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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La fotografía que fue, la imagen que será

La Punta de las Gaviotas, en Liencres, se cayó esta semana. |

Marcos Pereda

Esta misma semana el paisaje de la costa de Cantabria ha cambiado. De forma dramática, me refiero, una mutación de esas que cualquier persona puede apreciar a simple vista. El temporal (estábamos aun en febrero, recuerden, así que…) se ha llevado por delante la llamada Punta de las Gaviotas, la aguja más espectacular de ese espacio tan fotografiado que son los Urros de Liencres. De hecho esa Punta no era sino un urro, uno muy grande, porque esa palabra hace referencia a una floración rocosa que se escapa verticalmente de la mar. Que se escapaba, en este caso.

Nada extraño, ya les digo. O, al menos, nada para echarse las manos a la cabeza. Todo muta, la mar y la tierra no se mantienen inalterables como nuestras antropocéntricas gafitas nos quieren hacer creer. Lo que pasa es que esto, esta aguja tan espectacular, era tan llamativa que nuestros ojos acarician su pérdida. Pero las pequeñas modificaciones de playas, estuarios, costas… ocurren cada año. Y no son preocupantes. No lo son precisamente porque resultan normales. Naturales.

Hace un tiempo hablamos aquí de la mutabilidad del paisaje, concretamente del paisaje en Cantabria. Y pusimos varios ejemplos, todos ellos provocados por la mano del hombre. Bosques litorales que ahora son praderías. Ríos que se encaminan a su desembocadura siguiendo una línea casi recta. Incluso la presencia de un enorme tobogán en mitad de la montaña. Casos, todos ellos, provocados por la acción humana. Pero los otros, los meramente naturales, son (casi) tan frecuentes y (casi) tan devastadores. Porque algunas veces nos empeñamos en olvidar la fuerza que puede tener el mar, o el viento. Y luego vienen las desgracias.

Comentamos también sobre el Lago de Andara, que habiendo sido el más grande de Cantabria hoy es solo recuerdo, porque, literalmente, se fue por el desagüe cuando las minas de los Picos de Europa fueron vaciando las tripas de la tierra hasta hacer que el agua estancada se filtrase al subsuelo. Dijimos que está en marcha un proyecto para poder recuperar aquel espacio natural. Bien, no me parece mal en ese caso. En retornar a la montaña lo que en la montaña una vez hubo. Es un movimiento de justicia. Si quieren de justicia poética.

El problema es que con esto de la Punta de las Gaviotas se han recordado algunas “pérdidas” similares que han venido sucediendo en los últimos años. El Puente del Diablo, La Horadada, alguna más. Todas ellas con elementos comunes. Costeras, porque los efectos de los temporales en zonas del interior parece que resultan menos espectaculares, menos noticiables. Lugares simbólicos, con un aspecto estético muy destacable. Cercanos a la capital, a veces incluso elementos claves de su paisaje urbano o del paisaje de su memoria.

Y el recuerdo ha traído, en algunos casos, un coro de lamentos, seguido (no siempre, afortunadamente) de dos reacciones prototípicas. La primera, protejamos ese patrimonio natural (como si aislarlo de su misma evolución no fuera, en cierta manera, desprotegerlo para siempre). La segunda, repongamos las piedras que se han caído. Y aquí ya ni comento nada. Para qué.

Ni siquiera me voy a centrar en esos lugares emblemáticos. Entiendo que tengan una significación sentimental para muchos. Y comprendo que, en ciertos casos, son estampas casi únicas, por lo que es comprensible la pena al verlas desaparecer. Pero debemos insistir en el carácter natural del hecho. Nadie fue allí con dinamita a volar por los aires las bellas fotografías de los atardeceres en Costa Quebrada. Lo que ocurrió es perfectamente lógico.

Lo que no tiene tanta lógica es pretender ir en contra de lo que la naturaleza se empeña en reclamar como propio. Me refiero, por ejemplo, a gastar miles de euros anuales en reponer arena de playas que ya no son tales. No lo son, lo siento. En Cantabria existen enormes arenales, pero cuando cada primavera hay que rellenar algo que llamamos “playa” en realidad estamos creando un cubito de arena donde en lugar de niños se solaza el turisteo.Con factura del contribuyente, por supuesto.

Y no sirve de nada justificarlo con el peregrino argumento de que “antes aquello era una playa de arena finísima”, porque, como hemos dicho, el frontal de la costa cambia, no es inmutable. Vean, si lo desean, la enorme mutación que hubo en la Playa de Oyambre tras los grandes temporales de hace un par de inviernos. O la de Tagle, que casi pasó a ser roquedal, y que, poco a poco, de forma natural, recuperaría su antiguo ser. Si ese fuese su futuro, claro…

No les cuento ya nada cuando en lugar de parches se intentan ideas de bombero (de bombero torero, se entiende) como enormes diques, muros submarinos o (den tiempo) gigantescas grúas con forma de pulpos que harían las delicias de Wells y patrullarían, día y noche, las playas impidiendo que llegase hasta ellas olita alguna. Que luego salpica, y los del interior dicen que está fría el agua, joder. No sonrían, la realidad siempre es más ridícula que el más ridículo de los guiones. Solo hay que darle tiempo.

La conclusión es la misma: la incapacidad para aceptar razonablemente lo que, a la larga, acabará por imponerse. Pretender que el océano no modifique la costa es, por usar una expresión común, ponerle puertas al campo. Por eso bien caída está la Aguja de las Gaviotas. Podemos sonreír con el recuerdo del paisaje que fue. Debemos disfrutar con la imagen del paisaje que es.

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