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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Atocha 1977

Fue un martes por la noche. Hace cuarenta años. Eso es mucho tiempo. Tal vez demasiado porque casi siempre el tiempo arrasa lo que encuentra a su paso. Hacía poco más de un año que se había muerto Franco. Pero la dictadura seguía en su apogeo. Muerto el perro, no se acabó la rabia. Sobre todo, no se acabó la rabia de los suyos. Porque ahí estaban los suyos. Mezclados la policía y los uniformes falangistas. Los complots mediáticos. El ejército. Los jerifaltes del sindicato vertical. Fuerza Nueva con Blas Piñar al frente: y con los ultras italianos que de vez en cuando venían para echarle una mano contra quienes pensábamos que la historia de este país tan desgraciado tenía que empezar a ser otra distinta. Eso pensábamos.

Aquel martes, 24 de enero de 1977, un comando de extrema derecha bien armado se presentó en el número 55 de la calle Atocha, en Madrid. Había allí un despacho de abogados laboralistas. Esos despachos eran un hervidero donde -como en otros sitios todavía clandestinos- se cocía a fuego lento la nueva democracia. Los del comando fascista dispararon a discreción. A todo lo que respiraba. Murieron Enrique Valdevira, Luis Javier Benavides, Francisco Javier Sauquillo, Serafín Holgado y Ángel Rodríguez Leal. Resultaron heridos Miguel Sarabia, Alejandro Ruiz-Huerta, Luis Ramos y Dolores González. Esos eran sus nombres. También tenemos los nombres de sus asesinos: José Fernández Cerrá, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada. Otros nombres se sumaron como ideólogos de la matanza. La policía los detuvo. Todos fueron condenados a muchos años de cárcel. Desde el principio gozaron los asesinos de unos privilegios que mostraban a las claras que quienes seguían mandando aquí eran los de siempre. Dos de ellos se fugaron cuando les faltaban muchísimos años de condena. Nadie sabe nada de ellos. Que se fugaron y encontraron refugio en la dictadura paraguaya de Stroessner. Que más tarde, uno de ellos -García Juliá- fue detenido en Bolivia por tráfico de drogas. Que otro -Lerdo de Tejada- no ha regresado jamás y hasta su familia dice que no sabe dónde andará después de tanto tiempo. Tanto tiempo, sí. Tienen razón. Ha pasado mucho tiempo y en este país la memoria es un cero a la izquierda. Nada. Menos que nada.

Empezaba la transición. La ejemplar transición. La modélica transición. La tranquilísima transición de los seiscientos muertos. La misma mañana de los crímenes de Atocha, la joven estudiante Mari Luz Nájera sufría el impacto de un bote de humo lanzado por la policía y murió a las pocas horas en un hospital de Madrid. Participaba en una manifestación para protestar y denunciar el asesinato -a manos de un comando ultraderechista- del joven estudiante Arturo Ruiz el día anterior. ¡Qué tranquilidad durante la transición, ¿eh?, qué maravillosa tranquilidad!

Aquellos días de tanta violencia y tanta muerte fueron un chorro de solidaridad, de gritar a tope contra la mano ancha que tenían la extrema derecha y su violenta complicidad con las fuerzas policiales. La manifestación cuando el entierro de los asesinados en la calle Atocha fue apoteósica. Nada aún era legal: sólo el rey heredero del franquismo, los ultras que campaban a sus anchas por las calles y las plazas, los franquistas que con Adolfo Suárez a la cabeza daban un paso al frente para convertirse con los años en inventores de la democracia: ¡nada menos: inventores de la democracia! Pero aquella manifestación fue impresionante. Ahí quedan las imágenes. El silencio estremecedor. Los puños bien cerrados agitando el aire de un crimen execrable. La clandestinidad que ese día abría una puerta grande a los nuevos tiempos, unos nuevos tiempos que sin embargo habrían de convertirse, paradójicamente, en lo que hoy tenemos: una democracia endeble, corta de miras, con la mano ancha para los chorizos de la alta economía y la política y cada vez más estrecha de miras con la gente que menos tiene o no tiene absolutamente nada.

Hablo de una democracia con una Ley de Memoria aprobada en 2007 que sólo cumple quien le da la gana. Dos ejemplos. El primero: un diputado, un alcalde y una alcaldesa (todos del PP) han sido premiados por la Fundación Francisco Franco precisamente por haber desobedecido el cumplimiento de esa Ley de Memoria. Los dos primeros pertenecen al PP del pueblo extremeño Guadiana del Caudillo. La mujer manda en el ayuntamiento toledano de Alberche del Caudillo. Ya ven: Caudillo por todas partes y la Ley de Memoria convertida en un trapo para fregar el suelo de sus ayuntamientos. Las frases de esa gentuza ahí quedan, para vergüenza de esta democracia y la humillación de quienes se dejaron la vida para que esa democracia no fuera un imposible histórico. La alcaldesa dijo tranquilamente que Franco había sido “sin duda, el mejor Jefe del Estado español del siglo XX y uno de los mejores de la historia de nuestra Patria”. Y el diputado se enorgullecía de que su hijo le hubiera cantado las cuarenta a una profesora comunista. El segundo ejemplo de incumplimiento de esa Ley de Memoria nos cae más cerca: el alcalde de Orihuela (del PP) ha abierto un expediente para sancionar a la Generalitat Valenciana porque la Conselleria de Justicia mandó retirar un escudo franquista de los antiguos juzgados. Mientras tanto, con un cinismo que se repite a todas horas en los últimos tiempos, un fiscal ha pedido dos años y medio de cárcel para Cassandra, una estudiante de la Universidad de Murcia. El motivo: haber escrito en twitter unos chistes sobre Carrero Blanco. Cuando leo esas barbaridades me acuerdo de aquellos días de Atocha, de la esperanza en que algo iba a cambiar más pronto que tarde, como en las alamedas chilenas que anunciaba Salvador Allende cuando el golpe de Augusto Pinochet. Nos equivocamos en los cálculos. Se equivocó el presidente chileno. Nos equivocamos aquí y después de tanto tiempo hay como una losa que aplasta la memoria y la evocación de unos sueños que, como decía Antonio Machado, es lo último que nos queda.

Han pasado cuarenta años desde aquella noche trágica en las entrañas de Madrid. Aquellos días de miedo y también de coraje. No se me olvidará nunca una imagen que impúdicamente les cuento porque soy parte de ella: mi amigo Pep Mata y yo esperando en la antesala de un despacho de abogados y abogadas laboralistas. Estábamos allí, delegados por una asamblea de colegas, para ver qué conseguíamos contra el despido de una compañera de trabajo. Fue dos o tres días después de los asesinatos en la calle Atocha. Dice Mario Benedetti que el miedo también es una forma de coraje. Eso lo dice el poeta y a lo mejor tiene razón. Pero aquella tarde, Pep y yo estábamos cagados de miedo. Sólo sentíamos el miedo. A veces la poesía es un arma -de presente o de futuro- pero otras veces es sólo eso: poesía. No sé si nuestros amigos Javier, Quique y Aurora -responsables del despacho laboralista- se acordarán de aquella tarde. Lo que sentían al hilo trágico que juntaba en aquellas horas ya tan lejanas la calle Atocha de Madrid con la de Cirilo Amorós en el corazón urbano de Valencia.

El día 24 de enero de 1977, llegadas las últimas horas de la noche, morían asesinados en Madrid cinco jóvenes demócratas, auxiliares y abogados laboralistas de CCOO. En el año 2003 fue levantado cerca de allí, en la Plaza de Antón Martín, un monumento en su recuerdo. La escultura es de Juan Genovés, que reprodujo el símbolo solidario que ya estaba en su obra El abrazo.

Por mi parte, hoy sólo quería dejar aquí ese pedazo de memoria rabiosamente agradecida que nunca habría de caer en el silencio y el olvido.