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El reciente e inesperado fallecimiento del pintor Miguel Ángel Moset ha dejado a la contemporaneidad plástica española en general y castellanomanchega y conquense en particular sin uno de sus principales referentes. Un referente, además, especialmente personal y diferenciado por la especificidad de una trayectoria sustentada, obra tras obra, en un hacer si en principio, en una primera impresión, figurativo, hijo sin embargo, en realidad, del más genuino sentir abstracto, algo reconocido por el propio artista –“me crie, por así decir, en el abstracto, al cobijo de ese espíritu y ese poso supongo que ahí está aun cuando siga partiendo de la figuración”– en afirmación de todas formas innecesaria por cuanto quien en cualquier momento se acerca a cualquiera de sus cuadros, no puede por menos que descubrir, de inmediato, bajo la anécdota figurativa en principio en ellos plasmada, el latir, en efecto, de la abstracción, ese final de flecha, inevitable colofón del viraje dado a la intención creadora por los creadores plásticos del Renacimiento.
Y es que a Miguel Ángel Moset, acogido efectivamente en su más temprana etapa de formación como artista al fuerte influjo de la colección del Museo de Arte Abstracto, el impagable regalo de Fernando Zóbel a Cuenca, y de la personal convivencia con los artistas que mecenas e institución atrajeron, especial milagro en el panorama plástico hispano del momento, a la provinciana capital – “no estábamos” (rememoraba el propio Moset, refiriéndose en plural al grupo de jóvenes que, él incluido, iba, andando el tiempo, a conformar la denominada generación de plata de la pintura conquense, heredera del magisterio de los Saura, Guerrero, Torner, Millares, Mompó o el propio Zóbel) “únicamente ante un espacio expositivo-museístico, sino ante un verdadero foro de encuentro y difusión de nuevas formas de ver y de sentir un nuevo arte, de unos conceptos y de unos conocimientos que desbordaban nuestro saber” –, a Miguel Ángel Moset, digo, retomando el hilo tras esta digresión, ese sentir tan diferente del camino por el que hasta entonces había transitado, y sin dar de lado tampoco, atento siempre a cuanto el arte hubiera sido o fuera, enseñanzas como las que le brindara su paralela cercanía a nombres tan significativos de la moderna figuración española como Julián Grau Santos, ese sentir. reitero, del, en sus mismas palabras, “espíritu del abstracto”, se le iba a meter ya para siempre en las entretelas de su propia concepción de la pintura, algo por otra parte más que lógico para alguien a quien, probablemente ya entonces pero desde luego después, a lo largo de toda su trayectoria, absoluto hijo de su tiempo, lo que siempre le interesó fue –ante todo pintor– la pintura por la pintura. Y así, cualquiera, me reitero, que se haya acercado o se acerque ahora al conjunto de su obra no podrá por menos que terminar descubriendo, y más pronto que tarde, por bajo el álgara ilusoria del aparente motivo figurativo del cuadro la absoluta condición protagonista de la línea, la mancha, el color y la composición.
Lo podrán percibir en cada trabajo individual y el conjunto todo de los trabajos que fueron conformando cualquiera de las numerosas series con las que Moset se iba poniendo retos sucesivos: bajo el vuelo de ocres de sus cuadros del conquense Recreo Peral, en el cañamazo de adioses y parpadeos de sus pinturas y dibujos de la laguna de Uña o en el juego de contrates y encuentros de las escindidas al tiempo que inseparables superficies –mucho más, en su consustancial unidad que simples dípticos o trípticos– que, dando un paso más, en la confirmación de su concepción del cuadro –técnica, trazo, color y soporte en esencial unidad– como realización global en y desde todos sus elementos, de buena parte de las creaciones de sus últimas etapas; o en esos digamos, pese a lo inadecuado probablemente del término, bodegones (desde luego nunca, por Dios, naturalezas muertas, siempre más que vivas) nacidos de un pincel si en tantas ocasiones desentrañador de fuera a dentro, vuelto en ellos, en camino inverso, revelador genésico del propio interior de lo pintado.
Desde esas premisas Miguel Ángel Moset fue conformando y perfeccionando una trayectoria que iba a irse centrando más y más en el paisaje; un paisaje, eso sí, fruto –volvamos a su condición de radical artista de su tiempo– de, Miguel Ángel Mila lo ha señalado, esa “reflexión estética contemporánea sobre el paisaje” que “ya no tiene nada que ver con las categorías de lo ”bello“, lo ”sublime“ o lo ”pintoresco“ sino que es ya ”una reflexión sobre el paisaje antropizado, apropiado y conformado (“Gestaltung”) por el hombre urbano“. Y así, como bien se señalaba en el texto prologal del catálogo de su gran exposición retrospectiva de 2006 en la Fundación Antonio Saura, si bien sus trabajos anteriores a 1992 podían contener ”de un modo más o menos explícito, trazos que nos hablan de la figura humana, aunque no por ello siempre ésta será protagonista de la escena“ a partir de ese año ”abandona los contornos físicos del hombre para adentrarse más en la naturaleza, en los espacios, los reflejos, los silencios y soledades, en los que las armonías cromáticas, los lirismos y la poética plástica alcanzan mayores dosis de sublimidad, sin perjuicio de que, con frecuencia, podamos comprobar cómo, en sus temas, el ser humano –ya ausente– dejó una huella (objetos de barro, arquitecturas, intervenciones en el paisaje o, incluso, la propia fruta –resultado de una labor plurisecular que se mantiene viva–“, algo por otro lado y de alguna manera reconocido por el propio pintor cuando en su discurso de ingreso en la Real Academia Conquense de Artes y Letras, tan significativamente titulado ”Del ver al sentir“, nos confesaba que ”la visión que desde la referencia figurativa pretendo quiere ser una lectura íntima y silenciosa en ese proceso de desarrollo del pensamiento que el hombre aplica sobre el mundo que le rodea“.
Porque para Moset la pintura siempre fue, también, senda y lenguaje de conocimiento. Un camino por el que –repitámoslo, hijo fiel de su momento histórico– acometió la para él imprescindible tarea de aprehender lo global desde el detalle, lo inabarcable desde la tesela y el mosaico, lo eterno en el fugaz testimonio del momento.
Pero, y con independencia de tanto y tanto como en este texto quedará por decir debido a su condición periodística y también, desde luego, a las propias carencias de quien lo firma, hay que añadir a todo lo ya dicho otras dos factores asimismo a mi juicio esenciales del hacer plástico de Miguel Ángel Moset; dos factores sin cuya inclusión estas líneas quedarían aún más cojas e incompletas.
El primero sería un modo de ver, de mirar –y por tanto de sentir y captar– que de alguna manera aproximaría en muchas ocasiones sino siempre su sensibilidad plástica a la de la pintura china tradicional, lo que le llevaría, como también se señalaba en el antes mencionado texto introductorio del catálogo de su retrospectiva en la Fundación Saura, y dentro de la tan plural panoplia de “soluciones en relación con las diferentes técnicas, tamaños, formatos y gamas cromáticas, incluso la propia forma de ejecutar el cuadro” a si en unos casos la utilización “de movimientos gestuales convulsos casi irreprimibles”, en otros a ejecutarlas “desde inmensas dosis de una serenidad que tiene más que ver con el estoicismo zen y con las filosofías orientales que con el inhumano devenir histórico al que nos hemos visto obligados a vivir en Occidente”.
El segundo de esos otros dos factores, también absolutamente fundamental para un correcto entendimiento de su obra, fue su permanente compromiso ético. Un compromiso bien pronto asumido como esencial –“tras conocer el lenguaje de Saura, Millares, Mompó, Guerrero o Torner, mi idea de la pintura cambia profundamente, los planteamientos se hacen no solamente desde una valoración descriptiva o puramente estética, sino que se incorpora una razón ética” – y permanentemente puesto de manifiesto tanto en su propia postura personal en el hoy tan mercantilizado universo artístico mediante el ejercicio de lo que Santiago Catalá ha calificado como un “anacoretismo” que la habría llevado a “a huir de las movidas, de los flashes e, incluso, de los ismos”, como, también en palabras de Catalá, su condición de “exponente magnífico de coherencia interna, de autenticidad ante la tela, de honestidad artística.”
Con todos estos mimbres –su exquisito figurativismo de pincelada abstracta, su condición de veedor-cazador de instantes y detalles en fecunda alianza de la herencia occidental con la sensibilidad del mirar extremo-oriental– Miguel Ángel Moset, también, no lo olvidemos, grabador y serígrafo, tanto en su labor estrictamente pictórica como en su numerosísima obra sobre papel, paciente recolector de instantes y detalles desde su íntima lectura-traducción de su pensamiento como ser en el mundo, fue creando una obra nacida de un ver-sentir que le llevó tanto a acceder a lo universal desde la revelada esencialidad del detalle como a dejar constancia en cada uno de sus cuadros de una experiencia en cierto modo similar en su ámbito, el plástico, a la de la duración de la que se ha hablado a propósito del decir literario de Proust: la experiencia del propio fluir del tiempo revelado en la fugacidad del instante, ese instante, esos instantes, atrapados por la belleza de sus realizaciones y desde ella desnudados ante nuestra asombrada mirada –“La belleza narra.
Al igual que la verdad es un acontecimiento narrativo“ ha escrito Byung-Chul Han– mediante una praxis que sustentada por la también por este autor coreano señalada consideración de la belleza como ”el acontecimiento de una relación“ establece un diálogo con ese propio acontecer del tiempo en el que también juega un papel decisivo una metaforización de lo representado que lo poetiza y en paralela y complementaria acción gesta su verdad artística. Sea como fuere, pintor, en ajustada descripción de Celina Quintas, ”serio, profundo, consecuente e inconformista“ que nunca dejó ”de mirar, de buscar y de interrogar“, atrapador de instantes y detalles, Miguel Ángel Moset, desde su radicalmente actual consideración del cuadro como entramado societario de líneas, manchas, ausencias y vacíos –el cuadro por el cuadro, la pintura por la pintura– pero también desde una sensibilidad explícita aliada con una sabiduría técnica impecable, nos ha dejado una obra sincera, honesta y plena de belleza cuya inestimable calidad se irá acrecentando con el tiempo.
Una obra sincera, honesta y plena de belleza desde cuya riqueza nos invitó y nos sigue y seguirá invitando a percibir, a sentir, cual él consiguió, en cualitativo y feraz salto, el propio fluir del tiempo.
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