La Ley de igualdad efectiva de mujeres y hombres, una ley que pretende paliar la discriminación que todavía existe hacia las mujeres en nuestra sociedad, fue aprobada al final de la anterior legislatura en el Parlament catalán pero todavía no ha sido implementada. Para impulsar su despegue, como diputada de Catalunya Sí Que Es Pot, planteé una batería de preguntas, una de las cuales tenía que ver con Educación y era “relativa a comprobar la presencia de las mujeres en los cuentos infantiles y en los libros de texto”, dado que es uno de los artículos de la citada ley.
Cuando era niña, leer era una de actividades que más me gustaba en el mundo. Me apasionaba zambullirme en historias que pasaban en lugares desconocidos para mí –la Inglaterra de Guillermo Brown descrita por Richmal Crompton, la Suecia del Nils Holgersson de la mano de la escritora Selma Lagerlöf o el Mississipi de Tom Sawyer en los libros de Mark Twain--, y eso me generó un gran deseo de conocer el mundo cuando fuera adulta. Pero, sobre todo, me lo pasaba pipa porque podía vivir diferentes vidas cada vez que me ponía en la piel de uno de los protagonistas, a cual más alocado. Comía bolas de grosella con Guillermo, volaba sobre un pato con Nils o me iba por la noche al cementerio con Tom y Huckleberry.
Me encantaba vivir mi vida y muchas otras que nunca habrían cabido de verdad en la mía (después he sabido que esta posibilidad nos la facilitan las “neuronas espejo” de nuestro cerebro, pero, de esto, ya hablaré otro día). El único problema era que siempre tenía que meterme en la piel de un chico. Casi no había novelas con protagonista femenina.
Por un momento, los hombres que me leéis imaginad que siempre os hubierais tenido que identificar con niñas cuando leíais o veíais una película... No habría sido dramático, pero tampoco habría sido la mejor experiencia del mundo. Más interesante habría sido que la mitad de las veces el protagonista fuera un niño y la otra mitad una niña (esto de las mitades es solo un ejemplo; no hay que interpretarlo al pie de la letra).
Y que tanto niñas como niños hubiéramos tenido que empatizar no solo con el propio sexo sino también con el otro. Nos habríamos divertido y habríamos aprendido mucho: emociones, pensamientos, reacciones, intenciones..., que habríamos interiorizado y nos habrían sido muy útiles para el trato entre unas y otros.
También en los libros de texto, la mayoría de materias tenían una visión androcéntrica: el currículum escolar giraba en torno a lo que en la historia de la medicina, la ciencia, la literatura, el arte... habían hecho los hombres. De manera que los niños tenían muchos modelos a seguir. Y las niñas, ninguno. O mejor dicho, teníamos el modelo que, para nosotras, reservaba la sociedad franquista: ser buenas esposas y mejores madres. Modelo que, de vez en cuando, encontrábamos escrito en una frase de la que teníamos que discernir el sujeto del predicado. Mamá cambia los pañales del pequeño. Inés hace punto de cruz. La mujer fríe merluza. Y punto. Ese era nuestro destino.
Yo no quiero que nuestras niñas crezcan con unos horizontes tan estrechos. Si quieren –¡solo si quieren!—pueden ser madres. Y muchas cosas más: conductoras de autobús, científicas, maestras, pintoras, médicas, aventureras…