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Hemos visto a lo largo de estos días cómo ha impactado la reacción del máximo representante de la Federación Española de Fútbol ante la proeza del equipo femenino. Un beso robado que empaña la ocasión, pero sobre todo que vuelve a poner sobre la mesa cómo el machismo está instaurado en la sociedad.
Como se suele decir, una imagen vale más que mil palabras y los hechos hablan por sí solos. Hoy con las gafas moradas puestas, analizamos los actos de manera más nítida y ya no lo vemos tan borroso como lo hacíamos hace unos años.
Cuando hablamos de las mujeres como sujeto político, al igual que se ha hecho con los hombres a lo largo de los siglos, queremos decir que somos sujetos activos de la vida social. Es visibilizar nuestros triunfos y metas. También es ponernos al mismo nivel de los hombres en cuestión de derechos, porque hasta el momento, seguimos estando en desigualdad frente a los mismos. No lo digo yo, lo dicen numerosos estudios e investigaciones. Y se palpa cada día por hechos como este.
Más allá de lo que supuso el acto del beso, entrevé cómo las relaciones de poder siguen estando presentes. Porque aquí hablar de consentimiento, por su ausencia en el contexto de este tipo, es desviar la atención de lo esencial: el poder intrínseco del personaje en cuestión.
La estructura social donde nos encuadramos nos marca y nos adaptamos a ella según las circunstancias. Aunque las jerarquías parecen de otro siglo, las vivimos en nuestro día a día. Esas diferencias sociales las sufrimos y las interiorizamos, por tanto, nos acaba permeando en nuestro propio ser. Es decir, sabemos que nuestro jefe o jefa está por encima de nosotros. Pero va más allá.
Las sociedades jerarquizadas vienen desde tiempos antiguos. En la Grecia Clásica se dividían entre libres y esclavos; en la Edad Media se dividían por estamentos y en la actualidad estamos divididos por clases sociales. Aunque con el constitucionalismo y el advenimiento de las democracias hemos avanzado en derechos, seguimos teniendo sociedades escalonadas donde se nos va situando nada más nacer.
El entorno en el que nacemos y las relaciones sociales que tenemos son siempre entre iguales. Esto es, personas que pertenecen a nuestra misma clase social. Y es que no es lo mismo nacer y crecer en una familia de clase media-alta del barrio de Salamanca que crecer en una familia de clase media-baja de Villaverde o Vallecas. Las grandes ciudades como Madrid están jerarquizadas y divididas por clases. Y esas relaciones se extienden a lo largo de nuestra vida.
Cuando una persona joven se enfrenta al primer empleo, no es lo mismo tener contactos en distintas empresas que no tenerlos. Al igual pasa a lo largo de la trayectoria profesional. Y esa red que nos acompaña es fundamental para poder alcanzar ciertas cotas de poder y, para ello, es imprescindible estar rodeada de personas que puedan facilitar ese acceso.
El poder según los clásicos está relacionado con el arte de la política. Sería la capacidad de gobernar con el consentimiento de los demás. En las sociedades actuales entendemos el poder como la autoridad legítima que se brinda dentro de los Estados. Pero dejando a un lado lo político, el poder es intrínseco a los individuos y depende del rol que tenemos en la sociedad.
El poder que puede tener un jefe o una jefa, por las propias funciones que desempeña, va a suponer una adaptación de nosotros frente al mismo y evidentemente no se va a actuar de la misma forma que si fuese nuestro compañero o compañera. En ese caso es un poder extrínseco. La capacidad de influir en el subordinado depende de cómo interpretemos las jerarquías. Es decir, la capacidad de permitir ciertos actos ayuda por el entendimiento que tenemos del orden social.
Las mujeres al igual que los hombres, a través de la educación, interiorizamos ciertos comportamientos desde la infancia. En nuestro caso, las mujeres tenemos a lo largo de nuestra trayectoria vital roles diferenciados y desiguales que ocupan la parte baja de la estructura social y que están marcados por la jerarquía de los sexos. Mientras que entendemos que el hombre tiene poder por sí mismo, las mujeres tenemos que ganarnos ese poder. Y el poder que ejercen unos y otras no es igual; tampoco es visto de la misma forma.
Ese es el acto de un beso robado. Para algunos nos chirría, para otros no. Por un lado, estamos los que entendemos que las relaciones de poder existen e influyen. Y, por otro lado, están los que enmarcan el acto por la euforia del momento y normalizan una situación muy común en nuestra sociedad. Él tiene un poder intrínseco, e indistintamente del rol que desempeña por su profesión, puede hacer lo que le dé la gana y mostrarse como quiera. Ella no tiene poder para decidir si lo consiente o no porque en ese momento no tiene dicha capacidad. En ese caso, como en tantos otros, el hombre se muestra como sujeto activo y ella como sujeto pasivo. Algo así como si fuese un objeto.
En los mass media y en las redes sociales, fundamentales para la construcción de la cultura, nos llega una imagen de hombres y mujeres muy distinta. Esto nos impregna y hace que ciertos actos los veamos usuales, no condenándolos y normalizándolos. Sin embargo, gracias a esas gafas moradas, estamos denunciando situaciones que ya no caben en la sociedad de hoy. Porque ese beso robado es más que una acción machista que está fuera de lugar. Es un hecho que muestra cómo se nos ubica a las mujeres y los hombres dentro de la estructura social. Está cargado de simbología, porque en tanto que las mujeres seguimos sin tener potestad, los hombres la tienen ganada por goleada.
Luego dirán que no es necesario el feminismo y educar en igualdad.
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