Después de un tiempo de revisión tan dilatado que ya nadie le echaba cuentas (más de una década), la tramitación del que probablemente será el cuarto PGOU de Valencia ha llegado de sopetón, a pocos meses de las elecciones municipales que podrían poner fin al gobierno municipal del PP, añadiendo un poco más de inquietud a un año marcado por la imprecisa sensación de “ahora o nunca” extendida a todo.
La discusión suscitada alrededor del nuevo PGOU se ha visto además apretada al periodo de exposición pública (el plazo para presentar alegaciones termina hoy martes 24) y espoleada por el tiovivo de noticias de los medios de comunicación. En este ambiente de urgencia, aunque personalmente estoy de acuerdo con casi todas ellas, las críticas al plan se han vuelto atropelladas y se han desdibujado algunos puntos clave. Si esto ocurre es porque se tiende a discutir el plan desde el plan mismo.
Es difícil no entrar al trapo del plan, está todo dispuesto para que así sea y es goloso hacerlo. Pero en su propio terreno, el plan tiene todas las de ganar. Si nos paramos en el detalle de la necesidad o no de un nuevo tramo de viario, el plan responderá que un estudio de flujos lo justifica como fundamental; si discutimos sus previsiones de crecimiento demográfico, se escudará en su propio cálculo estadístico; si nos esforzamos en acumular un gran número de alegaciones por plantilla, las despachará de un plumazo como si fuesen una sola; y si aprovechamos el ajetreo para lanzar nuestras propuestas, hará oídos sordos diciendo que no es el momento de hablar de ellas. Las críticas y reivindicaciones pueden ir cargadas de razón, pero la burocracia del plan (aquellos que la manejan) se encargará de volverlas inocuas.
Para salir del terreno del plan es necesario ampliar el campo de visión reflexionando primero sobre qué función tiene la planificación hoy en día. Dejemos de pensar por un momento en el modelo de ciudad que queremos para poner el ojo en el modelo de urbanismo que tenemos. Recapitular un poco debería ayudarnos a ver en qué punto nos encontramos.
La planificación urbanística nace en el arranque del siglo XX con la ciudad industrial. A lo largo del tiempo, la planificación ha vivido muchos momentos de crisis y se ha mantenido en constante revisión. Se le ha discutido su visión sistémica y la negación que se hace del conflicto en pro de la funcionalidad (los primeros Castells o Sennett, entre otros), se le ha demandado una mayor atención al entorno construido (urbanismo de la austeridad), se le ha reprochado el blindaje técnico como cortafuegos ante las problemáticas sociales (advocacy planning), se ha intentado resolver su rigidez y salvar su distancia a la gestión (planificación estratégica) y se ha buscado incorporar factores medioambientales que rompan la dualidad entre lo urbano y lo natural (planificación del paisaje).
Estas revisiones y otras tantas, algunas lanzadas a contracorriente y otras desde dentro de la disciplina, han calado más o menos en el planeamiento vigente. Unas mejoraron exitosamente los procedimientos, otras se asumieron y luego acabaron quedando obsoletas, otras están en vías de consolidación y otras son asignaturas pendientes. Pero después de este periplo, la experiencia viene a indicar que la planificación “ortodoxa” -aquella en la que pensamos cuando oímos hablar de un plan general- queda relegada cada vez más al apartado normativo y a la fiscalización de la actividad urbanística, derivándose la gestión de la ciudad y el proyecto hacia otros instrumentos.
Ante todo, el plan es el punto de encuentro entre el interés público y el interés privado en materia de urbanismo. La regulación de la actividad urbanística en un país en el que la mayor parte del suelo es de propiedad privada no es ninguna tontería. En un complicado ejercicio de equilibrio, el plan es un instrumento fundamental concebido para proteger el interés público canalizando las omnipresentes expectativas particulares. Conviene tener esto en cuenta para separar discusiones, dado que el discurso alrededor de la obsolescencia del planeamiento suele confundir medios y fines generando confusiones.
Cuando la aprobación del nuevo PGOU parece imparable, antes de liarnos a discutir sobre la conveniencia o no de sus propuestas, deberíamos desentramar sus motivaciones. De todo lo que se mueve alrededor del PGOU, lo más preocupante es la unilateralidad con la que se ha impuesto, lo inoportuno del momento, la falta de consideración hacia las demandas vecinales (la participación encauzada a las alegaciones viene a significar “tienes el derecho a expresarte, que yo el poder de decidir”) y, muy especialmente, la opacidad y la falta de explicaciones sobre la oportunidad del plan, habiendo quien apunta a los favores al privado como una de las principales razones de esta aprobación deprisa y corriendo.
Esta arrogancia no en una inclinación única del Ayuntamiento de Valencia, sino que ha caracterizado in crescendo al grueso del urbanismo español, táchese de neoliberal o llámese a sí mismo socialista. Ocurre ahora y ha ocurrido cientos de veces por la absoluta dependencia que tenemos de la plusvalía, que exige tapar un urbanismo en el que el plato está inclinado siempre a favor de quienes ponen las pesas en la balanza (políticos y promotores, por si hay dudas).
Mientras se nos ocurren formas alternativas de hacer ciudad más allá de poner un ladrillo sobre el otro, construir instrumentos más transparentes, con los que los beneficiados de cada decisión pública se identifiquen con siglas y apellidos, sería una buena manera de evitar expolios y empezar a poner en pie un urbanismo más social.