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Dudas y datos: hacia una cultura de la integridad

EE.UU. ve posible un nuevo encuentro entre Trump y Kim Jong-un

Manuel Alcaraz

conseller valenciano de Transparència, Responsabilitat Social, Participació i Cooperació —

Diríase que los datos son la banda musical, quizá también la ideológica, de nuestro tiempo. Datos como lema, como espíritu que sopla sobre la montaña, como promesa. Sinónimo de conocimiento. Y como todo conocimiento adquiere un carácter brifonte, fáustico: prevención y solución de males y difusa amenaza para algunos de los principios de la cultura occidental. Conocimiento, en todo caso, ubicado en una esquina del legado de la Ilustración: no incorpora, por ahora, sentido, aunque es un metadispositivo que va más allá de regulaciones episódicas y que, se supone, comienza a ordenar comportamientos complejos, a erigir la línea sobre la que se estructuran conjuntos globales de pensamiento. No seguiré aquí la senda de la jeremiada, de la alerta excesivamente temprana sobre la novedad: harto estoy de una izquierda que sólo defiende recuerdos, que convierte en nostalgia utopías que casi nunca llegaron a realizarse. Lo que me interesa destacar es que ni puede ser oro todo lo que reluce ni los grandes datos, más o menos abiertos, tendrán una relación cómoda, rectilínea y mágica con fenómenos como la transparencia o la corrupción, porque éstas dependen de factores difícilmente cuantificables. Con independencia de valiosas experiencias de aplicación de la tecnología de datos a la prevención de malas prácticas o a favorecer una participación ciudadana desempolvada y fortalecida. Confieso que muchas de estas consideraciones están fuertemente condicionadas por mi experiencia de más de tres años de Conseller de Transparencia.

Comenzaré con dos afirmaciones que nos acercan a este nuevo universo:

1.- En materia de fenómenos de carácter histórico, esenciales en sus respectivas escalas, nunca hemos sabido más cosas del mundo y nunca hemos tenido menos capacidad de predecir el futuro. En un firmamento de noticias escindidas entre el “me gusta/no me gusta”, la dialéctica optimismo/pesimismo sustituye a una dialéctica centrada en analizar las mediaciones: simplemente esperamos la realización de lo que nos gusta y des-esperamos de lo que no. O viceversa, según la cotidiana carga de endorfinas, imágenes subyugantes o de la clasificación de la liga. No exagero: me limito a esbozar un clima cultural en el que el hilo conductor entre el análisis científico y la presión social está muy mediatizada por pautas consumistas y metáforas y símbolos de la simplificación. Lo mismo sucede con la explosión de titulaciones universitarias, crecientemente dependiente de demandas particulares antes que de necesidades de interés colectivo.

2.- La aceleración del tiempo social, y de su percepción, entra en contradicción con la obsolescencia de los productos más nuevos. En mis tres años de Conseller he vivido con un cierto asombro las promesas de nuevas máquinas, programas y diseños que han sido los que han demostrado más rápidamente su inutilidad. Pero han dejado un poso de diseño power point, tonterías en las redes, acrónimos y palabrejas en idioma extranjero.

Estos dos fenómenos, hijos de una misma realidad, invitan a alimentar la duda como auténtico paradigma de la renovación en lugar de la fe cuasireligiosa puesta en los datos, trastocados por algunos vendedores en un Ello crecientemente absoluto e indescifrable. Duda más moderna que nunca: cartesiana.

Michael Marder, tras analizar con tintes razonablemente negros la política de Trump y algunas otras desgracias, nos recuerda: “La verdad política postapocalíptica está desvinculada de los hechos: por un lado la verificación de datos no sirve para derrotar a políticos que tienden a hacer declaraciones imprecisas o erróneas; por el otro la visión de gran alcance de la política es independiente de cualquier asunto factual. Los ideales basados en la Ilustración de transparencia y rendición de cuentas deberían replantearse con el telón de fondo de este acontecimiento crucial”. ¿Significa esto que hay que renunciar a la transparencia -o, si se prefiere, a un concepto más comprensivo como integridad-? Me parece que no. Lo que creo es que tanto la cita como el entorno teórico que he apuntado, nos obliga a intentar una nueva perspectiva sobre la acción política democrática considerada en su conjunto, y no sólo desde los aspectos defensivos, desde la negatividad de imaginar la transparencia como un freno abstracto y mecánico de la corrupción.

Un signo paradójico de la degradación de un pensamiento político sujeto a los engranajes de la moda es la proliferación del uso del término post-verdad como mero sinónimo de mentira. Si así se usa uno sólo demuestra ser un snob u otro castigador del lenguaje: decir que un político engaña, basta para este fin entre descriptivo y denigratorio. Pero nos encontramos con una cuestión de interés: ¿podemos introducir toda mentira de un político, en el sentido de todo incumplimiento de promesa, en el ámbito de la ruptura de la integridad y, por lo tanto, como algo muy próximo a la corrupción?, ¿podrían, por cierto, los datos liberarnos de este territorio de indignidad? Sostendré que no concibo una ética que absolutice esta cuestión, pudiendo imaginar infinidad de ejemplos en los que el incumplimiento de promesas halla una justificación razonable, no arbitraria, basada en la misma realidad de las instituciones, de la sociedad o de la economía. El problema debe estar en otra parte. Seguramente en la absurda y antipática costumbre de muchos políticos de centrar su actividad en la formulación de promesas.

Pero abordemos la cuestión de la post-verdad desde otro punto de vista: cuando el Diccionario Oxford eligió el término como “palabra del año” se hizo eco de la breve pero intensa genealogía del mismo; resumiendo sus consideraciones podríamos decir que el énfasis no se pone tanto en la facticidad de la mentira como en la trivialización del relato en el que se inscribe, hasta el punto de desfigurar en buena medida su significado real. Por eso algunos aluden a “mentira emotiva”, porque el camino de la banalización suele discurrir por los códigos de la degradación del rigor, para resbalar hacia el gusto por lo anecdótico, la preferencia por lo insólito sobre lo importante. No debe sorprendernos: con mayor o menor vistosidad así se han tejido los lenguajes totalitarios. ¿Debemos esperar que los datos, con su aparente frialdad, nos liberen de esta carga? Probablemente no, porque frialdad no es lo mismo que objetividad y no será común que los mineros de datos encuentren cosas que no estén buscando: quizá refuten mentiras ideológicas, pero difícilmente erigirán verdades que incorporen valores con los que legitimar comportamientos de progreso.

¿Debemos rendirnos? Por supuesto que no. Pero quizá deberíamos ver si con el agua sucia no hemos arrojado a algún niño. Sostendré que buena parte de las intuiciones kantianas sobre el valor positivo de la transparencia siguen siendo válidas y que, por serlo, las apreciaciones de Habermas sobre una opinión pública libre basada en en una acción comunicativa positiva también deben ser reivindicadas y reconstruidas en las nuevas condiciones de las redes sociales, los medios de comunicación o de la emergencia de la inteligencia artificial. El problema está en que la mayoría de políticos, juristas, periodistas y ciudadanos interesados, ante los embates de la corrupción, pusieron -pusimos- el énfasis en el momento decisorio del proceso democrático. Al hacerlo, contaminamos la cuestión al unirla a la crisis del Estado social en momentos de crisis económica y a la confusión ante fenómenos como la construcción europea o la emigración, tan dados a su re-eleboración desde la trivialidad de los sentimientos y el populismo. A mi modo de ver hay que resituar la cuestión para ubicar el corazón de la integridad-transparencia en el momento deliberativo de la acción democrática: eso significa, al menos, sacar de la pura dimensión legal-institucional las cuestiones conexas para trasladarlas a un marco más amplio: el de la construcción de una cultura de la integridad. Y significa ampliar las responsabilidades hasta los medios de comunicación, demasiado acostumbrados a reivindicar privilegios, más que justificados…. siempre que sirvan para la generación de esa opinión pública libre, lo que no puede circunscribirse a la información sobre la corrupción, sino que debe ampliarse hasta el tratamiento global de la información, pues éste asume la función pedagógica de vertebrar el diálogo social y sus representaciones.

Seguimos prisioneros de una concepción de la corrupción esencialmente basada en algún prejuicio sobre la naturaleza humana, lo que facilita sobremanera la autodefensa cuando el corrupto es de nuestro propio ámbito y, de manera paradójica, para demonizar al adversario. Difícilmente un programa de transparencia-integridad alcanzará grandes éxitos mientras esto sea así en lugar de partir de la aceptación humilde de la dificultad de explicar verdades en un mundo económica e institucionalmente muy complejo. A comprender esa complejidad sí pueden ayudar los grandes datos, aunque no lo harán si básicamente giran en el torbellino del mercado. Igualmente pueden servir para fundar una política basada en la evidencia, en el que los partidos, antes de formular promesas puramente legitimadas en la intuición ideológica, deban fundar sus principios y preferencias políticas legítimas en necesidades demostrables, estableciendo programáticamente la necesidad de la medida, su ajuste a los medios existentes y los indicadores para la dación de cuentas de lo realizado. Y, con ello, generar mecanismos de autocontrol y autolimitación del poder que sirvan para refundar, sobre bases modernas y sólidas, el viejo y enfermo principio de la responsabilidad política. Para que no haya que desviar toda la podredumbre a la administración de Justicia, alimentando un mediocre positivismo jurídico y una lentitud que destroza sobremanera la credibilidad democrática. Y es que, como antes decía, se trata de que cada uno de nosotros dude. Dude de los oponentes. Dude de uno mismo, si es capaz. Pero que no permitamos que esa duda, tan inteligente, devenga en aniquiladora sospecha universal de la convivencia democrática.

*Manuel Alcaraz, conseller valenciano de Transparència, Responsabilitat Social, Participació i Cooperació

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