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Teo Serna: la oculta voz de las piedras

Teo Serna en su estudio
7 de enero de 2021 12:22 h

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Pintor, diseñador gráfico, escultor, poeta experimental, objetual y discursivo, narrador, escenógrafo, melómano, creador de acciones, ámbitos y atmósferas tanto visuales como sonoras, cofundador de revistas literarias, Teo Serna (Manzanares, Ciudad Real, 1954) es, sin dejar de ser un artista radicalmente contemporáneo por un multimodal ser y estar creativo firmemente enraizado en el ahora mismo de nuestra época, el paradigma perfecto –tanto por su rico y amplio acervo cultural como por la multiplicidad de sus intereses y acciones– de lo que hemos dado en llamar un hombre del Renacimiento.

Ejemplos significativos ahora mismo de ello son la convivencia en su hacer de estos días de la sutileza de sus paisajes al pastel sobre papel preparado, la plástica-meditativa  indagación en el tiempo y la memoria de las fotografías intervenidas de la serie in progress “Time in time” y el poemario Tratado de piedras que, editado por la ciudadrealeña Biblioteca de Autores Manchegos como el número 100 de su colección Ojo de pez, acaba de publicarse, y del que, dejando para nueva ocasión cualquier otra de sus fascinantes facetas como creador, quiero hoy ocuparme.

No tan distinto en el fondo, pese a la a primera vista acusada disparidad apariencial de uno y otro poemario, del emocionado recorrido por el tiempo y la nostalgia de su La casa vacía de 2010 –por quedarme en una fecha más o menos reciente y no irme demasiado atrás de una ya cuantiosa trayectoria lírica que se iniciaba, allá por 1994, con la publicación de La Terquedad de la Sombra y Memento Hominem–, un libro aquél escrito “en la arena olvidada del tiempo” y “en el poso sutil de los días”, su recién editado Tratado de piedras persevera, a mi entender, junto a la siempre presente aletheiática persecución de la belleza que caracteriza todo el hacer de este autor, en un decir veteado por toda una serie de sustratos temático-preocupacionales comunes – la constatación del paso inexorable del tiempo, la fugacidad del existir, la sensación de impotencia que la ausencia o la soledad generan tantas veces en nuestro discurrir, la recuperación-recreación de, en y por la memoria– que, con diferente traje pero semejante poso y peso pervivían asimismo en Phoebus habla (un título por el que Francisco Caro escribió que “se pasea la sombra de un tiempo en retirada”), e incluso aleteaban, en disfrazado guiño lúdico, bajo el aparentemente tan distinto juguetón cabrilleo del chispazo verbal, el caracoleo de la metáfora o el divertido retozo de ésta o aquella imagen en Poemas del cuarto de baño, por aludir tan sólo a algunos de sus títulos más relativamente próximos en el calendario.

Rica es la tradición literaria de los lapidarios, del Tratado de los metales y su naturaleza y el Tratado de las piedras preciosas, y las gemas y las joyas de los Libros XXXVI y XXXVII de la Historia Natural de Plinio el Viejo al mágico-astrológico Lapidario traducido en Toledo por Yehuda ben Moshe ha-Kohen con la ayuda del clérigo Garci Pérez para Alfonso X, pasando por el de Muhammad Ibn Mansur o los veinticuatro capítulos del Tratado de Tafasi. Emparentado con ellos por su título la nueva entrega de Serna es, sin embargo, ante todo y sobre todo, bajo el saber petrológico de su autor que destilan sus páginas, una espléndida entrega lírica: el cuidado dietario de la más honda y fecunda indagación en la propia esencia de la poesía y en el propio quehacer del poeta. Porque, no se engañen, el nuevo poemario de Serna no trata en realidad de las piedras –aunque su lectura no puede sino convencernos, déjenme que lo reitere, de este nuevo capítulo de los enciclopédicos conocimientos de su autor–  sino, a través y desde ellas –a la par motivo y pretexto, punto de partida y, a la vez, de encuentro, símbolo o incluso genésica confesión del propio sentir-latir del poeta–,  desde el sucesivo repaso de su condición de tales, tomado el vocablo “piedra” en su más amplio abanico de acepciones de materia, forma, condición o uso –del pedernal, el canto rodado o la piedra pómez al alumbre, la piedra de cal o la rosa del desierto, sí, pero también de la piedra aguzadera, la bornera o la piedra de la ijada, el jade, a la piedra angular, la meteórica, la estalactita, la piedra de lavar, la piedra-lápida, la que molida a sí propia se decanta en el reloj de arena, la que se agazapa vuelta mítica fuente de locura en el cerebro o se convierto en codificado mistérico mensaje en la piedra Rosetta, al mismísimo cálculo litiásico– de lo que versa, digo, en realidad, Tratado de piedras, es, sigue el poeta donde solía, desde la oculta voz de todas ellas, de sus permanentes preocupaciones: del paso del tiempo –“Más que la muerte y que la piedra: el tiempo” –, de “la cal sutil de los tiempos” –, del olvido y de la perdida, del discurrir, fugaz, del existir –“vida como lluvia que se escapa” –, en suma de eso, de la vida; de la vida,  inevitable naufragio, –“No te engaño: la vida es un naufragio”– mas también, sin embargo, ámbito y motor de “la promesa azul del cielo”, pájaro-sueño “cargado de luz y de mañana”, vueltas las piedras, cada una de las piedras sucesivamente talladas por la cuidada, precisa, orfébrica labor del poeta, portavoz del humano pulso que les anima, es decir, les da alma, y, ya humanas desde su ser o su anécdota, las trasciende.

Todo ello con el fecundo trasfondo de una poco usual riqueza de conocimientos sobre cada una (espléndido acierto, en verdad, ese glosario incorporado al libro) palpable en cada poema que, al unirse a la riqueza léxica y a la habilidad expresiva con que su autor los conforma, hace que tanto las referencias a la propia realidad geológica de sus pétreas protagonistas como las diversas alusiones culturalistas –mitológicas, literarias o incluso histórico-científicas, de Medusa, Odiseo, Sísifo, Eurídice, Polifemo o Prometeo a Ofelia, Mary Shelley, Lorca o Fibonacci– o a fábulas o creencias populares se alíen y amalgamen sin estorbar nunca el discurso poético ni la claridad expresiva sino, por el contrario, enriqueciendo el propio decir y el propio sentir experiencial del poeta propiciando la conversión de sus versos –a pesar de ser su autor consciente de que “El silencio es la lengua más antigua”– en el más esclarecedor rescate del “sortilegio de la palabra”

Pero además, lo que además ocurre con Tratado de piedras, es que –¡albricias!– todo ello se hace alcanzando junto a cotas de hondura vital y plena, instantes de –no tengamos miedo de las palabras– tan intensa hermosura lírica que hacen que el libro se convierta en quizá la más rotundamente bella e intensa entrega de toda la tan estimable trayectoria de su autor en gracia a un “tour de force” realmente asombroso por cuanto tiene de trasfondo lírico, por la riqueza de un sustrato cultural que, déjenme que lo reitere, vivo y ejerciente en su condición de actuante en el propio texto –nada de petulancia de erudito sino entrañada sapiencia– y por una expresividad plena de tonos y matices que, más palpables a cada lectura –y el libro tiene muchas– que hace que el libro se decante, poema tras poema, en un rosario, permítanme el juego con el propio título del libro, de gemas, de piedras preciosas, fruto de la sapiencia de su orfebre y su concienzuda y cuidada labor de traductor-transmisor lírico manteniendo, sin perder un ápice del trasfondo de sus vitales intereses de siempre –no podía esperarse otra cosa siendo Teo Serna quien es– la consecución en muchos de los poemas de una verbal belleza extrema. Libro sólido y equilibrado, de una hondura poco común y, sin embargo, no tengan duda, más que accesible en su repaso gracias a ese decir de “línea clara” que, usando la expresión propia del cómic, se ha señalado también repetidamente como propio del hacer serniano.

Quede con lo mejor o peor dicho bien claro, y ya termino, cómo se agradece, en estos tiempos de tanta banalidad –y cómo hay que destacar, aplaudir y enaltecer– la aparición de un libro como este Tratado de las piedras cuyo disfrute no puedo sino recomendar viva y entusiásticamente. 

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