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Acción comunitaria: oposición de proximidad a las desigualdades estructurales

Sira Vilardell

Encontramos demasiadas consciencias avezadas a las continuas muestras de discriminación, de violencias, y, en definitiva, de atentados a la igualdad de género y social, con las que convivimos a diario.

Ejemplos de la crudeza con la que se nos presentan algunas de estas desigualdades estructurales son el abandono político de las personas refugiadas (de las migradas, de hecho) o el goteo de asesinatos por violencia machista. Son dos de los ejemplos más mediatizados y que consiguen provocar denuncia colectiva. Ahora bien, desgraciadamente, y sin minimizar su valor, el rechazo no es suficiente para generar un proceso de transformación que asegure sociedades más justas en los próximos años.

Son miles, también, los ejemplos de discriminaciones cotidianas, que cualquiera de nosotras experimenta o conoce en su entorno más inmediato, y que pasan desapercibidas en demasiadas ocasiones. Son violencias que se normalizan sistemáticamente, sin despertar ampliamente la conciencia individual ni colectiva

Lejos de desaparecer, las relaciones de desigualdad como el machismo, el racismo y otras formas de discriminación cultural, parecen resurgir de nuevo, más refinadas y sutiles que nunca. E, incluso, más legitimadas desde algunas políticas, como las que anuncia la líder ultraderechista Marie Le Pen en Francia ─a la cabeza de las encuestas electorales de los comicios de abril─, o las políticas de corte discriminatorio puestas en marcha con la llegada de Donald Trump a la presidencia de los EEUU.

De hecho, no nos hace falta ir tan lejos. En Catalunya hemos visto políticas locales alineadas con el discurso del odio, que fundamentadas en la demagogia y el populismo, han alimentado actitudes de rechazo y prácticas discriminatorias −algunas, denunciadas. Muchas otras, asumidas−; políticas y discursos que ponen en riesgo la convivencia y la diversidad cultural como valor social, en escenarios cada vez más multiculturales, en los que se construyen estereotipos de género culturalitzados, atravesados de racismo y también del eje de clase social, que actúan de freno para las mujeres como ciudadanas sujetas de derechos.

A otro nivel de impacto, pero que no nos podemos permitir pasar por alto, las redes sociales son una vía en la que fácilmente encontramos una amplia variedad de manifestaciones discriminatorias, violentas e incitadoras del odio que, con una total impunidad, se difunden y expanden rápidamente, impactan en el imaginario social y refuerzan dinámicas excluyentes basadas en aquello que nos hace diferentes.

Resulta preocupante la percepción social según la cual cualquier vulneración de derechos puede ser excusada o justificada basándose en el “diferencialismo” que, demasiado a menudo, se utiliza y se quiere imponer para decidir quién tiene más o menos poder y, de la mano, quién es merecedora de derechos y quién no lo es tanto en sociedades como la nuestra.

Pero no nos engañemos, a pesar de tomar formas diferentes, estos fenómenos no aparecen ahora, de nuevo. Nuestro entorno está impregnado de estructuras racistas y sexistas que han existido siempre y que seguimos manteniendo, en una sociedad que quiere ser multicultural, inclusiva y equitativa.

Construimos nuestras relaciones sobre estructuras asimétricas de poder, que transforman las diferencias en desigualdades, y que hemos ido incorporando y perpetuando, siguiendo las pautas de cada sociedad o cultura.

En un contexto de desigualdad como el nuestro, donde el sesgo de género y origen condicionan el día a día de las personas, hay que generar nuevas respuestas encaminadas a construir una sociedad de raíz democrática −que, para ser sólida, tenemos que poder traducir por equitativa−, por lo cual, hay que construir nuevos modelos de relaciones sociales; modelos de relación que fomenten las relaciones igualitarias. ¿Cómo empezamos? Incidiendo donde se construyen la mayoría de estas relaciones, en los espacios de más proximidad, en las comunidades, en los barrios y territorios de pertenencia.

Es precisamente en estos espacios físicos, sociopolíticos y simbólicos, espacios que devienen privilegiados por las dinámicas que en ellos se dan, donde hay que promover cambios individuales , colectivos y comunitarios, que contribuirán, a su vez, a cambios globales para vivir vidas más equitativas y socialmente sostenibles.

La acción comunitaria es básica para transformar relaciones de desigualdad, porque lo que consigue es construir alternativas de cooperación, desde el diálogo, el conocimiento y el reconocimiento mutuo. ¿La clave? Favorecer que la diversidad se reciba como valor y promover una interacción y una convivencia positiva, aunque no exenta de conflictividad. Es necesario que la acción comunitaria impulse procesos que acentúen lo que tenemos en común y, des de aquí, permitan construir un marco de convivencia compartido.

Asegurar comunidades fortalecidas, muy articuladas y organizadas, con una ciudadanía activa, y la coresponsabilización de las administraciones locales y otros agentes sociales que este proceso pide, es una estrategia ineludible para agrietar los fundamentos de las desigualdades que empapan la convivencia en los barrios y municipios y que, peligrosamente, llegan a plasmarse en políticas públicas a todos los niveles.

Sin una amplia apuesta por la acción comunitaria intercultural, necesariamente feminista (porque, sin justicia de género, no podemos aspirar a la justicia social) y des de un enfoque de derechos ─humanos, económicos, sociales y culturales─, no conseguiremos evitar la reproducción de las desigualdades.

La respuesta a las violencias xenófobas y machistas exige actitudes de comunicación y respeto que tienen que permitir (re)construir modelos de convivencia; modelos que, desde los espacios de convivencia más cercanos, opongan resistencia a las desigualdades estructurales.

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