Después de la “guerra” contra el Coronavirus
Vaya por delante que no comparto ni el vocabulario bélico ni las metáforas belicosas que se están extendiendo desde los púlpitos oficiales. Es evidente que no estamos ante una guerra sino ante una emergencia sanitaria que precisa para superarse del trabajo de nuestros profesionales sanitarios y de la colaboración cívica de la ciudadanía. Sobran, por tanto, algunas expresiones que se repiten en las ruedas de prensa y que a algunos nos provocan entre sonrojo y vergüenza ajena.
Ahora bien, también creo que se equivocan aquellos que piensan que este marco belicista irá necesariamente en contra de las reivindicaciones de una mayor inversión en los servicios públicos o en la sanidad universal en el futuro más inmediato. Si hay alguien en las esferas del poder que piense que instaurar este marco de orden y disciplina evitará las demandas de igualdad y redistribución cuando pase la crisis, tengo una mala noticia para él: no será así. O al menos, no lo ha sido a lo largo de la historia.
De hecho, una de las variables que ayudan a explicar la expansión de las políticas sociales o la propia consolidación del Estado del Bienestar en Europa es, sin duda, el impacto de las dos guerras mundiales que ha sufrido el continente.
Las clases populares pagaron un precio enorme en estos conflictos. A los millones de muertos y heridos en el frente se sumó la sistemática destrucción de ciudades y ataques indiscriminados contra civiles en la segunda guerra mundial. Amplios sectores sociales que a lo largo de la historia habían sido ignorados en sus reclamos eran llamados a defender su país. Acabada la guerra, estos sectores no pretendían volver a l’status quo anterior en el que sus reivindicaciones eran ignoradas sino participar activamente en la construcción de un nuevo país más justo para los que más se habían sacrificado.
Medidas como el reconocimiento de derechos sociales, la creación de nuevas prestaciones y la construcción de servicios públicos se vieron acompañadas por una ampliación de los derechos políticos que facilitaba la presencia de las reivindicaciones de la mayoría social en las instituciones. Así, en 1918 en el Reino Unido pasaron de tener derecho a voto menos de 8 millones de personas a más de 21. En la derrotada Alemania, la Constitución de Weimar estableció un sistema parlamentario sin la anterior tutela del Kaiser.
Otro de los efectos de la guerra es la caída de los dogmas del liberalismo económico. Durante los conflictos bélicos nadie confía en los mercados para asignar de la manera más eficiente los recursos. Es el Estado el que marca las directrices de la economía y planifica la producción, buscando movilizar todos los recursos del país para conseguir un objetivo común: ganar la guerra.
En este contexto se explica cómo en las elecciones del Reino Unido de 1945, los laboristas consiguieron una sorprendente victoria frente al entonces primer ministro Winston Churchill. Churchill representaba a esa clase dirigente que ansiaba volver a la normalidad. Abandonar el intervencionismo estatal y que el mercado recuperara el lugar que le correspondía. Pero los millones de británicos que volvían del frente, o aquellos y, sobre todo, aquellas que habían mantenido la retaguardia productiva no compartían ese deseo. No querían volver a sus vidas de desigualdad y pobreza.
La reflexión era clara, si un país era capaz de movilizar todos sus recursos para ganar una guerra, ¿por qué no hacerlo también para garantizar una vivienda digna, el derecho a la educación o una sanidad pública y universal? Y ante esa pregunta los laboristas ofrecieron una respuesta clara y le ganaron las elecciones al gran héroe de la guerra. En sólo cinco años desplegaron un programa de nacionalización de industrias, construcción de un amplio parque de vivienda pública o la creación del NHS, el Servicio Nacional de Salud, uno de los mayores orgullos de la sociedad británica.
Por tanto, la experiencia nos dice que tras las grandes guerras no se suele volver a la situación anterior, más bien lo contrario: se dan procesos de ampliación de derechos y de nuevas vías de participación popular. Podemos comprobarlo en esta ilustrativa gráfica del libro Capital e Ideología de Thomas Piketty (el autor ha liberado en su página web gráficas y otro material interesante para estudiar en estos días en casa.)
Podemos observar las distintas fases del estado social en Europa. Hasta la primera Guerra Mundial en un contexto de hegemonía liberal y represión del movimiento obrero, el gasto público se limitaba a aquellas funciones que la ideología imperante reservaban para el estado: el mantenimiento del orden, la defensa, la administración y la justicia. A partir de la Gran Guerra y con la ampliación del sufragio, empieza a incrementarse el gasto público en los distintos ámbitos de las políticas sociales. A partir de la segunda Guerra Mundial esta tendencia se acelera con la construcción del Estado del Bienestar que detiene su avance con la crisis del petróleo y la caída de la URSS.
Así, entre 1910 y 1980, y con el impulso de las dos experiencias bélicas que sacudieron el continente, la recaudación fiscal sobre la renta nacional se elevó de un escaso 10% a un 46% y su uso pasó de estar monopolizado por el gasto en policía, ejército y administración a ser dominado por políticas sociales para garantizar la educación, la sanidad, y el bienestar de la ciudadanía.
Las últimas semanas no estamos viviendo una guerra. Estamos viviendo una emergencia sanitaria en la que se abusa del vocabulario bélico. Pero este repaso histórico puede servir para que aquellos que banalizan con el significado de la destrucción bélica recuerden que después de las guerras nada vuelve a ser igual. La población no suele olvidar que los dogmas del mercado y los límites de la intervención estatal no son más que decisiones políticas y que, por tanto, existen alternativas.
Por eso, es previsible que cuando superemos esta emergencia sanitaria se abra un amplio debate sobre cuestiones tan diversas como el papel del Estado y los servicios públicos, el rol de la Unión Europea y sus políticas monetarias, las vulnerabilidades que genera la hiperglobalización o los distintos riesgos sociales a los que no vemos expuestos. Pero no está escrito en ningún sitio que tras esta crisis nos movamos hacia un mundo mejor o una sociedad más justa. Además de los defensores del status-quo anterior, habrá quien quiera aprovechar estos debates para impulsar una agenda autoritaria de retroceso democrático para blindar la desigualdad con la xenofobia y el racismo como estandartes.
Los que defendemos la necesidad de un avance democrático, del replanteamiento de la economía en clave ecológica así como un nuevo impulso a la redistribución de la riqueza, tendremos que formar parte del debate. Y deberemos ganar una mayoría social para que esta crisis nos permita avanzar en nuestras ideas. Para que después de esta “guerra” ganemos más democracia, más igualdad y más derechos. Para que la próxima emergencia sanitaria la afrontemos mejor preparados.
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