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El desempleo, según mi abuelo
Mi abuelo no concebía el desempleo masivo, como fenómeno económico. “No sé cómo puede haber tanto paro –solía decir-, con todas las cosas que hay por hacer”. Nuestra visión de cualquier fenómeno o realidad económica está siempre muy condicionada por el contexto y las situaciones que hemos vivido y las realidades que nos rodean. Mi abuelo, que si hubiera podido estudiar habría sido un excelente economista, tenía una experiencia vital muy diferente a la que podemos tener muchos economistas de mi edad: había nacido y crecido en la España de la primera mitad del siglo XX, un país pobre y atrasado pero en el que, paradójicamente, el desempleo no tenía la magnitud actual; y había pasado toda su vida en Valderredible, en un mundo rural donde las tareas por hacer son tan enormes que se funden con el horizonte de tierra y bosque.
En nuestra realidad actual, el desempleo es un problema económico y social de primera magnitud. La tasa de paro se situó en España en 2015, según la EPA, en el 22,1%, con más de 5 millones de personas en situación de desempleo, en promedio anual. Dicha tasa supera actualmente en nuestro país, por sexto año consecutivo, el 20%; en los últimos 35 años, ese umbral se ha superado hasta tres veces, mientras que el paro únicamente ha caído por debajo del 10% durante 3 años, coincidiendo con el máximo apogeo de las burbujas inmobiliaria y financiera (previo a su explosión).
También en Cantabria se trata de un grave problema: aunque la tasa (el 17,7%, en el promedio de 2015) es algo inferior a la española, su evolución reciente ha sido aún peor, mostrándose como un fenómeno fuertemente enquistado. El desempleo, por tanto, se ha convertido en un grave problema estructural, tanto a nivel estatal como en nuestra región. No puedo evitar preguntarme, como hacía mi abuelo, y tratar de responder desde mi perspectiva como economista, si esto tiene sentido en un país que se sitúa, aún con todo, entre las economías más avanzadas del mundo, con un nivel de producción de unos 23.000 euros por habitante (10 veces, en términos equivalentes, el que había el año en que nació mi abuelo).
En una economía de mercado, el desempleo se produce como consecuencia de un desajuste entre el número de personas que desean trabajar y el que las empresas quieren contratar. El desempleo genera graves problemas económicos y sociales, especialmente cuando la situación se prolonga y resulta más difícil salir de ella (como ocurre en nuestro país, donde unas 3 millones de personas – en torno al 60% de los desempleados– está en paro desde hace más de un año): pérdida de recursos económicos que sufren las personas en esta situación, pérdida de su capacidad productiva que sufre el conjunto de la sociedad, riesgo de exclusión laboral y social para los desempleados de larga duración, riesgo y miedo a quedar en el paro para aquellos que tenemos un empleo… Los efectos del desempleo y la preocupación que despierta son tales que cerca del 80% de la población lo incluye entre los tres principales problemas de España, según el Barómetro del CIS.
¿Cómo pueden las políticas económicas actuar para mitigar el desempleo? Al no ser fácil incidir sobre el número de personas que desean trabajar, la mayor parte de las políticas tratan de actuar sobre el número que las empresas están dispuestas a contratar. Estas querrán contratar a trabajadores siempre y cuando el valor de lo que producen supere al coste de contratarlos. De ello se derivan dos grandes líneas de actuación: las centradas en incrementar el valor de lo producido y las dirigidas a reducir el coste de contratación.
Entre las primeras se encuentran las actuaciones orientadas a aumentar la formación y cualificación de los trabajadores, la innovación tecnológica y productiva y el cambio del modelo productivo hacia actividades con mayor valor añadido. También incrementarían el valor de lo producido políticas que mejoren la situación general de la economía (dado que para que lo producido tenga valor, es imprescindible poder venderlo), así como el fomento de las exportaciones y la apertura a nuevos mercados. Todas estas actuaciones son fundamentales, pero requieren un gran esfuerzo y sus resultados no siempre son sencillos y, mucho menos, inmediatos.
Por otro lado, entre las medidas orientadas a reducir el coste de contratación destacan las encaminadas a disminuir los salarios y otros costes laborales. Este tipo de medidas, que pretende obtener resultados a más corto plazo, tiene un inconveniente importante: al incidir negativamente sobre el nivel de vida de la población, lo hacen también sobre su capacidad de consumo, afectando a la marcha de la economía; de esta forma, el valor de lo producido puede caer tanto o más que los costes, lo que volvería inútil el esfuerzo realizado. Aunque la atención a los costes laborales es importante, centrarse en reducirlos para solucionar el fracaso en el incremento del valor de lo producido es, desde mi punto de vista, una estrategia errónea para el progreso económico y del empleo.
Ante la magnitud del problema del desempleo, considero importante reflexionar acerca de otras estrategias adicionales que contribuyan a mitigarlo. Hay una cuestión que me parece muy interesante: si hay más personas dispuestas a trabajar que puestos de trabajo disponibles, pero muchos de los que contamos con un empleo trabajamos demasiadas horas, tanto que nos quejamos de no contar con suficiente tiempo libre, ¿no sería lógico que los que tenemos un empleo trabajásemos menos, para que otros que no lo tienen pudieran acceder a un puesto de trabajo? Se trata de una cuestión de tanta transcendencia que prefiero dedicarla un artículo de manera específica, el cual abordaré próximamente.
Hoy me centraré en otra cuestión, que estaba dentro del razonamiento de mi abuelo. Si miramos a nuestro entorno, veremos actividades que tienen un gran valor, pero con un problema: o bien es un valor general, para todos y no para nadie en concreto, de forma que nadie querría asumir individualmente su coste (por ejemplo, la limpieza de un bosque); o bien es un valor para alguien que no puede pagarlo (por ejemplo, el cuidado de una persona dependiente sin los recursos suficientes). En este tipo de casos, muy abundantes, no hay ninguna empresa que, al poder obtener un rendimiento del valor de lo producido, asuma el coste de la contratación, por lo que no se generan puestos de trabajo. Sin embargo, muchas de estas necesidades sociales generarían un gran valor, sobradamente suficiente para justificar el coste de un puesto de trabajo. La atención a este tipo de necesidades puede constituir, por tanto, una vía para mitigar el problema del desempleo, a la vez que se genera valor social.
El inconveniente, que siempre lo hay, es que estas actuaciones requerirían recursos públicos, al no haber ningún agente económico privado dispuesto a pagar por ellas. Unos recursos públicos que habrían de obtenerse de ingresos impositivos adicionales, de un ahorro de gastos que se estén destinando a otras cuestiones o de ambas vías. Pero, ¿no estaríamos dispuestos a pagar más impuestos si sirven para afrontar el principal problema del país? ¿No estaríamos dispuestos a reducir los gastos que se estén dedicando a otras cuestiones menos prioritarias, teniendo en cuenta también el ahorro en el pago de un subsidio de desempleo a todas las personas que dejarían de estar en esta situación?
Reflexionando sobre estas cuestiones, sobre todo lo que se podría hacer y no se hace, sobre cómo el problema del desempleo se consolida, sobre cómo enfanga nuestra economía y nuestra sociedad y hace la vida más difícil a millones de personas, pienso que mi abuelo tenía razón: no puedo concebir que un país como el nuestro tenga tanto paro.
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