Gracias a Orfeo, Dios de la música
La música es la materia inabarcable del arte que deja la huella del silencio en la memoria sonora del ser humano. Tiene que ver, más que con la vista, con el olor, con el gusto que se cuela en las papilas de los nietos alimentados por abuelos inmortales. La música ilusiona a cualquier edad y emociona incluso a aquellos que perdieron el oído y sólo pueden sentir la vibración del pulso, o ver el baile de “el otro” en la distancia. A veces parece que la música llegó al mundo antes de que éste, por sí mismo, ordenara las estrellas, fuera acariciado por los ríos, sucumbiera a los rituales tribales, encontrara en sus campos líneas de tiempo que, como pentagramas de trigo, escriben todavía la historia del cereal dorado al sol.
Cada vez que un músico abandona la vida carnal, la única en la que se puede llorar, reír o amar a golpe de compás, es como si su cuerpo se convirtiera en sonido, siempre presente, pero, al mismo tiempo, siempre huidizo. Es como si el intérprete o compositor se transformara en su propia creación sonora. Como contrapunto, cuando un niño ve la luz por vez primera y de su garganta emerge el sollozo ante la vida, una nueva posibilidad de llenar el silencio de belleza rodea a sus progenitores.
Y es que hacer sonar un instrumento y emocionar al vecino, o arruinarle la siesta, según se mire, es todavía un misterio que, por mucho que la física intente explicar a base de ondas, se acerca más a la energía y al tacto, o al tiento de unos dedos en una piel suave, desconocida y, sin embargo, eternamente reconocible, que a tediosas lecciones magistrales ancladas, e inmóviles, impropias del canto libre, del mágico, gracias a Orfeo, de la música.