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La aporofobia o el rapto moral de Europa

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El rechazo a la persona inmigrante, la que viene de fuera, la pobre, la que huye del terror, la refugiada, es una realidad de una parte importante de la sociedad europea. Este temor no es nuevo, pero en el contexto actual salpicado de numerosos conflictos armados, crisis humanitarias, violación sistemática de los derechos humanos y cambio climático, ha adquirido una nueva dimensión que desafía nuestra moral y choca directamente contra los avances sociales más importantes del Siglo XX. En este sentido, las ideas de la filósofa valenciana Adela Cortina resultan iluminadoras. A modo de síntesis, la raíz de este miedo está en la aporofobia, un rechazo profundo no tanto al extranjero por ser extranjero, sino al pobre, al que carece de recursos, al que se percibe como una amenaza para el bienestar económico y social propio.

Este rechazo, sostiene Cortina, no es solo una cuestión de prejuicio social, sino que se convierte en una cuestión de ética y justicia. En esta línea, Kant, en su imperativo categórico, señala: “actúa de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca simplemente como un medio”. Este principio nos lleva a considerar la inmigración y la acogida de refugiados desde una perspectiva de universalidad y, por tanto, de reciprocidad. Si fuéramos nosotros quienes nos viéramos obligados a huir de nuestras tierras, ¿no querríamos ser recibidos con dignidad y respeto en otro país?

Curiosamente, los movimientos de extrema derecha, en auge en Europa, generalmente cercanos a cultos cristianos profundos y solemnes, suelen ser los más reacios a aceptar al diferente, lo que parece del todo incoherente. Sin embargo, son numerosos los ejemplos de las Sagradas Escrituras en los que se incita a actuar al contrario. Jesús en el Evangelio de Mateo atestigua: “porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis” (Mateo 25:35). En otras palabras, la acogida al extranjero va más allá de la bondad; es, más bien, una obligación moral que deriva de reconocer la humanidad compartida que todos poseemos, de nuevo, su universalidad. Cuando no se trata de bulos sin ningún fundamento, los muy discutibles argumentos de estos movimientos suelen ir en la línea de los riesgos de sobrecarga de los sistemas de bienestar, una mayor presión sobre la competencia laboral, o la alteración de la identidad nacional -¿acaso no somos ya una preciosa mezcla de orígenes?-, como si estos fueran superiores al deber moral humano y cristiano de socorrer y ofrecer un trato digno a personas que huyen de situaciones de violencia, persecución, pobreza extrema o crisis climática, cuando simplemente buscan un lugar donde reconstruir sus vidas y las de sus hijos.

En aras de los avances sociales y del imperativo religioso, el deber moral debería ser suficiente. Si no, en cualquier caso y siguiendo con la tesis de Adela Cortina, la historia nos enseña que las sociedades que han sabido integrar a las personas extranjeras han salido fortalecidas, en términos económicos, culturales y sociales. Las personas inmigrantes aportan diversidad, innovación y una renovada energía a las sociedades que los acogen, pero se les debe dar la oportunidad de hacerlo. Desde una perspectiva kantiana, la exclusión basada en el temor a la pobreza no puede justificarse moralmente, porque estaríamos ante la negación del deber ético de tratar a todos los seres humanos como fines en sí mismos.

La aporofobia, como otros tipos de fobias sociales (homofobia, transfobia, xenofobia…) erosiona la cohesión social y la solidaridad entre las personas. Además, la auténtica riqueza de una sociedad se mide también por su capacidad para acoger, integrar y dar oportunidades a todos sus miembros. El rechazo a las personas extranjeras es, en última instancia, un rechazo a nuestros propios valores europeos esenciales, aquellos fundamentados en nuestra moral y tradición cristiana. Es más, en el mundo actual, global e interconectado, las responsabilidades en torno a catástrofes naturales o humanas se diluyen, cuando quizá todos y todas deberíamos sentirnos responsables de nuestro mundo -que no culpables-, para actuar con conocimiento de causa. En consecuencia, la lucha contra la aporofobia, en el contexto de la Europa actual, es una batalla necesaria por la justicia social, pero también por el alma misma de nuestra sociedad. Necesitamos recordar que cada persona que busca refugio entre nosotros es, ante todo, un ser humano con derechos y dignidad. Solo cuando seamos capaces de ver más allá de nuestros temores y prejuicios, y de actuar con ética y compasión, podremos construir una Europa libre de sus propios miedos, verdaderamente justa y solidaria, y coherente con sus principios fundacionales. In varietate concordia.

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