De nuevo ante la amarga y frustrante situación de tener que explicarle a una mujer agredida sexualmente que su caso judicial cuelga de un hilo. La reacción, la esperada. Incredulidad, rabia, impotencia y dolor. Ella dio el paso, denunció. Y se precipitaron una serie de acontecimientos incontrolables.
Tiene que enfrentar la flagelación de responsabilizar-se de la agresión: ¿si hubiera actuado de modo distinto quizás hubiera podido evitar la agresión? Duda: ¿el manoseo de los genitales también se considera agresión sexual? Si hay penetración, no tiene dudas. No se reconoce en la categoría de “mujer agredida sexualmente” o peor aún, de “violada”, esa palabra innombrable. La rechaza. A partir de ahora sabe que se expectará de ella el sacrificio de un sufrimiento resignado, ejemplar. La empatía social no abraza las víctimas reivindicativas. La primera condena, el estigma. Le horroriza pensar en qué pasaría si se develara “eso” a su entorno más cercano, o peor aún, en las redes sociales. Estando tan vulnerable no resistiría el juicio moral de la arena pública. Sabe que se la cuestionaría y se le recriminaría el pedir ayuda al sistema cuando fue ella la que provocó la situación. Por fresca, por volver sola de madrugada, por llevar un vestido demasiado ajustado, por beber más de la cuenta, etc. A las “mujeres de bien” esas coses no les pasan.
En medio de ese torbellino de emociones, el choque con la realidad judicial. Desorientación ante el laberinto, perplejidad ante el trato recibido no siempre adecuado, inseguridad a la hora de reclamar una atención más respetuosa, incomodidad por tener que exponer su intimidad ante terceros, estrés por la toma de decisiones legales, vértigo por las consecuencias de todo ello... El proceso se alarga meses y años, condicionando su cotidianidad. No logrará cerrar su proceso de recuperación personal hasta que acabe todo. A cada trámite o novedad judicial, un bajón. La ansiedad aflora en forma de desagradables síntomas físicos. La segunda condena, el paso por el proceso judicial. Pero hay que resistir, si tira la toalla, el hecho quedará impune, él seguirá dañando a otras mujeres y ella tendrá que cargar con el remordimiento de no haberse defendido.
La sensación de estafa es inevitable. Denunció porque confiaba en la Justicia, en el poder de la Autoridad. Ha colaborado, priorizando el proceso judicial por encima de su bienestar y de su seguridad. ¿Dónde queda el “denuncia y te protegeremos”? Esperaba un resultado, una resolución justa que la ayudara a curar su herida y le devolviera su identidad de antes. Daba por hecho que la Justicia disponía de medios para investigar, protegerla y discernir la verdad. Y ella dice la verdad, es tan firme, tan obvio, tan cierto, que ni se plantea que su relato pueda llegar a ser cuestionado.
Pero nos acaban de notificar que el Ministerio Fiscal pide el archivo del caso porque considera que “no ha quedado debidamente justificada la perpetración del delito”. Duda de ella y pide el archivo sin tan siquiera haber agotado los mecanismos existentes para analizar la credibilidad de la víctima. De él, no duda. Nos han dejado solas. A partir de ahora, tendremos menos fuerza y corremos el riesgo de que si absuelven al agresor, tengamos que cargar con los costes de su defensa legal. Ella tendrá que decidir si sigue o no y hacerlo dentro de un breve plazo.
La falta de datos concretos nos impide hacer afirmaciones categóricas. Pero en el día a día judicial todo parece indicar que existe una vara de medir la credibilidad de las víctimas de agresiones sexuales diferente de la del resto de delitos. Las peticiones de archivo durante la fase de investigación - sin llegar a juicio - que son excepcionales, también parecen más elevadas en estos casos. La presunción de inocencia comporta que la carga de demostrar los hechos denunciados pese sobre quien denuncia. Pero este pilar de nuestro sistema de culpabilidad en el derecho penal, no es incompatible con la reformulación de los criterios de valoración de la credibilidad de la víctima.
Los razonamientos judiciales están demasiado a menudo atravesados por una visión estereotipada e irreal, tanto del acto de la agresión sexual como del victimario y de la víctima. Si ella no encaja en los cánones establecidos, no es que el criterio esté mal formulado, es que miente. Fin de trayecto. La tercera condena, la impunidad.
Una de las ideas preconcebidas más determinantes y donde se percibe el sesgo cultural dominante es en la configuración del “consentimiento” de la mujer. Se suele cribar la existencia o no de delito según si se cuenta con su oposición verbalizada. Hace falta un “no” tangible. Se obvia que muchas mujeres quedan paralizadas ante estas situaciones y que raramente logran vocalizar nada. Al mismo tiempo, se infravaloran datos relevantes, como la existencia o no de flirteos previos, la diferencia de edad, las reacciones físicas de ella, el escenario de los hechos, si el agresor se encontraba en una posición de dominio – físico o simbólico – respecto a ella, etc. El valor determinante de ese “no” evidencia que se parte del prisma de que el hombre tiene derecho a acceder al cuerpo de la mujer. No se espera que él cuente con un “sí” tangible como factor habilitante. Esa exigencia del “no”, opera como mecanismo de salvaguarda de la prerrogativa masculina de no verse expuesto a ser represaliado en el despliegue de su conducta sexual. Y el sistema judicial, de momento, le ampara.