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Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, cuando no teníamos ni coches, ni teléfonos ni televisores, no digamos Internet, la mayor parte de nuestras relaciones no podían extenderse más allá de algunos kilómetros, y las ciudades, como los pueblos o las aldeas, eran espacios limitados, lugares cerrados fácilmente reconocibles, cada uno con sus conflictos, su gobierno y hasta su propia devoción, pero es evidente que las cosas ya no son así.
¿Qué es hoy una ciudad? ¿Dónde acaban Madrid, Toledo o Ciudad Real? Nuestro espacio vital se ha expandido considerablemente y hace mucho tiempo que las ciudades dejaron de tener límites físicos claramente perceptibles. Las relaciones humanas reales ya no se desarrollan en recintos amurallados ni en términos municipales, sino en territorios más o menos extensos con fronteras difusas y diferentes densidades de ocupación, donde pueden observarse identidades territoriales, centralidades o áreas de influencia, pero cada vez menos límites precisos.
Algún lector pensará que estoy hablando de cuestiones excesivamente teóricas, pero es imposible debatir sobre cómo podemos mejorar nuestras ciudades, o sobre la mejor forma de gobernarlas, si no somos capaces de entender qué es eso que queremos mejorar o gobernar, así que antes de que empiece formalmente la campaña electoral, y como ciudadano de a pie, voy a permitirme una reflexión:
Tanto antes como ahora, las ciudades podrían definirse como un lugar de encuentro. Un marco espacial en el que se multiplican las posibilidades de tener intercambios personales cara a cara, sin que importen demasiado los límites físicos o administrativos. Uno no pertenece al lugar en el que duerme o en el que está empadronado, sino al lugar en el que mantiene relaciones sociales, ya sea trabajando, llevando a los niños al colegio, en el mercado, en misa, o tomando unas cañas.
Necesitamos vernos, saludarnos e intercambiar experiencias
El incremento de las oportunidades de relacionarse con un gran número de personas, conocidas o desconocidas, no solo es el elemento diferenciador de la vida urbana, también ha sido siempre su principal atractivo, el motivo por cual muchas personas han abandonado su lugar de nacimiento y han acudido a ellas a lo largo de la historia. La motorización, las técnicas constructivas o Internet han cambiado la forma física y ampliado los límites de la ciudad hasta diluirla en un territorio cada vez mayor, pero la esencia sigue siendo la misma: necesitamos vernos, saludarnos e intercambiar experiencias.
En el modelo compacto tradicional, la mayor parte los desplazamientos se realizaban a pie y todas las relaciones requerían presencia física, lo que facilitaba los encuentros fortuitos, que son los que ensanchan en mayor medida nuestra perspectiva vital y generan eso que ahora llamamos innovación. En la ciudad sin límites, sin embargo, tenemos cierta tendencia a vivir aislados, desplazarnos en burbujas motorizadas y trabajar en la nube. Tenemos más personas a nuestro alrededor, pero vivimos solos.
A largo plazo, esta tendencia al aislamiento puede resultar letal, tanto para cada uno de nosotros como para nuestra civilización en su conjunto. La única garantía de evolucionar, disfrutar y mejorar nuestra calidad de vida, sigue siendo mantener, e incluso mejorar las ocasiones de intercambio personal cara a cara, y el mejor lugar para hacerlo siguen siendo las ciudades, con independencia de la forma que puedan tener.
Tan importante es este tema que me atrevería a afirmar que cualquier política urbana solo será positiva si favorece, directa o indirectamente los intercambios personales fortuitos, y será negativa si tiende a aislarnos un poquito más en nuestras pequeñas burbujas. Les animo a hacer la prueba del algodón con las políticas de movilidad, centros escolares, espacios comerciales, acondicionamiento de espacios públicos, oferta cultural más o menos inclusiva, diversidad de usos frente a monocultivos de cualquier tipo, diseño de nuevos barrios, etc.
Entre todas ellas merece la pena que nos detengamos un momento en las políticas de movilidad, porque las redes y modos de transporte han acabado convirtiéndose en el único esqueleto que puede mantener en pie la vida urbana en una ciudad sin límites, y las relaciones personales van a ser muy difíciles si seguimos utilizando mayoritariamente el vehículo privado para desplazarnos. Un instrumento que, como ya dije en estas mismas páginas, nos teletransporta de un lugar a otro evitando cualquier contacto físico con el mundo, y sobre todo con las personas que nos rodean.
La mejora de la experiencia urbana está cada vez más relacionada con la reducción del uso del automóvil en el interior de la ciudad, especialmente en los recorridos ligados a las rutinas habituales. El coche seguirá siendo imprescindible durante mucho tiempo en determinados trayectos, pero no tiene sentido que lo utilicemos para llevar a los niños al colegio, ir al supermercado, a la universidad, al gimnasio, al bar o al centro de salud.
En París lo llaman la ciudad de los 15 minutos, en Barcelona supermanzanas, en Pontevedra simple peatonalización. Nosotros podemos llamarlo como queramos, pero tenemos que empezar ya.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, cuando no teníamos ni coches, ni teléfonos ni televisores, no digamos Internet, la mayor parte de nuestras relaciones no podían extenderse más allá de algunos kilómetros, y las ciudades, como los pueblos o las aldeas, eran espacios limitados, lugares cerrados fácilmente reconocibles, cada uno con sus conflictos, su gobierno y hasta su propia devoción, pero es evidente que las cosas ya no son así.
¿Qué es hoy una ciudad? ¿Dónde acaban Madrid, Toledo o Ciudad Real? Nuestro espacio vital se ha expandido considerablemente y hace mucho tiempo que las ciudades dejaron de tener límites físicos claramente perceptibles. Las relaciones humanas reales ya no se desarrollan en recintos amurallados ni en términos municipales, sino en territorios más o menos extensos con fronteras difusas y diferentes densidades de ocupación, donde pueden observarse identidades territoriales, centralidades o áreas de influencia, pero cada vez menos límites precisos.