Los kurdos molan, los catalanes no. Los tibetanos molan, los catalanes no. Los sami molan, los catalanes no. Los saharauis molan, los catalanes no. Los zapatistas molaban –no sé muy bien qué ha sido de ellos-, pero los catalanes no, decididamente no.
A una buena parte de la izquierda española, progresista, internacionalista, solidaria, ecologista, pacifista y todo eso, el procéscatalà se le ha atragantado, no hay manera de que lo digiera. Tanto es así que ha acabado por alinearse en el bando de los del “A por ellos”, donde ahora se la puede ver muy a gusto, como en casa. Y, en principio, no parece que hubiera muchos obstáculos ideológicos para que ese mundo progre apoyara el movimiento catalán. Al fin y al cabo, y aunque a Puigdemont le haya tocada encabezarlo, el procés está claramente dirigido por una fuerza de izquierda, ERC, y apoyado por otra aún más a la izquierda, las CUP. Los independentistas quieren establecer de forma pacífica y con los votos una república social, y se cabrean cuando los tribunales del Reino de España bloquean iniciativas como la prohibición de las corridas de toros, la ley contra la pobreza energética o la implantación de más impuestos a la banca; ideas que, en principio -repito- deberían ser del agrado de los “progresistas” españoles y suscitar su simpatía. Pero es evidente que no, que el procés resulta más que antipático a ese mundo que padece lo que algún analista cuyo nombre no recuerdo llamó el “síndrome de las 2000 millas”, que le permite solidarizarse con causas muy diversas, siempre y cuando sean bien lejanas.
Sin ser psiquiatra –creo que sería el profesional más adecuado para explicar esa repulsión visceral al procés- veo al menos tres motivos que pueden ayudar a entender esta situación que aunque se haya aceptado como normal revela una profunda esquizofrenia.
Para empezar, el procés ha reavivado el relato en que una parte muy importante de esa izquierda española se instaló durante los años 70 y del que no consigue, ni quiere, salir. Se trata de esa explicación simplista, y por tanto falsa, codificada literariamente en las Últimas tardes con Teresa de Marsé, según la cual el nacionalismo catalán es substancialmente, aunque quiera disimularlo, burgués, mientras las auténticas clases trabajadoras de Cataluña son emigrantes como el Pijoaparte, andaluces o castellanos y por tanto buenos españoles, explotados por esos burgueses. El tópico no resiste ningún análisis serio, ni histórico ni demográfico, pero para muchos progres españoles es una verdad científica e inmutable que ni siquiera se pone en duda cuando es obvio que muchos de esos emigrantes o sus descendientes son un elemento clave que explica la fuerza del procés. Con esta óptica, las figuras como Gabriel Rufián resultan desconcertantes y ante la imposibilidad de encajar en el marco establecidoe infalible, acaban demonizadas.
Para continuar, el procés ha tenido como uno de sus efectos más notables sacar a la superficie todas las miserias de esa transición española tan mitificada, que poco a poco se va revelando como lo que realmente fue: un pacto del miedo que permitió a las estructuras tardofranquistas mantenerse bajo la máscara democrática. Es muy probable que no hubiera otra opción, habida cuenta de que el dictador murió en la cama y los que le apoyaban no sólo detentaban el poder sino que contaban con el apoyo de la “comunidad internacional”, pero a la izquierda que tuvo que aceptar aquello –una monarquía designada por el caudillo, un poder judicial viciado, una constitución con artículos dictados por la cúpula militar…- le bastó un poco de movidapara aceptartambién que la transición había sido “ejemplar”.Y ahora, cuando ese relato se tambalea, reacciona indignada y lo defiende, como el buen converso. Cuando el rey hace un discurso digno de un sátrapa de opereta,los tribunales actúan como inquisidores y la policía muele a palos a pacíficos ciudadanos, la izquierda acomodaticia calla acomplejada y se revuelve contra el independentismo catalán, que no ha hecho otra cosa que ser víctima y evidenciarque la pobre democracia española tiene mucho de farsa.
Para acabar, a la izquierda española que hace bastante se dejó seducir por la inevitabilidad del neoliberalismo, el fin de la historia y el imperio del mercado, a esa izquierda a la deriva que cada vez tiene más problemas para ser izquierda, no le ha quedado otro remedio que ser bien española, asumir el dogma de la unidad de la patria y añorar los viejos y buenos tiempos en que las familias no “estaban divididas”, cuando no se hablaba de política en casa…¿Y la solidaridad, el internacionalismo, el apoyo a las causas democráticas de los pueblos? ¿Eso? Eso se queda para los kurdos, los tibetanos, los zapatistas…
*Jordi Sebastià, portavoz de Compromís en el Parlamento Europeo