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CV Opinión cintillo

Cuando bajen las aguas

30 de octubre de 2024 11:37 h

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Por primera vez quiero compartir con los lectores y las lectoras un artículo exclusivamente emocional. Mañana cuando bajen las aguas seremos pura estadística. Llegará el momento de las preguntas y querremos saber si se pudo evitar, por qué sucedió, por qué no avisamos con tiempo y si lo hicimos por qué la población no atendió la alerta. Y llegará por encima de todo el momento de decidir un conjunto de políticas públicas que aseguren la reparación y que nadie quede atrás. Pero pasarán los días, los meses y los años y ustedes olvidarán cómo nos sentíamos hoy. Y seguramente ésta será una de esas noticias que se desvanecen y a fuerza de repetirse se confunden unas con otras. No, no voy a escribir un artículo propio del derecho o de la ciencia política. No voy a criticar, no voy a proponer nada. Sólo quisiera compartir el dolor, la tristeza infinita y la desesperación que han vivido, viven y vivirán las personas de la Comunitat valenciana que han sufrido el embate de la DANA.

A la DANA, la llamaron gota fría en mi época hace ahora 42 años. Recuerdo el 20 de octubre de 1982 a partir de las 12.00. Prácticamente cada minuto. Y sin embargo mis recuerdos en los días posteriores se difuminan se convierten en sensaciones. Ese 20 de octubre yo cursaba octavo de EGB en el colegio público Navarro Darás de Carcaixent, más conocido como el parque por su proximidad al mismo. Cuando sonó la sirena municipal que alertaba del riesgo de inundación salimos todos para casa bajo una lluvia intensa, aunque no torrencial. No sabíamos lo que estaba sucediendo aguas arriba del Xúquer y del Albaida. Recuerdo haber visto el informativo de Televisión Española, Aitana, en el que junto a las noticias sobre las lluvias presentes se hablaba del 25 aniversario de las inundaciones de Valencia de 1957. En mi memoria la luz en la habitación, la luz en todas partes, es gris y mortecina. Es una memoria de años en blanco y negro.

En un arranque de intuición, mis padres decidieron alojarnos en casa de unos familiares lejanos en el único barrio en alto en toda la ciudad. Sin embargo, aquellos, imprudentemente consideraron horas después que “sólo” era una riada más y mejor regresar a casa. Jamás les he perdonado. Llegar a nuestra casa atravesando la carretera que entonces cruzaba la ciudad fue la primera experiencia terrorífica. Por ella ya corría un río a gran velocidad, aunque con una profundidad escasa. Quisiera que imaginen la escena, mi padre y sus cuatro hijos, un chico de 13, dos chicas de 10 y siete respectivamente, y un bebe de unos tres años. Intenten visualizar a mi padre, un señor bajito pero fibroso, con las dos niñas en brazos. A mí con el bebé y a él indicándome, con la triste experiencia que le daba haber vivido toda su vida junto al brazo del Xúquer en Alzira, que debíamos cruzar con sumo cuidado a favor de la corriente, nunca enfrentándonos a ella y con mucha atención ante la posibilidad que las tapas de las alcantarillas hubieran saltado. Aquella fue la primera vez en pocas horas, en la que mi padre salvó mi vida.

Una vez en casa, la escena era realmente tétrica. Sin luz, con una enorme e imposible fuente de hamburguesas que no conseguía comer nadie a la luz de las velas. Cada segundo la cuestión empeoraba y llegó un momento en el que mi padre consciente de la situación obligó a que todos subieran a los pisos altos de la comunidad de vecinos. Éramos una familia humilde, vivíamos en una vivienda de protección oficial y apenas podíamos subsistir con los jornales de la recogida de la naranja en plena crisis económica. Así que los “hombres” de la casa nos pusimos a salvar cosas. Hicimos un único viaje en el que salvamos la televisión y algún enser más que no recuerdo. En el segundo de los viajes de repente a la puerta de casa nos dimos cuenta que la calle era invisible. Una cortina de agua cubría toda la cristalera de la entrada hasta arriba. Mi padre con una enorme sangre fría me sujetó fuertemente en el momento en el que la puerta reventó y una enorme corriente de agua nos desbordó. Esperamos el reflujo al llegar al final de la casa y pudimos salir a favor de corriente y alcanzar la escalera. Por segunda vez estábamos vivos.

Fue aquella una noche terrible. Una de esas noches de transistores. Recuerdo a las mujeres de la casa cocinando sin parar ante la previsión de que, con posterioridad, la falta de electricidad pudriera los alimentos. Aún recuerdo el olor, incluso el sabor de una especie de tortitas de harina cocinadas a modo de pan. Los niños mirábamos por el balcón pasar los coches, los camiones, los barriles y los árboles flotando. El color marrón del agua y la sensación del sonido corriente tenían algo de espectáculo increíble y aterrador a la vez. No había manera de dormir, juraría que hasta que lo conseguimos, se escuchaba de fondo a José María García, informando y anunciando la primera creación o instalación de zonas para la recogida de alimentos, agua y ropa que se iba enviar a la comarca desde varios puntos de España.

Y después, después bajaron las aguas. Les prometo que no soy capaz de saber si fue el 21 o el 22 de octubre hasta mi salida de Carcaixent pocos días después carezco de ningún recuerdo que pueda asimilarse a una fecha con una fecha salvo la lancha de la Cruz Roja y los helicópteros. Nuestra vivienda estaba sobreelevada unos cinco escalones sobre el nivel de la calle, lo cual nos permitió ver el estado en el que había quedado bastante pronto. Cada una de las tres familias de los bajos asistió horrorizada a la ruina de lo que fue su casa, con llantos, con gritos, con desesperación. Y, sin embargo, mi querido padre y yo nos miramos a los ojos conscientes de que nosotros sí pudimos haberlo perdido todo.

A estas alturas mis posesiones se limitaban a los zapatos de los domingos, que por alguna extraña razón decidí vestir, un pantalón de pana y una horrible camisa amarilla a rayas. Y por poco tiempo, porque en cuanto saliera a la calle a recoger los litros de leche que la Guardia Civil estaba repartiendo también iba a perder mis zapatos. Y, sin embargo, no recuerdo haber tenido frío. Seguramente por ignorancia o por desconocimiento todo lo que teníamos acabó en la basura. La biblioteca que mi querido abuelo Gostinet había reunido con un esfuerzo enorme de años acabó en la basura o en casa de aquellos vecinos que tuvieron la paciencia de tomar los libros y exponerlos al sol para que se secaran. A mí apenas me quedan un par de ejemplares. No conservo fotografías propias de mi infancia ni una sola. La memoria y la infancia se fueron con las aguas en unas horas.

Sin embargo, fui afortunado. En el vecino pueblo de Manuel no sólo prepararon alimentos para Carcaixent, sino que estuvieron dispuestos a acogernos en calidad poco menos que de refugiados en sus propias casas. Recuerdo mi llegada en furgoneta al ayuntamiento, y haber bebido con ansia un, dos, tres vasos de leche caliente casi tan buena como el chocolate que alguien me había dado antes en la furgoneta. Y nunca olvidaré nuestra deuda de gratitud con la familia García-Navalón. Pero hay una imagen que quedará en mi memoria para siempre, miento un sonido, no sería capaz hoy de reconocer a aquella mujer. Desolada y a través de los radioaficionados contaba sus familiares que su hermana tratando de salvar objetos de casa se había quedado atrapada contra una pared y había muerto ahogada. Los niños estaban bien.

Los meses, diría que los años posteriores fueron muy duros. Sobrevivimos un corto periodo gracias a una ayuda a fondo perdido del Gobierno, y de la generosidad de la comunidad evangélica de Xàtiva que nos proporcionó vivienda temporalmente, un trabajo y a la vuelta a Carcaixent muebles y ayuda alimentaria. Doy cada día las gracias al esfuerzo enorme y a la generosidad del gobierno municipal de mi ciudad. Lo presidía Vicent Eusebi Pla i Noguera. No quiero olvidarme jamás que, al menos una persona: Arcadio España i Piera. Mi padre, Ricardo Martínez Oliver, era un niño que creció en la posguerra, trabajando duro desde los 10 años. Fibroso, duro, constante, una mula de carga capaz de trabajar a todo trapo 14 horas seguidas. Pero en esa época vivía la indignidad de no poder alimentar a sus hijos en tiempos de crisis agravada por la inundación, en una casa llena de humedades y sin trabajo. Así que dependía del turno de empleo del ayuntamiento. Turno en el que repetía probablemente con más asiduidad de la debida, pero gracias al cual conseguimos llegar con bien al año 84.

A partir de ahí todo es historia. Una generación de desheredados tuvo que renunciar a todo, tuvo que conseguir trabajo y cuando la economía remontó dedicar extenuantes turnos de 60 y 70 horas a la semana trabajando a destajo en la construcción para recuperarse. Algunos, los más afortunados, pudimos acogernos al salvavidas del instituto de bachillerato nocturno José María Parra de Alzira y prosperar trabajando y estudiando la vez. De aquella época sólo me queda dolor, rabia y orgullo. Dolor por la pérdida, por haberme visto obligado a convertirme en adulto de golpe y sin transición. Dolor por la sensación de pobreza, de miseria por esa angustia vital de no saber si llegas a final de mes, por la indignidad de vestir ropa prestada, por carecer apenas de recursos. Rabia al saber que aquello pudo haberse evitado, que los ingenieros civiles del Estado habían previsto una doble presa que no se construyó y por la ineficiencia y lentitud de la justicia no resolviendo a tiempo las debidas indemnizaciones que tan necesarias hubieran sido. Y orgullo de pertenecer a una comunidad solidaria, trabajadora, resiliente.

Y ahora apenas soy capaz escuchar la radio o ver la televisión, porque todo vuelve a repetirse porque ese dolor y esa rabia reaparecen como algo somático, maligno, enfermizo. Sólo me queda pedir que mañana cuando bajen las aguas ustedes lectores y lectoras, la política, la sociedad entera no olviden que para varias comarcas de la Comunitat Valenciana llegan tiempos difíciles y que es ahora cuando el Estado social alcanza todo su sentido y cuando a la irreparable pérdida de víctimas humanas no debería acompañar el olvido sino la solidaridad y el apoyo. Para no dejarnos atrás nunca más.

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