargo, sintió pegada al bote a la ballena respirar. El chorro de agua cayó sobre su cara y el ojo, del tamaño de su mano, lo saludó con el guiño que repetía cada día. Aquel era el idioma en el que se entendían, el de la memoria compartida y la alegría del reencuentro.
Ahora sí, él podía volver tranquilo a tierra y ella a la profundidad marina del sueño de ambos, conscientes los dos de saberse aún vivos, el uno para la otra… y viceversa.
De vuelta a tierra fue consciente de que aquel había sido, sin dudarlo, el amor de su vida.