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El subconsciente está lleno de algas: Joaquín Sorolla visto por Manuel Vicent
La relación de Manuel Vicent con el mar Mediterráneo comenzó desde bien chico, tanto que el escritor cree que lo lleva dentro. “En el verano de 1936 mis padres habían alquilado una casa de pescadores situada en primera línea de mar, en la playa de Moncofa. Yo tenía apenas tres meses de edad y puede que mi cerebro fuera una especie de esponja que iba absorbiendo de forma inconsciente todas las sensaciones primarias: el resplandor ofuscante del sol en la arena, el olor a algas y a calafate de las barcas de pesca varadas, el ala de la brisa cargada de sal, el sonido del oleaje rompiendo día y noche seguido por la succión de la resaca, que dejaba los cantos rodados cubiertos de espuma”, cuenta el autor, que afirma que de niño confundía el horizonte marino con el de sus pensamientos.
En el mar Vicent fue consciente de la vida y fue consciente de la muerte, de la infinitud y la concreción, de los antagonismos sociales: en la misma playa de pescadores y mujeres fuertes comenzaba a brotar la burguesía local; en la misma Valencia asediada por la guerra y la dictadura, la libertad era coger un tranvía y ponerse un bañador en el Balneario de las Arenas.
El mar de la infancia de Manuel Vicent es el mar de los lienzos de Joaquín Sorolla. El de la Malva-rosa y el de Xàbia. Y ese mar compartido es la síntesis de la exposición que el escritor conduce en la Fundación Bancaja, como colofón al centenario del pintor que hizo de la luz del Mediterráneo una imagen universal. En el mar de Sorolla con Manuel Vicent es un repaso por la obra de ambos, sus nexos de unión, que arranca con la infancia y la exploración del “mar interior”, apuntaba el autor en la presentación. “El subconsciente está lleno de algas”, afirma el artífice de Son de Mar o Tranvía a la Malvarrosa que, como Sorolla, solo se reconoce valenciano cuando está fuera de su tierra.
La ambivalencia, dice el escritor, está presente desde el origen de los tiempos hasta la fecha: “Ese Mediterráneo, donde ha surgido lo más glorioso de nuestra cultura, es también un sarcófago de gente que está muriendo todos los días”, denuncia, mientras recalca: esa luz tan característica, esa belleza, convive con un mundo que “está lleno de blasfemias, de miserias y de dolor”.
La muestra, una ampliación que dobla la del Museo Sorolla en Madrid, con más de cien obras, traslada al visitante por cuatro recorridos como una suerte de biografía del autor: desde ese mundo interior lleno de algas hasta “una jornada de pesca de arrastre”. El comisariado literario viene de la mano de un relato con el que el autor guía la muestra, que puede leerse en el catálogo, encabezado por las mismas líneas que este artículo.
“Aquel verano en medio de la inocencia unida a la dicha del mar comenzó la guerra. El odio fratricida se había unido al calor asfixiante de la canícula. Tal vez en mi inconsciente se produjo la contradicción entre la belleza y el horror como partes de un único predicado. Del mismo modo que debajo de la felicidad anida la tragedia, en el fondo de una luz blanca deslumbrante hay una luz negra que te ciega y te obliga a entornar los párpados. Esta dialéctica estética entre contrarios me ha acompañado siempre y llegado el caso me ha servido para penetrar en el significado profundo que contiene esa lucha contra el mar que establece la pintura luminosa de Sorolla. Dice Paul Valéry que lo más profundo del cuerpo humano es la piel. Sorolla aceptó pintar la contradicción de la luz como un desafío”, sentencia el autor.
La relación de Manuel Vicent con el mar Mediterráneo comenzó desde bien chico, tanto que el escritor cree que lo lleva dentro. “En el verano de 1936 mis padres habían alquilado una casa de pescadores situada en primera línea de mar, en la playa de Moncofa. Yo tenía apenas tres meses de edad y puede que mi cerebro fuera una especie de esponja que iba absorbiendo de forma inconsciente todas las sensaciones primarias: el resplandor ofuscante del sol en la arena, el olor a algas y a calafate de las barcas de pesca varadas, el ala de la brisa cargada de sal, el sonido del oleaje rompiendo día y noche seguido por la succión de la resaca, que dejaba los cantos rodados cubiertos de espuma”, cuenta el autor, que afirma que de niño confundía el horizonte marino con el de sus pensamientos.
En el mar Vicent fue consciente de la vida y fue consciente de la muerte, de la infinitud y la concreción, de los antagonismos sociales: en la misma playa de pescadores y mujeres fuertes comenzaba a brotar la burguesía local; en la misma Valencia asediada por la guerra y la dictadura, la libertad era coger un tranvía y ponerse un bañador en el Balneario de las Arenas.