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Todos los años los mirlos anidan en mi jardín.
Hay ya todo un archivo histórico con sucesivos estratos cronológicos de nidos antiguos que dan paso a los nuevos, de la misma manera que una prole de pollos sucede a la anterior, de la que quizás proceden. Parece que unos y otros le han cogido gusto al sitio por considerarlo quizás placentero y conveniente para sus fines.
Esto, como casi todo lo que ocurre en un jardín, con esa metamorfosis perpetua en forma de ciclos con que se expresa la vida (y la muerte), es un tónico infalible para el espíritu. Y no solo para el espíritu filosófico, sino también para el espíritu poético y el científico. Ha sido siempre así y la jardinería es desde hace milenios una de las más bellas empresas en que la Humanidad emplea su ingenio, y en la que el arte persigue como en pocas de ellas el “arte total”, siguiendo el modelo inalcanzable de la Naturaleza.
Algo hay en un jardín que le sienta bien a nuestra alma y a nuestro cuerpo, como le sienta bien y por las mismas razones un bosque. Los aromas, los colores, las formas, los movimientos, los sonidos, los cantos de las aves, los murmullos, los matices de la luz y sus reflejos, la misma calidad del aire, hacen del jardín y del bosque (su modelo) una suerte de manifestación “artística” total, circular, redonda, completa en sí misma.
Joaquín Araujo, nuestro gran naturalista y ecólogo, que lleva vida de campesino y por eso es también filósofo y poeta, tiene una frase muy apropiada para esto. Suele decir: “Hay que darle sentido a los sentidos”. Y para “darle sentido a los sentidos”, es decir, para usarlos y que no se atrofien, nada mejor que la naturaleza, mucho más saludable y “vital” que eso que llaman “metaverso” (un signo claro de las psicopatías de nuestra civilización).
La “Natura”, dice muchas veces Joaquín Araujo (que le gusta buscarle todos los sentidos a las palabras), en vez de Naturaleza.
Natura, madera, materia, madre.
Mucho de esto, mucho de arte completa y de darle pleno uso a los sentidos, reúne por ejemplo cualquier arboleda de álamo “temblón” que a la dorada luz del atardecer es agitada por suave brisa. ¿Quién que tenga algo de sensibilidad (no atrofiada) no se detiene un instante en su camino o arrima atento el oído a ese murmullo capaz de apaciguar y serenar las almas más agobiadas?
Fray Luis de León, nuestro gran poeta, sabía mucho de esta suerte de remedios medicinales sin efectos secundarios. Y hemos de imaginarlo no solo trajinando en la huerta (por su mano plantada) de la finca salmantina de la Flecha, cercana al río Tormes, sino disfrutando también de la Naturaleza en sus paseos contemplativos por los parajes próximos a Cabrerizos.
Como después hizo, por los mismos senderos y sin duda rememorando a Fray Luis y sus poesías, otro gran maestro de aquella Universidad: Miguel de Unamuno.
Si en el mundo hubiera algo de sensatez y buen juicio, uno de los filósofos más admirados sería sin duda Epicuro, y uno de sus intérpretes más leídos sería Lucrecio, cuya obra “De rerum natura” marcó un antes y un después en la civilización occidental, como muy bien nos explica Stephen Greenblatt en su apasionante libro “El giro”.
No en vano y no sin motivo Epicuro escogió como escenario de su vida cotidiana y de su pensamiento filosófico, científico y humanista, el jardín.
En el jardín, como en la propia naturaleza, la estética se funde con la utilidad pues la horticultura y la jardinería están tan próximas que sus fronteras son borrosas.
No sabemos (bueno, no lo sé yo) si los primeros cultivos útiles derivaron por carambola de una aproximación y un asombro ante una planta que por su belleza fue observada primero y escogida y cultivada después.
Por otra parte el jardín, como su modelo el bosque, es el escenario idóneo y propicio para la aparición de duendes, y es sabido que el asombro y la curiosidad son los mejores tónicos de la vida. No tengo que explicarles que ver con cierta frecuencia duendes y gozar de su presencia (a veces de forma fugaz y otras de manera más estable) en una era tan tecnócrata y decididamente artificial y teledirigida como la nuestra, es todo un privilegio.
Las lagartijas vivarachas son duendecillos que alegran todo jardín. A veces incluso tenemos un grillo que nos hace compañía. Los gecos o salamanquesas, que contribuyen al equilibrio natural mediante el control de los insectos, hacen lo propio en el horario nocturno. Los vemos con frecuencia cercanos a las luces del jardín, donde los insectos acuden. Por supuesto hay tórtolas turcas, petirrojos, y mirlos que colaboran al escenario sonoro y a esta humilde o rústica felicidad que puede proporcionar un jardín.
Cuando nuestro escenario es el bosque y no el jardín (y pasamos de uno a otro con sumo placer) también los duendes se prodigan. Escuchamos al cuco, o se nos cruza un zorro, o un grupo de corzos emprende carrera a pocos metros de nosotros. O mientras observamos atentos una planta, tenemos de fondo sonoro el “ladrido” del corzo.
Los mirlos, ya en los prolegómenos de la primavera, nos despiertan a menudo de madrugada con un canto enérgico y alegre que anuncia el resurgimiento de la vida tras el parón invernal. Durante un par de temporadas he disfrutado incluso de la presencia de un lirón careto en mi jardín, precisamente el animalillo al que Félix Rodríguez de la Fuente llama “duendecillo del bosque” en uno de sus capítulos de “El hombre y la Tierra”.
Voy a contarles lo que me ocurrió hace unos días.
Primero he de decirles que los pollos de los mirlos en cuanto se ven con fuerza saltan del nido y andan por el suelo, saltimbanquis, donde todavía les alimentan sus padres algunos días más. En esta fase de su crianza hay que andar con cuidado atentos a no tropezar con ellos o pisarlos.
Pues bien, andaba yo hace unos días por el jardín observando como otras veces el devenir primaveral de mis plantas, rebosantes de brotes nuevos y primeras flores, y echando de comer a los peces (tengo estanque) cuando un pollo volandero de mirlo saliendo de la espesura de un arbusto se me vino encima, en uno de sus primeros ejercicios de vuelo, y se me posó tranquilamente en el hombro derecho. Yo me quedé quieto como una estatua mirando al frente donde en el suelo el sol proyectaba la sombra de mi figura alargada y la silueta asociada del mirlo en mi hombro derecho.
Así estuvimos un rato, yo sin atreverme a girar la cabeza por no asustar a aquel duendecillo, y el duende más tranquilo que ancho, contemplando el mundo, tan nuevo y curioso, desde aquella percha humana. Mientras mi propia sombra ya me hacía rememorar con gusto a algún pirata de alguna isla del tesoro (cuyo tesoro más valioso probablemente era un jardín), el aviso sonoro de uno de los progenitores, que por supuesto por allí rondaban al cuidado de su criatura, hizo que aquella avecilla adolescente iniciara nuevo vuelo para ir a posarse un poco más allá en otra percha, esta vez sí vegetal.
Así volando volando aprenden a volar, y la agilidad que adquieren cuando ya son adultos para moverse por los vericuetos intrincados de la espesura, es casi milagrosa. Uno más de los muchos prodigios que la naturaleza nos ofrece y a los que cada vez somos más indiferentes y ciegos.
Es difícil amar lo que no se observa y no se admira.
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