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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

El gran pozo

Toda crisis es una oportunidad, dicen, aunque cuando alguien cae enfermo maldita la gracia que puede hacerle que a su cuerpo se le brinde una oportunidad enfermando. Pero algo hay de razón en esta máxima. Una crisis es una oportunidad y como oportunidad hay implícito y en ciernes un cambio que puede ser en muchas direcciones. Una crisis se puede saldar con la vida o con la muerte o en ese territorio difuso entre ambos en donde la cronificación la aletarga. La oportunidad que ofrece una crisis se resuelve de este modo dependiendo del acierto en la toma de decisiones, la disponibilidad de recursos y del azar, ese caprichoso doctor con un sentido del humor bastante discutible.

La crisis catalana, que es la crisis del Estado, puede verse también como una oportunidad. Pero, ¿una oportunidad de qué?

España como país cohesionado tiene una vida relativamente corta. Históricamente ha fallado en la cohesión porque la cohesión no le ha interesado a nadie hasta la aparición de la II República, el intento más serio de crear un Estado moderno llamado España. Y en esas estamos, en un Estado 'work in progress', con la regresión del franquismo y la cetrifugadora del nacionalismo.

Los viejos reinos feudales y las políticas matrimoniales nos dieron el privilegio de disfrutar primero de los Habsburgo y luego de los Borbones. El primero, nada más pisar el país, ya hizo del cadalso una forma de expresión. Lo usó con largueza para acabar con los comuneros y luego traicionó a la nobleza que lo apoyó poniéndole correas y mandándola a desfogarse a otros continentes. Su imperio tenía alcance limitado como poder centralizador (fue la Inquisición el único poder realmente aglutinante), algo que ni siquiera un francés, Felipe V, pudo cambiar.

Todas las cortes o camarillas reales desde entonces han estado más interesadas en sangrar al pueblo, obtener privilegios y construirse castillos. Las cortes siempre han estado compuestas por camarillas alérgicas al trabajo y un Estado centralizado de verdad da mucho trabajo. Mientras no socavara la autoridad del rey, siempre fue útil que los territorios se administraran por sí mismos. Si a esto añadimos que fueron los municipios y las juntas provinciales las que sacaron las castañas del fuego del país en situaciones críticas como la Guerra de la Independencia, no es de extrañar la influencia y el prestigio que han conservado ayuntamientos y regiones hasta la actualidad.

De aquellos polvos procede el lodo del complejo de inferioridad de todo lo que lleve el nombre de España y, en contrapartida, décadas de irredentismo nacionalista, chantajes, asesinatos y un discurso victimista que, a nivel popular, solo se ha encontrado enfrente un silencio avergonzado y una paciencia infinita. Hablo de la gente de la calle, de aquellos que sin comerlo ni beberlo soportan la humillación cotidiana de ser convertidos en opresores.

La crisis catalana ofrece la oportunidad de acabar con los complejos de inferioridad, y de eso algo está habiendo, pero o mucho me equivoco o a partir del 1 de octubre lo que ocurrirá será otra cosa: el ascenso de la ultraderecha. Y esto es algo que hay que apuntar en el haber y el debe de atrabiliarios como Puigdemont, como habrá que recordarle el envenenamiento de la convivencia de la que será responsable en las próximas décadas.

La ultraderecha no es un referente en la España de hoy y eso dice mucho del país. Tiene niveles residuales, que ya quisieran franceses, alemanes y británicos. Pero la huida hacia delante de la Generalitat es un balón de oxígeno para aquellos que estarían encantados de que el estado de las autonomías y las libertades desaparecieran. Ahora tendrán una oportunidad porque muchos ciudadanos les prestarán oídos.

Y el estado de las autonomías no está para fiestas. A casi 40 años de su creación ya, el estado autonómico funciona como esas viejas motos con el carburador sucio. Las viejas camarillas de los príncipes han sido sustituidas por nuevas camarillas, cada vez más mediocres, pero igual de rapaces y cleptómanas que las anteriores. Son administraciones pesadas, ineficaces, lastradas por burócratas, que a diario ofrecen una imagen tan pobre que es sumamente fácil de atacar.

En Cantabria, la crisis de todos los partidos, salvo el PRC, ha hecho del presidente Revilla el gran árbitro de la política regional. Es tal la debilidad política de nuestro territorio que el dirigente de un partido puede condicionar la vida de otro... con la aquiescencia de los grupos de poder de éste. Sólo un adelanto electoral limpiaría sentinas y aclararía la situación en el Partido Popular, el Partido Socialista, Podemos y Ciudadanos, ya que ellos por sus propios medios son incapaces. Pero estatutariamente, el adelanto electoral tiene tan corto recorrido (no puede disolverse la Cámara un año antes de que expire la legislatura y el mandato del nuevo gobierno expiraría al término de la misma) que no merece la pena tanta alforja para tan poco viaje. Así que queda más de un año de peregrinar autonómico hasta las próximas elecciones, es decir, con un gobierno, que son dos o más bien tres (al tercero llamémosle 'secreto', de lo que está engordando con las cláusulas de confidencialidad), inerme ante una opinión pública cansada de tanta chanza.

En 2016, unos espeleólogos descubrieron un gran pozo en Ruesga. Un sumidero de más de 300 metros en vertical que recientemente ha sido iluminado para la televisión. Qué mejor metáfora de Cantabria.

Toda crisis es una oportunidad, dicen, aunque cuando alguien cae enfermo maldita la gracia que puede hacerle que a su cuerpo se le brinde una oportunidad enfermando. Pero algo hay de razón en esta máxima. Una crisis es una oportunidad y como oportunidad hay implícito y en ciernes un cambio que puede ser en muchas direcciones. Una crisis se puede saldar con la vida o con la muerte o en ese territorio difuso entre ambos en donde la cronificación la aletarga. La oportunidad que ofrece una crisis se resuelve de este modo dependiendo del acierto en la toma de decisiones, la disponibilidad de recursos y del azar, ese caprichoso doctor con un sentido del humor bastante discutible.

La crisis catalana, que es la crisis del Estado, puede verse también como una oportunidad. Pero, ¿una oportunidad de qué?