¿Qué quiere ser la Unión Europea?
La Unión Europea atraviesa el momento más difícil de sus 60 años de historia. Apenas superada la dura recesión económica que empezó en 2008, se ve abocada a un problema mucho más grave. No se trata de afrontar una coyuntura externa como fue la crisis económica, sino que ahora es ella misma la que se mira al espejo y no se reconoce. Una Unión fracturada por los cuatro lados (este y oeste, norte y sur), sin capacidad de reacción frente a los retos del nuevo mundo y sin un liderazgo claro. El diagnóstico y las posibles hojas de ruta existen y están a la vista: tan solo hace falta escuchar el último discurso del estado de la Unión pronunciado por el presidente de la Comisión Europea. Pero hasta el propio Juncker sabe que no hay nadie para tomar los mandos. Por si fuera poco, el proyecto europeo nunca llegó a consolidarse. La Unión Europea todavía es un enorme edificio a medio construir. La ilusión de que con los cimientos bastaba se ha mantenido mientras el clima era benévolo, pero ahora que sopla el viento vemos cómo todo se tambalea.
La crisis europea dentro de la crisis global
Como en toda crisis existencial, dos grandes y antiguas preguntas atraviesan la Unión Europea: ¿Quiénes somos? ¿Qué queremos? Ambas cuestiones son planteadas en dos direcciones: hacia dentro y hacia fuera. En el segundo caso, el enunciado cambia ligeramente: ¿Quiénes somos para el resto del mundo? ¿Qué queremos hacer de él? O dicho de forma más terrenal, ¿qué papel pretende ejercer la UE en el escenario global?
Más allá de las fronteras europeas, el mundo está cambiando a una velocidad trepidante. Sin entrar en el análisis exhaustivo, una mínima contextualización pasa por mencionar cómo en pocos años hemos pasado a un escenario multipolar y se ha presentado una “enmienda a la globalización” entendida como el “terreno de juego de Occidente contra el mundo en desarrollo”, tal y como lo ha resumido Rafael Poch. Ahora los centros de poder e influencia se han redistribuido y nuevos actores globales disputan el lugar dominante que EEUU había ocupado en solitario desde la caída de la URSS. Los más importantes, China y Rusia, constituyen los nuevos polos del poder global junto al perpetuo gigante americano, que representa a un Occidente en la carrera por reinventarse y adaptarse. El resultado es un repliegue de los Estados y un frenético movimiento de fichas en el tablero mundial.
En este contexto, ahora más que nunca encontramos una Europa que ya en 2011 José Ignacio Torreblanca definió muy acertadamente como “ausente del mundo” que no está atendiendo a esa necesaria reinvención. Pese a ser un gigante económico que representa cerca del 25% de la riqueza mundial con, hasta el momento, una sólida agenda comercial, la UE no da visos de estar adaptándose a los nuevos flujos globales. Se sigue desatendiendo un espacio tan relevante para Europa (relevante por motivos no solo estratégicos, sino de responsabilidad histórica) como África, donde mejor aparece reflejada la UE como, en palabras del propio Juncker, un “donante global” en vez de como el actor global que debería aspirar a ser. Mientras tanto, una China mucho más despierta impone su agenda sobre el continente. Por otro lado, después de años de arduas negociaciones, el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos fue dinamitado por el recién llegado presidente Trump, que representa como nadie las complicadas lógicas que zarandean a este nuevo mundo multipolar y amenaza a su histórico socio europeo con una guerra de aranceles. Pese a que hasta ahora el apartado comercial es el espacio donde mejor ha sabido desenvolverse la UE de cara al exterior, los retos a los que se enfrenta no son sencillos y su capacidad de reacción no parece estar a la altura.
Mucho más desolador es su papel como actor geopolítico, donde el peso de la UE se diluye hasta caer en la irrelevancia. Si bien muy pocas veces ha sido Europa capaz de integrar los intereses de sus miembros en una sola voz, esta incapacidad se ha hecho del todo evidente cuando los conflictos han llegado hasta nuestras fronteras. Torreblanca ya señaló en el artículo antes mencionado que las primaveras árabes suponían un punto de inflexión. “Si la primavera árabe hubiera concluido de forma rápida y feliz, las carencias de Europa hubieran terminado por ser invisibles. Si lo que tenemos por delante [en los países árabes] es un camino hacia la democracia sumamente bacheado [...] esta Europa se dividirá, será incapaz de influir y quedará abocada a la irrelevancia exterior”. Su pronóstico acertó con creces. La UE se ha demostrado incapaz de actuar en estos territorios, aun cuando sus consecuencias, materializadas en el flujo de refugiados provenientes de Siria y Libia, han afectado directamente dentro del territorio europeo y han activado la espoleta de la gran crisis actual.
Para ser justos, cabe no dejar de mencionar que una de las grandes dificultades (pero no la única ni la más importante) que Europa arrastra a la hora de construir una política exterior unitaria es su dependencia de la OTAN. Poch insiste en que la UE siempre ha actuado “al remolque” de la organización, controlada por los intereses geoestratégicos de un EEUU cada vez más distanciado de Europa. Sin embargo, la llegada al poder de Donald Trump y su puesta en cuestión de la Alianza Atlántica se presentan ante la UE como una necesidad de construir un poder alternativo que responda a los intereses comunitarios. La Unión de la Defensa parece ser un tímido paso en esta dirección, y aunque por ahora es insuficiente, ya ha puesto en alerta a la administración norteamericana. Sea como fuere, parece indispensable independizarse de la OTAN y seguir desarrollando los lazos diplomáticos propios para que la UE pueda aspirar a tener voz propia en el tablero geopolítico.
Para qué debería utilizar Europa esa eventual voz es otro de los interrogantes existenciales planteados. Mientras las grandes potencias globales avanzan presas de sus propias dinámicas de crecimiento y control de los espacios geopolíticos, la Unión Europea tiene la obligación moral de apuntar más allá. Las actuales convulsiones en el escenario mundial plantean el riesgo de que otros temas de interés para el conjunto de la humanidad se vean desplazados de la agenda. Entre ellos, la defensa de los derechos humanos o la imprescindible lucha contra el cambio climático. Europa no solo tiene la capacidad de liderar estas batallas, sino que probablemente sea la única gran potencia que se preste a hacerlo sin matices. Si quiere honrar los valores con los que ha legitimado su existencia hasta ahora, está obligada a ejercer ese papel. El problema es que, cuando uno accede al corazón de la Unión, estos valores parecen haberse desintegrado.
La Europa deslegitimada
De vuelta al interior de las fronteras de Europa, la pregunta sobre quiénes somos va indisolublemente ligada a la cuestión de la legitimación del proyecto europeo. Hay dos características que diferencian a la Unión Europea de otras organizaciones internacionales y la convierten en un proyecto singular: la voluntad de ceder soberanía hacia lo supranacional y la construcción de la supranacionalidad sobre una serie de valores compartidos. Ambos rasgos son, mientras funcionen, fuente de legitimidad de la UE ante sus ciudadanos. Sin embargo, la erosión de estos pilares es evidente y existen varios factores que la explican. Los tres más importantes: la burocratización y tecnocratización de las instituciones europeas, la inoperancia en la crisis de los refugiados y la austeridad aplicada durante la crisis financiera.
Respecto al primer factor, Claudi Pérez rescató en su día una reflexión del cineasta alemán Wim Wenders que explica muy acertadamente uno de los grandes problemas de legitimidad de la UE: “La idea de Europa ha quedado reducida a la burocracia, y ahora la gente cree que la burocracia es la idea”. Aun cuando las instituciones europeas, en mayor o menor medida dependiendo de los liderazgos del momento, siempre han sido un gran aparato en manos de burócratas y tecnócratas con un grado de politización inferior al de las instituciones de los estados miembro, es en este tiempo de incertidumbre cuando dicha carencia reluce con más fuerza. Nos encontramos ante un aparato institucional vaciado de representanciones e ideología (más allá de la estrictamente neoliberal que se infiltra allá donde miremos) del que gran parte de la ciudadanía no se siente parte ni participe.
Gardels y Berggruen ya advirtieron este problema cuando se preguntaban cómo podía ser una auténtica unión política europea. De hecho, hilaron más fino afirmando que “tiene poco sentido construir un enorme edificio burocrático en Bruselas en la era de la información, cuando el poder repartido de las redes está transformando la propia naturaleza de la gobernanza”. También se preguntaban si dicha unión podría llegar a consolidarse sin ir precedida de un proceso de construcción nacional europeo. Las instituciones europeas podrán ser unitarias, pero nunca serán realmente políticas si no existe una identidad común previa. En este sentido, el fracaso del Tratado de Roma para una constitución europea supuso toda una declaración de intenciones (en contra, por supuesto). Por otro lado, el consenso sobre los valores europeos parecía ser una primera piedra en la construcción de esa identidad, pero recientemente hemos comprobado su falta de solidez.
La inoperancia en la crisis de los refugiados ha logrado poner en entredicho todo lo que la Unión Europea había pretendido representar en materia de valores. Béatrice Delvoux lanzó una provocación que define bien el problema que la crisis de los refugiados plantea a la legitimidad europea: “Siempre nos hemos preguntado qué habríamos hecho o dicho en los años treinta y cuarenta. Pues bien, ahora nos vemos obligados a responder”. Sin necesidad de detenerse en los detalles, es bien sabido que la respuesta a la crisis ha sido insolidaria e ineficiente hasta el punto de convertirse en un desastre humanitario. ¿Significa eso que, como europeos, no somos mejores que antes de ser la Unión Europea? Sin duda es discutible, pero si la respuesta es negativa, entonces podemos afirmar abiertamente que el proyecto de la Unión Europea ha fracasado. En cualquier caso, ¿realmente queremos ser mejores? ¿Apostamos por ser mejores?
El último aspecto ha sido la gestión de la crisis financiera a través de la estrategia de la austeridad, un concepto que José María Ridao considera “un eufemismo apenas velado para designar el acta de defunción de la solidaridad como valor inspirador de la UE” en su libro La estrategia del malestar. No se podría definir mejor. Las políticas austericidas no solo han provocado la fractura social en el seno de cada país, aprovechada ahora por la ultraderecha populista, sino que también han desvirtuado el significado de supranacionalidad por el que se regía la Unión. Como apuntaba Luis Bouza durante los peores años de la crisis para los países del sur, “hasta ahora ceder soberanía a la UE no significaba perderla sino ejercerla en común mediante reglas acordadas de antemano”. La imposición de la agenda neoliberal asociada a la crisis de la deuda sin un discurso alternativo que se le oponga (Grecia lo intentó y acabó embargada) ha provocado que sobre todo el Norte y el Sur, pero también el Este y el Oeste, estén en Europa más separados que nunca. A este respecto, no sé equivocaba el ya desaparecido Samir Amin al afirmar en Por un mundo multipolar que “Europa será de izquierdas, o no será”, al menos en el sentido de que es necesario reconstruir el pilar social en el que se invirtió durante los 80, cuando el fantasma del comunismo soviético todavía miraba de reojo a Europa.
Pese a todo, una crisis es siempre una oportunidad. Es improbable que la Unión Europea sobreviva a esta etapa si no se reinventa. Existen los diagnósticos y las hojas de ruta, pero es tiempo de asumir liderazgos y, sobre todo, crear una agenda propia. Irónicamente, el populismo de extrema derecha y euroescéptico es el mejor preparado para ocupar estos espacios, más aún cuando parte de los líderes europeos conservadores está asumiendo su discurso xenófobo y ultranacionalista en un desesperado intento de plantarles cara electoralmente. El error es mayúsculo y, como hemos visto, socava enormemente los fundamentos del proyecto europeo respecto a qué somos y qué queremos. Un posible frente pasaría por, como dijo Juncker, recuperar “las esencias de la Unión Europea”, pero deberíamos preguntarnos si alguna vez nos las creímos de verdad.
La Unión Europea atraviesa el momento más difícil de sus 60 años de historia. Apenas superada la dura recesión económica que empezó en 2008, se ve abocada a un problema mucho más grave. No se trata de afrontar una coyuntura externa como fue la crisis económica, sino que ahora es ella misma la que se mira al espejo y no se reconoce. Una Unión fracturada por los cuatro lados (este y oeste, norte y sur), sin capacidad de reacción frente a los retos del nuevo mundo y sin un liderazgo claro. El diagnóstico y las posibles hojas de ruta existen y están a la vista: tan solo hace falta escuchar el último discurso del estado de la Unión pronunciado por el presidente de la Comisión Europea. Pero hasta el propio Juncker sabe que no hay nadie para tomar los mandos. Por si fuera poco, el proyecto europeo nunca llegó a consolidarse. La Unión Europea todavía es un enorme edificio a medio construir. La ilusión de que con los cimientos bastaba se ha mantenido mientras el clima era benévolo, pero ahora que sopla el viento vemos cómo todo se tambalea.