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Hace unos años visité Turquía y quedé muy impresionada con el país: además de espectaculares paisajes, ciudades maravillosas y una gastronomía increíble, comprobé lo avanzado, democrático y desarrollado que es, no solo en las grandes ciudades, sino también en los pueblos más recónditos.
Reconozco que desde aquel momento mi interés por el país y su cultura aumentó, y esta es la principal razón por la que siempre he defendido enérgicamente su entrada en la Unión Europea.
Precisamente por haber comprobado de primera mano la excepcionalidad de Turquía es por lo que me sorprenden tanto los perjuicios que tradicionalmente presentan algunos de los estados miembro de la Unión Europea en contra de la adhesión de un país, que, recordemos, ya en 1923 fundó una república democrática y secular que se ha mantenido desde entonces y que, hasta hace escasos años, constituía un modelo a seguir para numerosos países.
Las razones de este rechazo, materializado en una negociación con la Unión Europea en estado de permanentemente parálisis, son numerosas y variadas. Sin duda, el principal motivo de rechazo está condicionada por el factor temporal, ya que actualmente la relación no pasa por sus mejores momentos. Desde hace años, Erdogan ejerce un gobierno retrógrado y cuasi dictatorial, en el que la libertad de prensa no existe, la secularización en el ámbito público se persigue indisimuladamente, el conflicto kurdo se encuentra enquistado y sometido a altos niveles de violencia y las mujeres han sufrido enormes retrocesos legales y sociales en todos los ámbitos. Por no hablar del intento de golpe de Estado del pasado año, cuyo origen aún permanece dudoso y del que se ha beneficiado mayormente el propio presidente, que gracias a él pasó a otorgarse plenos poderes.
También añaden leña al fuego los continuos desprecios del Erdogan hacia Europa y todo aquello que ésta simboliza, lo que evidentemente dificulta avanzar en un tratado de adhesión sobre el que, en cualquier caso, nunca ha mostrado un verdadero interés.
Y es que Erdogan siempre se ha resistido a jugar el papel que la Unión le demandaba: el de mediador entre occidente y oriente, y el de guía político a seguir por el resto de países de religión musulmana. En su lugar, ha mantenido una actitud defensiva a lo largo de los años, salpicada de afirmaciones aquí y allá sobre el escaso sentido de entrar en un grupo al que considera no necesitar.
Bruselas no se ha quedado atrás tampoco, cambiando constantemente su postura sobre la integración turca, según quién se siente al frente de las instituciones; por de pronto, la reelegida presidenta de Alemania, Angela Merkel, en su arrogado papel de jefa suprema europea, ha renegado recientemente de la posibilidad de que Turquía vaya a convertirse en socio.
Junto con todo ello, en contra de la adhesión incide especialmente la supuesta vinculación de Turquía con Siria, tema candente que amenaza con romper cualquier tipo de relación diplomática entre los dos bloques, salvo aquella que verdaderamente parece interesarles: el infame intercambio de dinero por refugiados que acordaron hace año y medio.
Y finalmente, no se pueden dejar de mencionar las reticencias que presentan las instituciones comunitarias para con el país vecino, tanto en el ámbito social como en el cultural y el religioso. Muchas han sido las dudas acerca de la conveniencia de incorporar a un país cuya población profesa mayoritariamente la religión musulmana y que, a pesar de ser oficialmente laico, no se encuentra aún en el estadio de desarrollo social y económico que otros estados miembro han conseguido - o, al menos, no se encuentra en el que la UE desearía.
En cualquier caso, independientemente de las razones de fondo de este eterno impás negociador, y dando por hecho que este no es el mejor de los momentos, con un Erdogan cada vez más autoritario y hostil a Europa y unas instituciones absolutamente plegadas en sí mismas, no podemos perder de vista la importancia de esta adhesión, tanto por motivos de solidaridad como de pervivencia del modelo comunitario.
Para ello, el primer paso sería que la Comisión se esforzase en retomar unas relaciones prácticamente rotas, que estableciesen, por fin, un vínculo estable entre las dos partes. Resulta esencial exigir al presidente de Turquía el cumplimiento estricto de los valores y principios democráticos y el respeto a las libertades y derechos fundamentales que Bruselas demanda, marcando las líneas rojas para la integración de cualquier estado en el modelo que Europa defiende.
Hay que ser firme en este sentido y dejar claro que es requisito sine qua non para retomar cualquier negociación de adhesión. En este sentido, debemos recordar que Turquía no es Erdogan; el actual presidente es solo un elemento temporal que no ha de confundirse con el sentir y actuar de la ciudadanía turca.
El requisito de cumplir con estas exigencias no obedece al hecho de que estemos negociando la entrada de un país de religión musulmana, sino a tratar de evitar errores pasados: la UE ya ha realizado anteriormente adhesiones sin comprobar que los nuevos países cumplían con las exigencias democráticas requeridas, lo que le ha supuesto con posterioridad serias dificultades para reconducir a algunos de ellos en el cumplimiento de la legalidad comunitaria.
No estaría de más que la Comisión revisase también si Turquía cumple los requisitos de estabilidad económica y financiera que también debieron exigirse en el momento de valorar la entrada de otros países en la zona euro.
A cambio de todas estas exigencias, la entrada en el club comunitario supondría para Turquía, entre otras cosas, el disfrute de los beneficios del mercado común y del euro, la garantía de los derechos y obligaciones comunitarias, la integración en el territorio Schengen y la seguridad que proporcionan los estándares judiciales y legales del modelo europeo, factores todos ellos que sin duda supondrían el empujón final para el desarrollo social y económico del país vecino.
Por su parte, la Unión Europea sumaría a su lista de estados miembro uno que resulta esencial en la geopolítica del futuro, no solo por su enclave geográfico, sino por la importancia del estado turco en el mundo musulmán y por su enorme
potencial económico y político.
Además de no olvidar los fuertes lazos históricos, culturales y sociales que nos unen y por los que resulta natural admitir a Turquía dentro de la Unión. La adhesión de cada nuevo país al proyecto comunitario se ha llevado siempre a cabo bajo criterios de solidaridad y responsabilidad para con el progreso, desarrollo y crecimiento de los nuevos integrantes.
Ese es el verdadero sentido de unirse en una misma estructura supranacional, y para ello hay que pensar principalmente en que, más allá del comportamiento del actual presidente, el objetivo es beneficiar al pueblo turco y a los estados miembros. Pensemos, sin ir más lejos, en cómo y cuánto ha cambiado España gracias a la adhesión a la UE, y las sinergias positivas de negociación que resultó ser un win-win para ambas partes.
Eso es precisamente lo que debería suponer la unión de Turquía a la UE: un acuerdo que refuerce nuestros lazos como pueblos amigos, que nos ayude a crecer y progresar conjuntamente, y que posibilite la comprensión y coexistencia entre dos sistemas diferentes pero no incompatibles.
Fijemos ya un plazo; pongamos las condiciones encima de la mesa y establezcamos unas líneas básicas que Turquía haya de cumplir si quiere integrarse en la UE y todos nos veremos beneficiados. Bruselas ya no puede continuar mirando hacia otro lado con la cuestión turca, piense como piense Merkel.