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La mala educación

No es poco lo que se ha escrito sobre el coronavirus y su incidencia en la educación. Vaya por delante que, en esta situación, es inevitable que la Consejería de Educación de Cantabria (como todas las demás) nade entre cierta ambigüedad: no sería realista pedir otra cosa ante un escenario tan tornadizo, máxime cuando nadie tiene un manual de instrucciones para una situación tan inédita como esta.

Aún reconociendo eso, no deja de ser frustrante para los que nos dedicamos a esta profesión que la forma de actuar de Educación repita unas dinámicas ya conocidas por todos los profesores, y que tienen como eje común el ninguneo al que se nos somete por la Administración. Aunque el contexto y las medidas discutidas sean muy diferentes, una reflexión calmada apunta a que hay un cierto fondo común con algunas de las ocurrencias de la ultraderecha en materia educativa. Y ese fondo común descansa en dos ideas, a cuál más preocupante: la desconfianza hacia los docentes y la concepción de los mismos como meros proveedores de servicios.

Esa desconfianza hacia el profesorado queda plasmada en unas instrucciones enviadas por la Consejería que constriñen hasta tal punto la autonomía docente (recogida legalmente en normas de rango superior) que no es extraño que levanten dudas sobre su legalidad entre muchos. Una desconfianza implícita, pero que encastra perfectamente con la desconfianza explícita de Vox en sus peroratas sobre “adoctrinamiento” en las aulas, y que tanto criticó la propia consejera, Marina Lombó (PRC), meses atrás. Diferente contexto, pero fondo común: el docente, visto como alguien a quien hay que vigilar de cerca, bien para imponer un “relato”, bien para conseguir los objetivos políticos buscados.

Objetivos políticos que, en este caso, parecen ser transmitir a las familias la idea de un aprobado general, pues mientras por un lado se desmiente públicamente (y, ciertamente, con la actual legislación es imposible), por otro se incentiva con instrucciones castradoras. De nuevo, la desconfianza: ¿deben los docentes tomar decisiones académicas libremente desde su profesionalidad, o éstas se imponen desde arriba buscando réditos políticos? ¿Confía la Administración en sus profesores, que son los que tienen el trato cotidiano con su alumnado y sus familias, o les orienta hacia una única decisión prefabricada?

Esto enlaza con otro aspecto común con algunas propuestas de la ultraderecha: la limitación de la libertad de cátedra del profesorado, que no atañe sólo a los contenidos, sino también a la metodología y a la evaluación, siempre dentro del marco normativo vigente.

No es baladí la cuestión de las facilidades para promocionar/aprobar. Cierto es que esta situación perjudica al alumnado de manera desigual, siendo los más vulnerables (como siempre, con coronavirus o sin él) los que más lo notan. De ello no se colige, sin embargo, que una laxitud generalizada y acrítica sea un remedio adecuado, antes bien lo contrario. Hay en ese enfoque una concepción enfermizamente paternalista de cómo son nuestros alumnos. Unas medidas que busquen un “aprobado general” irían en la línea de infantilizar al alumno, al que se considera incapaz, en lugar de potenciar el esfuerzo bien entendido (que poco tiene que ver con el burdo uso de la “meritocracia” como justificante de las desigualdades existentes). Un gran número de alumnos está dándonos (sí, los docentes aprendemos en las aulas, y mucho) una verdadera lección de cómo adaptarse y cómo trabajar en condiciones poco halagüeñas, y no merecen ese desprecio implícito en algunas de las medidas propuestas.

Otro elemento en común con el enfoque de la ultraderecha es el enfoque “clientelar” de la escuela, concepción alimentada por la derecha neoliberal y su concepto de “Nueva Gestión Pública” (ciudadano como cliente, no como usuario de un servicio público). No es otra la visión que translucen las declaraciones de la Consejera a la hora de referirse a la Educación Infantil, otorgándole un carácter asistencial y de conciliación que no tiene, menospreciando su función educativa. La escuela no puede ser continuamente objeto de demandas sobre conciliación (no es su tarea) o sobre educación a la carta (ni tiene medios, ni debe hacerlo). Pero medidas como ésta inciden en esa dirección, abriendo otra vía por la que se devalúa la enseñanza pública. (Un inciso: esta curiosa colusión entre la derecha y cierta “izquierda” aparece magníficamente reseñada en Escuela o barbarie, coordinado por Carlos Fernández Liria, y que toda persona interesada en la enseñanza debería leer).

En definitiva, nadie como los docentes (y las familias) sabe lo complejo que es el mundo de la educación, una complejidad que casa mal con tanto remedio mágico de tertuliano profesional. Y nadie puede pedir a la Consejería que haga milagros en esta situación. Sin embargo, sí que la comunidad educativa debe pedir un mínimo de respeto y confianza, pues miles de maestros y profesores se están dejando la piel (y los ojos) durante estas semanas, con decenas de horas extra que nunca serán pagadas (más allá del agradecimiento de algunos alumnos y familias), yendo mucho más allá de lo que exigen sus contratos. El profesorado se ha hecho acreedor de ese respeto, y la Consejería debería tenerlo en cuenta.

No es poco lo que se ha escrito sobre el coronavirus y su incidencia en la educación. Vaya por delante que, en esta situación, es inevitable que la Consejería de Educación de Cantabria (como todas las demás) nade entre cierta ambigüedad: no sería realista pedir otra cosa ante un escenario tan tornadizo, máxime cuando nadie tiene un manual de instrucciones para una situación tan inédita como esta.

Aún reconociendo eso, no deja de ser frustrante para los que nos dedicamos a esta profesión que la forma de actuar de Educación repita unas dinámicas ya conocidas por todos los profesores, y que tienen como eje común el ninguneo al que se nos somete por la Administración. Aunque el contexto y las medidas discutidas sean muy diferentes, una reflexión calmada apunta a que hay un cierto fondo común con algunas de las ocurrencias de la ultraderecha en materia educativa. Y ese fondo común descansa en dos ideas, a cuál más preocupante: la desconfianza hacia los docentes y la concepción de los mismos como meros proveedores de servicios.