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La cartuja de Portaceli, más de siete siglos de confinamiento eremita

La Cartuja de Portaceli, en la Sierra Calderona.

Lucas Marco

Valencia —

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En el parque natural de la Sierra Calderona, en la provincia de València, una pequeña comunidad de monjes lleva más de siete siglos confinada en la Cartuja de Portaceli, en un entorno privilegiado y con un silencio sepulcral, sólo interrumpido por los ciclistas o caminantes que, antes de la crisis del coronavirus, paseaban o pedaleaban por este pulmón verde. Los 16 monjes de clausura que habitan el monasterio permanecen recluidos, en algunos casos desde hace décadas, en sus respectivas celdas y sólo las abandonan para los oficios religiosos.

Con la pandemia del COVID-19 “no ha cambiado nada, la vida de los monjes es la misma; siguen en su celda, ellos están confinados siempre”, explica a eldiario.es la persona que atiende el teléfono de la cartuja y que es una suerte de intermediario entre los religiosos y el exterior. “Es un mundo de oración y de vida contemplativa 100%”, añade.

Los cartujos cultivan una espiritualidad eremítica y no mantienen contacto alguno con el exterior. “Es una vida muy dura porque la soledad cuesta mucho”, asegura el improvisado portavoz de la cartuja. El lugar dejó hace tres años de oficiar las misas dominicales a las que asistían algunos vecinos, reduciendo aún más el contacto con el mundo exterior. Anteriormente, los campos y los alrededores de la cartuja abrían ciertas horas al público, que en muchos casos interrumpía el silencio reinante en esta tranquila zona del valle de Lullén.

“Se cerró porque subía mucha gente que no respetaba la intimidad de los monjes, se colaban en el monasterio, llegamos a encontrarnos a personas en los claustros”, explica el encargado de atender el teléfono. “Yo que vivo fuera, despacho exclusivamente con uno de los monjes y con distancia de seguridad de dos metros. Lo demás se lo pasan por mensajes escritos”, apostilla.

Hace tiempo que se eliminó la figura del procurador (una suerte de monje portavoz). “Se decidió que lo llevara una persona externa porque les resulta muy complicado el salir de la celda y hacerse con el mundo tantos años después”, explica el hombre que atiende el teléfono. “El último procurador llevaba de vida monástica 17 años y tuvo que ponerse al día de Google, de Hacienda, de los bancos... Los marea muchísimo”, apostilla.

El singular espacio se empezó a construir en 1272. “Además de ser la primera fundación de la orden cartujana en las recién conquistadas tierras valencianas, va a intervenir en la fundación de casi todas las cartujas que desde entonces se fundan en la Corona de Aragón y aún de algunas de Castilla y Portugal”, escribe Francisco Fuster Serra, autor de Historia de Portaceli. Historia, vida, arquitectura y arte (Ayuntamiento de València, 2003).

La cartuja, a la que se accede por un largo puente, cuenta con un refectorio, una capilla, una biblioteca, una bodega, una antigua caballeriza, una herrería, un cementerio y una multitud de pinturas religiosas que decoran sus históricos muros. Los siete siglos de confinamiento eremita han ido en paralelo al devenir histórico del mundo terrenal que rodea a los monjes. La cartuja, con la desamortización de Mendizábal en el siglo XIX, fue exclaustrada y, junto con sus dominios, subastada.

Por allí cerca también pasó, ya en el siglo XX, el presidente de la II República Manuel Azaña, quien se alojó en la finca de La Pobleta, que anteriormente formaba parte de los terrenos de los monjes, cuando el Gobierno se trasladó a València. Azaña describió brevemente este enclave de la Sierra Calderona, “lejos de la algarabía valenciana”. “En este campo, silencio absoluto, sol mediterráneo, olor a flores. Parece que no ocurre nada en el mundo”, escribe en el Cuaderno de la Pobleta, que forma parte de sus Diarios Completos (Crítica, 2004).

Durante la posguerra, algunos de los terrenos se convirtieron en un campo de concentración franquista para recluir a los presos republicanos. La finca era, desde 1931, propiedad de la Diputación de València y, en 1946, el dictador Francisco Franco la cedió de nuevo a los monjes, que contaron con la ayuda del Ejército (muy cerca de allí están las bases de Bétera y Marines) para su reconstrucción. Los militares colaboraron con la restauración del monasterio, la construcción del embalse y el alumbramiento de pozos de agua, según cuenta el estudioso Francisco Fuster Serra en su libro sobre la cartuja.

Tras varios periodos de interrupción del enclaustramiento, los monjes han continuado guardando un estricto silencio y orando hasta hoy. Los cartujos, pese a la vida eremítica que han elegido, conocen la pandemia del COVID-19 que ha confinado literalmente a países como China, Italia o España. El prior reúne a los monjes semanalmente para “ponerlos al tanto de las cosas que son trascendentes”, explica el intermediario que atiende el teléfono.

Los pocos trabajadores externos que se ocupan de las tareas de mantenimiento y de jardinería, la mayoría provenientes de Serra, sólo acceden estos días a los escasos espacios comunes para “las cosas esenciales”. Así, pretenden evitar cualquier peligro de contagio para que los monjes continúen con su confinamiento monástico tras siete siglos de silencio y soledad.

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