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La epidemia de ébola que ha viajado de África Occidental a nuestras pantallas a finales de julio está siendo una muestra más de las numerosas inequidades que existen en el acceso al derecho a la salud.
Desde 1976 se contabilizan al menos 24 brotes de esta enfermedad, pero ninguno ha atraído tanto la atención como este, sobre todo desde que se conoció el contagio del misionero toledano Miguel Pajares y de dos ciudadanos estadounidenses.
Creo que cualquier esfuerzo por salvar una vida está suficientemente justificado, por lo tanto no pongo en duda la pertinencia de repatriar al religioso español para tratar de salvarlo, aunque lamentablemente el intento no ha tenido el resultado esperado. Pero todo el revuelo que se ha producido en estos días me ha hecho pensar en cómo no todos los enfermos, no todos los muertos valen lo mismo.
Se calcula que el ébola tiene una mortalidad del 60% y hace ya casi 40 años que se produjo el primer brote, pero no existe un tratamiento de eficacia probada ni una vacuna para una enfermedad que hasta ahora sólo ha afectado a los más pobres. Los cuatro países por donde se ha extendido la enfermedad hasta el momento en este brote son países con un Índice de Desarrollo Humano bajo, estando dos, Guinea-Conakry y Sierra Leona, entre los diez más pobres del mundo.
Quienes detentan el poder lo mercantilizan todo, incluida la salud, que pasa de ser un derecho a un negocio, con la carga de enfermedad y mortalidad que esto provoca. Para el ébola sólo existe un tratamiento que está en fase experimental y cuya eficacia no está demostrada, como por ejemplo tampoco existe vacuna contra la malaria, una enfermedad que mata cada año a más de medio millón de personas. Conclusión: Las enfermedades de los pobres no son rentables, aunque por si en algún momento lo son, también entran en el juego de la bolsa, donde sube la cotización a medida que aumenta el número de muertos.
Reforzar la cooperación internacional y la ayuda al desarrollo ya supondría una mejora en el corto plazo, pero es necesario seguir alzando la voz para que cambien unas reglas mundiales injustas, que expulsan a miles de personas hacia los rincones de la marginalidad y que provocan muerte y sufrimiento en grandes dosis. Cooperar sí, pero luchar a la vez para que cambien, por ejemplo, las reglas comerciales o por unas relaciones internacionales basadas en la solidaridad y la justicia.
Cada sufrimiento ajeno, cada muerte, nos debe doler y el dolor nos debe llevar a la acción para que lo que ha pasado no vuelva a suceder. Da igual que la persona haya nacido al lado de nuestra casa o a miles de kilómetros. Y eso Hemingway ya lo expresó de manera clara y con una extraordinaria belleza en “Por quién doblan las campanas”:
“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”.